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Un hombre-tigre estaba plantado frente a él. Sus ojos brillaban a través de los orificios de su máscara, su boca estaba abierta y la lengua colgaba a un lado. Jadeaba y un hilillo de saliva resbalaba por entre sus dientes puntiagudos y le mojaba la barbilla. Lo miraba.

Lisán sintió que todo el vello de su cuerpo se erizaba. Aquellos ojos… estaba lo bastante cerca para ver con claridad que ya no eran humanos.

La criatura empezó a cambiar. Lentamente, de modo que únicamente era posible apreciar las mutaciones si apartaba la vista un instante para luego volver a mirar. Pero estaba transformándose. Su cráneo se estiró y los dientes crecieron en su mandíbula con un crujido de huesos astillándose. La proporción de los huesos de las piernas y los brazos varió en relación con el cuerpo, una larga cola se desenrolló a su espalda. Sus manos se transformaron en garras. De repente, el hombre había desaparecido y lo que Lisán tenía ahora ante él era un tigre de piel moteada. Intentó gritar con todas sus fuerzas, pero de su garganta no logró arrancar ni un gemido. Recordó entonces que llevaba horas gritando, enloquecido, y que ya no le quedaba aliento. El tigre avanzó indolente hacia él, cruzó a su lado y siguió su camino sin prestarle atención. No era el único que temía a aquella bestia, los nativos se apartaban de su paso, incluso los perros se escabullían aullando lastimeramente.

Lisán alzó la vista hacia el cielo y rogó a Allah para que su vida acabara en ese preciso momento, para que no tuviera que vivir con el recuerdo de ese día.

En lo alto brillaban las estrellas y la luna llena.

El cometa había desaparecido.

La caverna

Y los hicimos dormir en la caverna por muchos años.

Al kahf, 11

1

Un hombre solitario atravesaba la playa en dirección a la ciudad que sus habitantes llamaban «Amanecer». Era un guerrero poderoso y la fama que había dado a su nombre lo precedía. Y éste no era un asunto trivial para los itzá, pues llegaban a tener hasta cuatro nombres diferentes conforme iban transcurriendo las distintas etapas de su existencia.

El curso de su vida había quedado determinado en el momento mismo de nacer, cuando su padre lo entregó a un sacerdote. Éste dio las siete vueltas rituales alrededor de una mesa, en la que habían sido dispuestos diferentes objetos, colocando la manita del bebé sobre cada uno de ellos. De inmediato escogió el xtol che', y sus dedos se cerraron sobre la empuñadura de la macana, el símbolo de la fuerza y la capacidad militar. No dudó ni un instante y esto confirmó la sospecha del sacerdote, que aseguró a su padre:

– Este niño ya ha vivido antes. Y fue un gran guerrero.

Así obtuvo su paal kaba, su primer nombre. Cuando llegó a la pubertad, se le permitió llevar el apellido de su padre, «Chel». Cuando contrajo matrimonio éste fue modificado de nuevo y tuvo el naal kaba, que se componía del prefijo «Na» más el apellido de su madre, seguido por el de su padre. Como muchos itzá tenía un cuarto nombre, el coco kaba, que había ganado gracias a una hazaña guerrera: Koos Ich. Ojo de águila.

Él era todos y cada uno de esos nombres. Su vida se había desarrollado y su cuerpo había cambiado a la vez que sus nombres, para ajustarse al destino que los cielos habían trazado para él. Un destino al que pronto iba a enfrentarse.

Koos Ich se plantó frente a la puerta de la ciudad amurallada de los cocom, dispuesto para cumplir con su misión. Dos guardias situados ante el arco le cerraron el paso.

– Vengo aquí por la voluntad de los dioses, para ofrecer un sacrificio.

Uno de los cocom empezó a reír.

– ¿Eres itzá? -le preguntó-. En ese caso puedes quemar una de tus apestosas bolas de puk ak [15] aquí mismo…

El cocom se detuvo al cruzarse sus ojos con los del recién llegado. No era un estúpido, e inmediatamente comprendió que con aquel hombre no era saludable bromear. Koos Ich sobrepasaba por una cabeza la estatura del guardia. Sus brazos eran musculosos, casi dos veces más gruesos que los de un hombre común, y su pecho estaba labrado con emblemas que lo señalaban como un gran guerrero curtido en muchas batallas. Sin embargo, no llevaba armadura ni aparejos de combate. Tan sólo un sencillo taparrabos de algodón y una macana adornada con plumas que apretaba en su mano derecha. Pero el guardia cocom se equivocaba al temer que sus burlas pudieran ofender a un verdadero guerrero. Mientras Koos Ich sintiera que estaba actuando de acuerdo con su propósito, no encontraría nada ofensivo en sus palabras.

– ¿Qué es lo que buscas aquí? -le preguntó el otro cocom.

– Ya os lo he dicho, vengo a ofrecer un sacrificio… Un sacrificio humano.

Los guardias giraron los ojos a un lado y a otro.

– Y… en ese caso, ¿dónde está tu prisionero?

– Yo soy el sacrificado. Yo me voy a ofrecer a los dioses sobre la piedra de los gladiadores.

Los dos cocom lo contemplaron, asombrados, durante un instante.

Al fin uno de ellos dijo:

– Sígueme.

Mientras su compañero permanecía en la puerta, condujo al itzá a través de la ciudad de piedra hasta uno de los templos, donde fue recibido por el propio Ahuacán. [16]

– No pretendo ofenderte -le dijo Koos Ich al anciano sacerdote-, pero no es a ti a quien vengo a entregar mi sacrificio.

– ¿A quién entonces? -le preguntó el Ahuacán.

– Al Halach Uinich [17] Es con él con quien deseo hablar.

El anciano aceptó, pero dijo que el sol empezaba ya a ocultarse y era demasiado tarde para molestarlo. Por tanto, ordenó al guardia que le diera cobijo y alimento hasta que llegara la hora en que el señor de la ciudad de Amanecer pudiera recibirlo. De esta forma, Koos Ich fue conducido hasta una choza del poblado situado en el exterior de la zona amurallada. Por el camino se cruzó con varios nahual y desvió rápidamente la vista. La noche estaba cercana y ésta les pertenecía. Koos Ich no quería enfrentarse a los engendros allí, no en ese momento. Algún día no muy lejano llegaría esa oportunidad, era inevitable.

Pero no esa noche.

En la choza, varias mujeres le llevaron tortillas de maíz y carne de perro cocinada con flor de calabaza. Luego se retiraron y lo dejaron solo. Koos Ich se sentó en el suelo. Cruzó las piernas bajo él. De una bolsa de cuero extrajo un diminuto trozo de hongo que se llevó a la boca. Cerró los ojos y dejó que su conciencia localizara su punto de anclaje.

Allí estaba. Un tentáculo de luz lechosa surgía del suelo y se introducía en su cuerpo. Con exquisito cuidado, fue envolviendo el engrosamiento del tentáculo, allí donde se fusionaba con su alma individual, con diferentes capas de membranas luminiscentes. Sus recuerdos. Su fe. Su amor… Todo aquello que lo hacía ser una criatura única.

Fue muy cuidadoso, al día siguiente iba a enfrentarse con la muerte y de la precisión con la que realizara aquellas operaciones dependía la permanencia de su ser sobre la Tierra.

Cuando hubo terminado, cortó el enlace y abrió los ojos. El efecto del hongo siempre le dejaba la misma sensación de vacío en su estómago y los alimentos traídos por las mujeres cocom le parecían ahora más apetitosos que antes. Comió hasta sentirse satisfecho, luego se tumbó para esperar la llegada del próximo día.

2

Poco antes de que asomara el sol en el borde del mundo, el Halach Uinich contemplaba pensativo cómo las olas chocaban contra los acantilados que sujetaban su ciudad. La parte posterior de la pirámide truncada colgaba sobre el mar, elevándose sobre el borde de un peñasco alto y áspero, y presentaba una magnifica vista del océano.

Entre sus dedos sujetaba un cigarro que se llevaba a la boca de vez en cuando, para exhalar a continuación una gran vaharada de humo. Distraídamente, vio llegar al Ahuacán acompañado por el guerrero itzá del que ya le habían hablado. Sin hacer demasiado caso a las reverencias que el protocolo marcaba al sacerdote, volvió a concentrarse en el paisaje.

– Es asombroso cómo los dioses mantienen el mundo en funcionamiento -dijo dirigiéndose al Ahuacán-. Si reflexionas un momento, en seguida comprendes cuántos minúsculos detalles es necesario tener en cuenta. Fíjate en esos pájaros que vuelan bajo, casi rozando las olas, y en la marea que sigue su ciclo lunar, y en todos los astros del cielo que acompañan a la luna en sus movimientos. Es turbador pensar en todo eso…

– Beey [18] -le respondió el sacerdote-. Los dioses mantienen el mundo, y nuestro sagrado deber es mantener a los dioses. Con nuestra sangre y con nuestra carne.

Era un hombre viejo, tan delgado y reseco como una momia, pero sus palabras y sus gestos estaban cargados de vigor y certeza. Siguió hablando mientras miraba al guerrero itzá:

– Este hombre ha venido a ofrecerse en sacrificio, Halach Uinich, pero desconfío de él. Su pueblo es bárbaro. Los itzá queman puk ak para alimentar a los dioses, un humo miserable, mientras que ellos se atracan de manjares y se embotan la mente con el licor de pulque. El sacrificio es un deber sagrado, sin él la vida misma del universo se detiene.

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[15] Incienso obtenido a partir de las resinas de algunos árboles sagrados.

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[16] Señor Serpiente.

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[17] Hombre Verdadero.

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[18] Sí. Así es. Estoy de acuerdo.