Lisán hizo un gesto con la mano. Quería espantar todos aquellos temores.
– El tiempo es lo más valioso que nos ha regalado Allah. ¿Y qué hemos hecho con él hasta ahora? ¿Has cumplido todos tus sueños, Ahmed?
– Algunos. Y te aseguro que me considero un hombre feliz. Tengo mi casa en orden, tengo a mis esposas, a mis hijos…
Lisán asintió.
– Tú eres un hombre feliz, eso es evidente. Pero yo aún no he conseguido nada de eso. Tan sólo el recuerdo de muchos sueños que jamás se realizaron del todo…
– Deberías tomar esposa. Te lo he dicho mil veces: necesitas a una mujer a tu lado.
– Sin duda… -Lisán no quería volver sobre ese tema, que era recurrente para su amigo. Pero el recuerdo de unos ojos bellísimos y un encuentro fugaz en un sendero, apartado de la muchedumbre que llenaba el Multazam, [7] cruzó por su mente y la llenó de paz.
Ahmed insistió:
– Recuerda lo que dijo el poeta: Helada está la vida que transcurre sin ese dulce espíritu; podrida está la almendra que no se pierde en este almendrado misterioso…
– Cierto. Pero ahora no es el momento… Tengo la sensación de que Allah me ha reservado algo grande. Nada sucede por azar, tampoco el que yo encontrara esas planchas de plomo enterradas en los cimientos de mi casa… Él ha dispuesto las fichas sobre mi tablero y no puedo dar la espalda a los sueños de mi infancia… No ahora que al fin pueden realizarse.
– Ya no eres un niño, Lisán.
– Es cierto que he cumplido los cuarenta años, pero la misma fiebre que me decidió a saltar desde la Colina Roja sigue robándome el sueño. Quizá algunos no maduramos nunca.
Ahmed sacudió la cabeza y dio a su amigo por imposible.
– Quizá -dijo sonriendo.
Siguieron hacia la costa por un camino áspero y tortuoso.
Al atardecer, cerca del alfoz de Salawbiniya, se encontraron con una tropa de hombres armados. Les comunicaron que andaban haciendo la ronda porque una carabela de los infieles había sido avistada por el vigía desde la atalaya.
– Es mejor que pernoctéis en la ciudad -les aconsejó el que estaba al mando-. Mañana temprano podéis continuar vuestro camino.
– ¿Pensáis que pueden ser piratas? -preguntó Ahmed.
– Es una clara posibilidad.
Lisán llamó a su amigo a un aparte y le dijo:
– Tú y Jamîl id con ellos. Mañana mandaré buscaros.
– ¿Y tú vas a seguir el viaje, a pesar del peligro?
– No creo que se trate de piratas. Más bien el vigía ha debido de confundir nuestra nave con una carabela, pero no quiero que corras riesgo alguno.
– Si tú estás decidido a seguir, yo iré contigo.
Lisán asintió. Se volvió hacia el jefe de la tropa y agradeció su interés, pero le dijo que era preciso que continuaran su camino.
– Id con cuidado -aconsejó éste-. No son buenos tiempos para viajar de noche.
Continuaron. Al cabo de algo menos de una hora de marcha alcanzaron los acantilados que caían en picado sobre el mar. Se trataba de un escarpado promontorio que se extendía desde la misma orilla. Roca viva azotada por las olas hasta tal punto que había quedado porosa y con un filo como el de las aristas de hierro oxidado.
– Debemos subir por ahí para cruzar al otro lado -dijo Lisán, señalando la pendiente-. No hay otro modo de hacerlo desde tierra, así que sujetad bien los caballos para que no se asusten por el ruido del rompiente.
Treparon con cuidado por las rocas. Las olas se estrellaban bajo ellos y salpicaban espuma, formaban grandes remolinos en los intersticios. Ahmed caminaba, pensativo, al borde del acantilado. Las gaviotas revoloteaban y gritaban a su alrededor. Desde lo alto de esa barrera de piedra descubrió una larga cala arenosa. Las olas azotaban la parte exterior, pero en la interior tenía la apariencia de un estanque de agua cristalina. A lo lejos, vio una gran nave de velas cuadradas y otra menor con aparejo latino. Una carraca atracada junto a un jabeque. Allí estaban a salvo de miradas indiscretas, le explicó su amigo, pues la caleta se hallaba rodeada de pinos tan corpulentos que la ocultaban por completo a la vista desde el interior del país.
– Asombroso -dijo Ahmed, apoyándose en uno de los árboles para recuperar el resuello tras la subida-. ¿Cómo habéis encontrado este lugar?
– Baba ibn Abdullah sabía de él -respondió Lisán.
Comenzaron a descender por la ladera opuesta de la colina, hacia la franja de arena que se interponía entre el acantilado y el mar.
9
Habían levantado un curioso campamento en la playa. Tiendas improvisadas con el velamen de las naves ancladas, en cuyas grandes superficies de lona se reflejaba de forma asombrosa la luz anaranjada de algunas antorchas clavadas en la arena.
Apenas pisaron la playa, dos hombres armados con alabardas se acercaron a ellos.
– ¿Qué buscáis aquí? -dijo el más flaco con la cara cubierta de cicatrices de viruela.
Lisán no lo conocía, ni al tipo de aspecto simiesco que lo acompañaba. Quizás acababan de llegar con la dotación de la carraca.
– As-salamu alaykum. -La mano al pecho, a la boca y a la frente-. Mi nombre es Lisán al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin. Creo que Baba ibn Abdullah me está esperando.
El de la viruela sonrió, mostrando una sucia dentadura llena de mellas.
– Claro, nos advirtió que llegaríais -dijo-, pero andan las cosas un poco revueltas y no está de más tomar precauciones, ¿verdad?
– Lo encuentro muy apropiado -asintió Lisán.
Se encaminaron juntos hacia el campamento de tiendas.
Ahmed le dirigió a su amigo una mirada interrogativa y éste se limitó a encogerse de hombros. Atravesaron el campamento, esquivando las sogas que tensaban las tiendas y los cuerpos desparramados por la arena. Todos los hombres allí reunidos tenían el mismo aspecto ruin de los dos guardias. Un puñado de turcos extraídos de remotas y atrasadas tribus fronterizas, que ahora miraban con descaro a aquellos dos andalusíes acompañados por un viejo infiel y un muchacho negro.
Entre las tiendas había una pequeña mesa de madera llena de papeles, iluminada por una lámpara de aceite de oliva que colgaba de un poste clavado en la arena. Un hombre estaba inclinado sobre la mesa. A Ahmed le pareció tan alto y flaco como el poste del candil. Alzó la vista hacia ellos y, sonriendo bajo su amplio mostacho, saludó:
– As-salamu alaykum, Lisán al-Aysar, y los que te acompañan. -Su rostro parecía dividido en dos por aquel impresionante bigote-. Me alegra volver a verte, faquih.
– Alaykum salam, Baba ibn Abdullah. Quiero presentarte a mi hermano, Ahmed al-Sagir ibn Yusuf ibn Nadîm.
Si la presencia de éste disgustó de alguna forma al mameluco, no lo demostró en modo alguno. Repitió su bienvenida para Ahmed, con igual cortesía y sin dejar de sonreír. Vestía como un hombre rico; usaba una loriga oscura que le llegaba a las rodillas y sobre ella un peto de cuero hervido, adornado con el relieve de un dragón. Una cadena de oro colgaba de su cuello, pero lo que fuera que sujetaba quedaba oculto bajo sus ropas. Iba tocado con un ostentoso turbante mameluco, que lucía una pluma de faisán sujeta por un broche. Su mimsa y su alfanje colgaban de su cinto y, al advertir la mirada que Ahmed dirigía a las armas, explicó:
– Hay una razia de piratas infieles por la comarca.
– Estamos enterados… -dijo Lisán-. Pero pensé que la llegada de la carraca podría haber confundido a los lugareños.
– No. Una nave de infieles anda rondando la costa -dijo Baba-. Dragut fue advertido cuando acudió a comprar provisiones a una aldea cercana y luego la hemos divisado nosotros mismos.
Dragut era el hombre con el rostro picado de viruelas.
– No es fácil entenderse con la gente de aquí -masculló-, parlotean en el dialecto más ridículo que he oído nunca.
Su vocabulario no era menos extraño, consideró Lisán, pues las palabras en árabe las mezclaba con expresiones en osmanlí y persa.
– Ahora es tarde -dijo Baba-, os propongo que vayáis a descansar. Mañana os mostraré la carraca.
– Me parece bien -dijo Lisán, pues se sentía agotado por el viaje y los ojos de su amigo le indicaban que él también lo estaba.
Lisán y Ahmed tuvieron que esperar un momento frente a su tienda, hasta que Jamîl terminó de improvisar sus lechos con varias mantas que les dejaron los turcos. En el interior los esperaba un jarro de agua no muy fresca y dátiles. Pero estaban tan cansados y hambrientos que comieron y bebieron como si se tratara del más exquisito adiafa.
Más tarde, Ahmed se tumbó sobre las mantas con un puñado de dátiles en la mano y dijo a su amigo:
– Esto no me gusta nada, hermano.
– Me lo estaba imaginando. Pero ¿a qué te refieres exactamente…?
– Son muchas cosas… ¿No hubiera sido mejor atracar esas dos naves en el puerto de Salawbiniya y evitarnos todas estas incomodidades? ¿Por qué nos hemos arriesgado a continuar el viaje, rechazando la ayuda de la ronda?
– Si hubiéramos atracado en Salawbiniya, tendríamos que haber informado al alcaide sobre nuestro destino.
– ¿Y qué? -se extrañó Ahmed.
– Él podría dar cuenta de nuestra presencia en el puerto, y esto llegar a oídos de Abu al-Qasim Bannigas.
– ¿De verdad piensas que el Gran Visir intentaría retenerte?
– Quizá. Si tuviéramos éxito esto supondría una amenaza para los genoveses, ¿no crees? Y si de verdad al-Qasim está aliado con ellos…
– Hermano, las cosas están cambiando… Si los portugueses persisten en su empeño de ir más allá de Guinea, acabarán por romper el monopolio de Venecia. Los genoveses serán entonces los más interesados en encontrar una ruta alternativa que puedan explotar. Piénsalo, no tienen motivo alguno para impedirlo. Más bien al contrario.
– Pero me hicieron prisionero cuando acudí a pedirles ayuda. Lo más probable es que de no ser por la intervención de Baba ahora estaría muerto.
Ahmed al-Sagir se rascó la barbilla.
– Tú mismo lo dijiste -señaló al cabo de un rato-, estaban investigando la posibilidad de que tu propuesta no fuera una locura. No podían dejarte ir, sin más, y que buscaras auxilio en los venecianos.