Выбрать главу

– ¡Maravillosa perspectiva! Me alegra saber que lo tienes todo tan bien atado -exclamó Ahmed.

Lisán reconoció la ironía en sus palabras, pero no quiso seguir ese juego.

– Así es. Por eso ha sido providencial que nos encontráramos ayer en el zoco…

– ¿Por qué? -Ahmed alzó las cejas.

– Porque tengo previsto zarpar en una semana…

– ¿Una semana? -Ahmed no daba crédito a lo que acababa de oír-. No es posible, hermano, dime que eso no es cierto.

El faquih se acercó a su amigo y apoyó sus manos sobre los hombros de éste.

– Si Allah, alabado sea, quiere, en siete días partiré con la marea. Todo ha sido previsto en secreto. El barco que me llevará hasta el Otro Mundo está atracado en una cala oculta de la costa, cerca de Salawbiniya, y Baba ibn Abdullah lo está pertrechando para el viaje. Pensaba enviarte las planchas y su traducción, para que las guardaras e hicieras de ellas el uso que consideraras más conveniente… en caso de que yo no regresara…

– Haré lo que me pides, hermano, ya que no puedo disuadirte de que emprendas este viaje de locura.

Lisán inclinó la cabeza, en señal de gratitud, y dijo:

– Mis criados llevarán ahora mismo el cofre a tu casa.

– Dámelo a mi regreso, hermano, porque pienso acompañarte hasta la costa.

– ¿Con qué objeto?

– Sólo quiero conocer a ese tal Baba ibn Abdullah y comprobar qué clase de hombre es. Concédeme al menos eso.

– Si eso va a hacerte sentir más tranquilo -sonrió-, que así sea. Mandaré entonces a los criados para que traigan uno de tus caballos y para que adviertan a tu familia.

Un muchacho negro, de unos doce años, llegó por el camino de la Alhambra con la yegua favorita de Ahmed. El joven llevaba el pelo trenzado y atado con cintas de tela roja. Estaba encogido de frío, con los ojos amodorrados aún por acabar de despertarse.

Ahmed le preguntó:

– ¿Saben los de la casa que voy a estar fuera un par de días?

– Lo saben, mi señor -respondió el chico mientras se frotaba los ojos.

Sus mejillas estaban señaladas con unas abultadas marcas paralelas, las cicatrices tribales que había llevado desde su ceremonia de iniciación, poco antes de que fuera capturado por los traficantes. Pero Jamîl, ése era su nombre, ya no era un esclavo. Ahmed lo había adoptado como mawla, el lazo especial de parentesco que se establece con un esclavo liberado.

Ahmed vivía en una gran casa de la medina, situada no muy lejos del palacio de los Banu Sarray. [6] Tenía cuatro mujeres, una docena de hijos y un pequeño ejército de esclavos. A muchos de estos últimos había acabado liberándolos, como había hecho con Jamîl.

– Vas a acompañarme hasta la costa, Jamîl. Espero que pronto estaremos de vuelta.

Ignacio apareció un rato después, maldiciendo por lo bajo.

– ¿A qué distancia está la playa ésa? -rezongó mientras montaba en su caballo.

– Unas diez parasangas -le respondió el faquih.

El vizcaíno escupió y dijo:

– ¿Y eso qué cojones significa?

– Una parasanga es más o menos la distancia que tú puedes cubrir en una hora.

– Es decir, que tenemos para dos jornadas de camino.

– Temo que vayamos a hacerlo de un tirón. Quiero llegar a la costa hoy mismo.

– ¡Jodidos moros! -gruñó Ignacio. Espoleó con rabia su caballo.

Rodearon las impresionantes torres de la Alcazaba y descendieron por el camino que llevaba a la ciudad de Granada. Sin llegar a entrar en ella, se desviaron hacia el sur, por un estrecho sendero que corría paralelo al río Shenil.

Un poco somnolientos aún, siguieron el cauce del río, mecidos por el ritmo de los pasos de sus monturas y la monotonía del camino. En las márgenes la hierba era alta y apretada, salpicada de abrojos que las cabras arrancaban con los dientes. Era una de esas mañanas luminosas tan comunes en Granada, cuando el viento ha barrido toda impureza en el cielo y el aire baja fresco desde la Sierra Nevada. Avanzaron bajo las cumbres blancas del Yabal al-Taly, cruzándose de vez en cuando con mozos que descendían de las montañas con recuas de mulas cargadas de nieve prensada entre esteras de paja.

Ahmed, que cabalgaba junto a Lisán, no dejaba de hablarle a su amigo intentando que reconsiderara su idea de hacer un viaje tan arriesgado.

– Pero… ¿por qué? -le decía-. ¿Qué es lo que buscas, hermano? Poseías una de las mejores propiedades de Granada. Tus huertas eran la envidia de todos… En otro tiempo, claro. Porque ahora tus campos están en barbecho, y ni tus criados te tienen ya aprecio… ¿Por qué estás dilapidando lo que tu familia tardó tantas generaciones en levantar?

Pensativo, Lisán le dijo:

– Recuerda las palabras del sabio ibn Jaldún: en este mundo todo está sujeto al mismo proceso de elevación y degradación. Se dice que son necesarias cuatro generaciones para crear y dilapidar una fortuna familiar. Mi bisabuelo tuvo que experimentar los sufrimientos que llevaron a nuestra familia a una posición elevada. Mi abuelo aprendió de esas cualidades, pero ya no era lo mismo; tenía otros intereses, como bien sabes. La decadencia de estas tierras de labor empezó ya con él. Mi padre fue un gran viajero y su interés por el patrimonio de la familia fue tan escaso que no dudó en renunciar a todo y trasladarse a El Cairo, cuando el sultán mameluco le ofreció el puesto de qádi malikí en su corte.

– Y a ti te ha correspondido la tarea de dilapidar los últimos restos del esfuerzo de tu bisabuelo…

– Así es.

– Eso suena muy cínico. Y tú nunca has sido un cínico, hermano.

– No es cinismo, Ahmed, sino una justa valoración de lo que realmente es significativo. La tierra, las huertas, la riqueza… Todo eso parece ahora muy importante, pero ¿quién se acordará de nuestros linajes dentro de unos años? ¿Y en unos siglos? No ha de quedar ni un recuerdo de que una vez vivimos, amamos y luchamos sobre este suelo.

– ¿Por qué piensas de una forma tan desalentadora? La guerra contra los infieles…

– La guerra contra los infieles va mal. La mayoría de ellos son tan sucios, incultos y groseros como Ignacio, pero conservan algo que nosotros hemos perdido casi por completo.

– ¿Y qué es eso?

– Vitalidad. Curiosidad. Ansias de conquista. Una vez nos vimos impulsados por esa misma fiebre y levantamos un imperio para la gloria de Allah. Pero esos tiempos pasaron…

– ¿Eso es lo que buscas: la gloria? No eres un guerrero, hermano.

– No lo soy -admitió Lisán-. Y no busco la gloria. Busco emociones, busco reinos remotos con tradiciones extravagantes, dragones con las escamas doradas y fuego en su aliento, pájaros roc con el buche repleto de piedras preciosas, princesas cautivas de perversos ÿinns, cultos olvidados, hormigas del tamaño de perros que perforan sus túneles en minas de oro… Busco la riqueza, busco lo sorprendente… Y, quizá, sólo un poco más de sabiduría…

– Quizá la muerte.

– Es posible, pero ¿no crees que vale la pena intentarlo? El profeta Muhammad, que Allah lo bendiga y le conceda paz, dijo: «Buscad el conocimiento allí donde esté».

– Sin embargo, en sus imploraciones, también pedía a Allah: «En Ti busco refugio contra toda ciencia que no sea útil». Hermano, Allah no exige a sus fieles que entiendan los movimientos de los astros en el cielo, como tú haces, o que crucen el mar en busca de Otros Mundos… Él sólo nos pide que aprendamos a salvar nuestra alma.

– ¿Y si sólo puedes hallar la salvación de tu alma más allá del mar?

– Oh, hermano… Nunca darás tu brazo a torcer, ¿no es así?

– Ya me conoces -dijo Lisán con una sonrisa-. Y desde hace mucho tiempo.

Mucho tiempo, sin duda, admitió Ahmed para sí. Toda una vida. Sentía una gran ternura por su amigo; tan sabio y erudito para las cosas que podían encontrarse en los libros, tan poco dispuesto para el mundo real. Era difícil entender cómo mantenían esa amistad siendo ambos tan diferentes. El erudito y el mercader que habían crecido juntos, continuando el afecto que ya se profesaban sus padres. Ahmed había secundado todas las locuras juveniles de Lisán. Siempre había estado a su lado, como un fiel escudero.

– ¿Recuerdas aquella ocasión en la que construiste una gran vela de seda recubierta de plumas y tensada en un bastidor de madera? -preguntó Ahmed al cabo de un rato-. ¿Cuánto hace de eso? ¿Qué edad teníamos entonces?

– Catorce o quince años… Creo.

– Con ese artilugio te lanzaste desde lo alto de la Colina Roja, e intentaste volar… ¿Te acuerdas? -Ahmed soltó una risita-. Lo intentaste, pero tan sólo conseguiste planear a cierta distancia y romperte una pierna en el aterrizaje.

Ambos rieron mientras recordaban los detalles de aquel suceso. Mucha gente de la medina subió a la Colina Roja para presenciarlo y estuvo mofándose de ellos durante meses. Incluso alguien hizo una cancioncilla para festejar el acontecimiento: Lisán quiso aventajar al águila en su vuelo… pero no tenía más plumas que las de un buitre viejo, decía.

Para Lisán había sido un momento de gloria, a pesar de todo. Durante meses se había sentido el centro de todas las miradas, de todos los comentarios. ¿Qué preparará ahora?, susurraba la gente cuando lo veía pasar. Y a él le había gustado esa sensación.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces, hermano? -preguntó Lisán con la voz llena de melancolía-. ¿Años o sólo un momento? Entonces el tiempo avanzaba lentamente, como si navegáramos en medio de una calma chicha. En cambio ahora parece que cabalguemos sobre un camello desbocado que se dirige hacia un abismo.

– Un abismo. Tú lo has dicho, hermano. Porque temo que te estás metiendo en otra locura… en la que corres un peligro mayor que el de fracturarte algún hueso.

вернуться

[6] Abencerrajes.