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– Sólo intento ser razonable…

– Ya pasó ese momento, ahora limítate a obedecer mis…

Un relámpago surgió de la oscuridad y atrapó a Shihab.

Ismail y Hubal apenas tuvieron una fugaz visión de una piel moteada, unas fauces abiertas y unos ojos llameantes de furia animal. Ni siquiera oyeron gritar a Shihab, la criatura lo rodeó con unos brazos que parecían humanos, pero que acababan en unas garras de fiera, y lo arrastró con ella a las tinieblas. Los dos Sarray contemplaron atónitos la espada de su amigo tirada sobre la arena, la única señal que había quedado de su presencia allí. Se miraron el uno al otro durante un instante, dieron media vuelta y echaron a correr.

No pararon hasta que alcanzaron el apretado grupo de supervivientes. Se dejaron caer en la arena, jadeando sin resuello.

– ¿Qué ha sucedido? -les exigió Yusuf-. ¿Y Shihab?

Hubal estaba tan aterrorizado que no podía articular palabra. Ismail cerró los ojos y luchó por tranquilizarse, aunque sentía su corazón saltándole en el pecho.

– Era un tigre… -dijo-. ¡Un tigre que andaba como un hombre! Estaba oculto en el follaje y cuando nos acercamos… atrapó a Shihab. Fue visto y no visto. No tuvimos oportunidad de ayudarle…, lo agarró y se lo llevó con él. Así, sin más. Desapareció.

Lisán miró hacia la jungla, hacia el muro de tinieblas que se levantaba frente a ellos. El viento agitó las hojas, arrancándoles un murmullo siniestro. De repente, sintió que estaba poblada de espectros y monstruos espeluznantes.

7

La luz del alba apenas se anunciaba por el Oriente. El cielo había quedado despejado por completo de nubes y los náufragos vieron aparecer el tétrico brillo del cometa sobre sus cabezas. Su luz grisácea reveló la selva que se alzaba frente a ellos y le dio el aspecto insólito de una alucinación. El mar se iba llenando de la luz del amanecer y parecía puro y tranquilo. Los horrores de la noche pasada eran ahora sólo turbias pesadillas.

Los náufragos obligaron a levantarse a sus cuerpos maltrechos y entumecidos. Caminaron como almas en pena hacia la orilla, con la intención de realizar el wudú [12] con agua de mar, que era la única que tenían al alcance. Estaba casi media legua más lejos que la noche anterior, y la arena que había quedado expuesta se veía salpicada de pequeñas lagunas dejadas atrás por la marea.

– ¡Venid todos aquí! -gritó Ismail agitando los brazos-. ¡Este charco es de agua dulce!

Lisán pensó que el terror y el cansancio habían acabado por hacerle perder la cordura al Sarray. Pero cuando todos se acercaron al lugar que señalaba, comprobaron que, en efecto, era agua fresca y dulce lo que nacía burbujeando directamente de la arena. Ignacio, que iba con ellos, intentó lanzarse de cabeza a aquel charco, pero Yusuf lo atrapó por el pescuezo y lo empujó a un lado sin contemplaciones.

Sin darse tiempo a considerar cómo ni por qué, Lisán realizó sus abluciones en compañía de sus hermanos en la fe, con aquella milagrosa agua, pura y perfecta. Inmediatamente, andalusíes y turcos empezaron a rezar con el rostro vuelto hacia donde nacía el sol, para darle gracias a Dios por haberles salvado la vida. Cuando terminó el salat, las series de inclinaciones, postraciones y posturas en adoración a Allah, Yusuf se volvió hacia el vizcaíno, que lo miraba con su único ojo reluciendo de resentimiento, y le dijo:

– Ahora puedes beber, infiel.

Todos bebieron como leones abrevando en un oasis, entre risas de incredulidad y gritos de júbilo.

– ¡Es un milagro! -exclamó Yusuf, mientras el agua le corría por las barbas-. El mar ha dejado tras de sí un charco de agua dulce para que podamos realizar correctamente nuestras oraciones. Esto es una señal cierta de que van a ser escuchadas.

– Se trata de un manantial que queda cubierto por el mar cuando la marea sube -dijo Lisán, después de considerarlo un momento-. Ciertamente, Allah no nos olvida y esto nos da una nueva esperanza…

– Si, faquih, pero… ¿dónde estamos?

¿Dónde estaban? Ésa era la cuestión. En aquel Otro Mundo hacia el que Talos se había dirigido, sin duda. Muy lejos de cualquier tierra conocida y sin medios para regresar a su propio Mundo. La Taqwa yacía en el fondo del océano y sin ella no había esperanza de emprender el camino de vuelta. Quizá tendrían que vivir allí hasta el fin de sus días. Era una perspectiva estremecedora, por eso la presencia de aquel charco de agua dulce había significado tantas cosas para muchos de ellos. Significaba que, sobre todo, aquel Mundo no era ajeno a la bondad de Dios. Quizás aquel charco fuese únicamente un afortunado accidente, pero proporcionaba un débil rayo de esperanza a unos hombres desesperados. Dios los amaba y su mano misericordiosa seguía tendida hacia sus hijos, incluso en aquel lejano Otro Mundo.

– ¡Han desaparecido! -gritó Ismail, aterrorizado, y su grito destruyó de inmediato la ilusión de que las cosas estaban empezando a mejorar-. ¡Los cuerpos de nuestros muertos ya no están sobre la arena!

No es posible, se quiso convencer Lisán. Pero era tal y como el Sarray había anunciado. La playa estaba sembrada por los restos del naufragio, que se mezclaban con las ramas y hojas esparcidas por la tormenta. Pero los cadáveres se habían esfumado, como si hubieran regresado a la vida durante la noche para escapar de aquel paraje. Se volvió a un lado y a otro, buscando con desespero a su hermano muerto. Al no verlo, se sintió presa de una profunda desolación. Se dejó caer de rodillas sobre la arena y rezó:

– Porque huimos de los demonios y el mal, pedimos al Creador que nos ayude contra los demonios y el mal…

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió Hubal con una voz entrecortada por el miedo.

Todos tenían el espanto en los ojos y la mente embotada, sin saber cómo reaccionar ante lo sobrenatural. Lisán sentía que el pavor le encogía el corazón. Era el miedo ante lo desconocido e inesperado. Pensó que aquél era el más profundo de todos los terrores que apresaban al hombre, pues era capaz de hacer estremecerse a la propia alma.

¡En el nombre de Allah! ¿Dónde estamos? ¿A qué costa maligna hemos sido arrastrados? De repente experimentaba la horrible certidumbre de que estaban perdidos en un universo que les era hostil, que les arrebataría hasta la menor esperanza de salvación.

El sol, al trepar por el cielo, iluminó con su luz rojiza una jungla apretada y sofocante que los mantenía confinados en la playa. Era una impresionante masa verde que se extendía en desorden a un lado y a otro, produciendo la impresión de que estaba formada por la copa de un árbol único y desmesurado que cubriera la Tierra entera.

Entonces, desde aquellas profundidades verdes, una tremenda algarabía asustó a los centenares de pájaros que aún dormían en las ramas más altas y les hizo emprender el vuelo a la vez. Las cabezas de todos los náufragos se giraron en esa dirección, y un rumor de asombro circuló entre el grupo. Yusuf señaló con voz grave:

– ¡Mirad ahí!

Varias criaturas horripilantes, mezcla de hombre y bestia, con rostros inhumanos, pero que caminaban sobre dos piernas como haría cualquier hombre, surgieron de la jungla y se situaron frente a los náufragos. Iban cubiertos con pieles de tigre moteado, y sus rostros eran una feroz pesadilla, dominados por grandes ojos desorbitados y fauces abiertas que mostraban unos colmillos amarillentos e hinchadas lenguas rojas.

– ¿Es eso lo que visteis anoche? -preguntó Yusuf sin dejar de mirar a aquellos seres espantosos.

Ismail se rascó la barbilla, cubierta por la barba.

– Así es -dijo-. Pero en la oscuridad tenían otro aspecto.

Aquellos rostros de fiera habían sido hechos para inspirar terror, pero eran sólo máscaras fabricadas con pieles de animales, al igual que las ajustadas vestiduras de aquellos hombres. La luz del día ponía al descubierto el engaño. Sin embargo, componían una imagen sobrecogedora. Avanzaron hacia ellos, rodeándolos con actitud amenazante, sin demostrar el menor temor ante aquellos extranjeros. Se protegían con unos escudos redondos, blandían unas anchas palas de madera cuyo borde estaba erizado de algo que parecían afilados trozos de piedra. Llevaban adornos de plumas de colores brillantes por todo el cuerpo, en brazaletes hechos con tiras de piel alrededor de los brazos o formando apretados penachos sobre sus cabezas.

Lisán distinguió a otros nativos que se movían junto a aquellos terroríficos hombres-tigre. Éstos iban casi desnudos, cubiertos sólo con un pequeño taparrabos, pero lucían los mismos brazaletes y adornos que los hombres-tigre a los que escoltaban. Había dos de estos nativos desnudos por cada uno de los otros y eran los responsables de la algarabía, pues hacían sonar caracolas y pitos de hueso, y proferían estruendosos gritos de guerra golpeándose la boca con la mano.

– ¡Banu Sarray! -gritó Yusuf-. ¡Formad para la batalla!

Los guerreros andalusíes se pusieron en guardia como un solo hombre y agitaron sus espadas en el aire. Su aspecto era miserable, sus ropas estaban destrozadas, pero empuñando aquel acero se sentían capaces de enfrentarse a cualquier enemigo. Apenas eran siete, contando a Yusuf, y aquellos siniestros nativos los superaban en número y armamento, pero si Dios los había destinado a morir peleando, se decían, que así fuera. Los turcos no se quedaron atrás. No tenían otra cosa para defenderse que los pequeños cuchillos que siempre llevaban consigo, pero rebuscaron entre los restos del naufragio y todos hallaron algo que usar como arma, aunque fuera un simple trozo de remo.

– Espera, espera… -le dijo Lisán a Yusuf-. ¿Qué pretendes hacer?

– ¿Qué crees, faquih? Ha pasado el momento de las palabras y las oraciones. Ha llegado la hora de luchar.

– ¡No tenemos ninguna posibilidad! Nos superan en número y armamento.

– Tenemos la ocasión de morir peleando. Alabemos por ello a Allah y a Su infinita bondad… Y ahora, faquih, hazte a un lado y deja que sea el acero quien hable.

8

Ignacio hizo aparecer dos cuchillos de entre sus harapos y le tendió uno a Lisán.