Dave sonrió, lanzó la pelota por encima de él y la cogió sin ni siquiera mirarla; luego añadió:
– Sin embargo, has hecho un lanzamiento muy bueno.
– ¿De verdad?
– Hijo, esa cosa ha salido volando hacia la colina, directo a la zona alta de la ciudad.
– A la zona alta -repitió Michael, y soltó otra risa como las de su madre.
– ¿Quién se va a la zona alta?
Ambos se dieron la vuelta y vieron a Celeste de pie junto al porche trasero. Llevaba el pelo recogido, los pies descalzos, y una de las camisas de Dave le colgaba por encima de unos pantalones vaqueros descoloridos.
– ¡Hola mamá!
– ¡Hola, preciosidad! ¿Te vas a la zona alta con tu padre?
Michael se quedó mirando a Dave. De repente se había convertido en un chiste privado. Se rió con disimulo y contestó;
– No mamá.
– ¿Dave?
– Se trata de la pelota, cariño. De la pelota que acaba de lanzar.
– ¡Ah, la pelota!
– Le dio de pleno. Papá sólo fue capaz de pararla porque es muy alto.
Dave sentía que Celeste lo observaba incluso cuando ésta tenía los ojos puestos en Michael. Le observaba y esperaba como si deseara preguntarle algo. Recordó cómo la noche anterior le había susurrado: «Ahora formo parte de ti y tú de mí» con voz ronca, mientras se levantaba del suelo de la cocina para asirle del cuello y acercar los labios a su oído.
Dave no tenía ni idea de lo que le estaba hablando, pero le gustó el sonido; además, la ronquera de sus cuerdas vocales había hecho que alcanzara un orgasmo más intenso.
Sin embargo, en ese momento tenía la sensación de que sólo se trataba de uno más de los intentos de Celeste de adentrarse en su cabeza y fisgar; eso le cabreaba, ya que una vez que alguien se metía allí dentro, no le gustaba lo que veía y se iba corriendo.
– ¿Qué te pasa, cariño? -le preguntó Dave.
– ¿Eh? Nada -se estrechó el cuerpo con los brazos a pesar de que la temperatura aumentaba con rapidez-. Mike, ¿ya has almorzado?
– Aún no.
Celeste frunció a Dave el entrecejo, como si fuera el peor de los crímenes que Michael se hubiera puesto a golpear pelotas antes de haber obtenido el azúcar necesario que le aportaban los cereales de color carmesí que solía comer.
– Te he llenado la taza y la leche está en la mesa.
– ¡Estupendo! ¡Tengo un hambre que me muero!
Michael soltó el bate y Dave sintió que le traicionaba al dejar el bate de aquel modo e irse corriendo hacia las escaleras. «¿Que te morías de hambre? ¿Qué pasa? ¿Te he tapado la boca para que no me lo pudieras decir? ¡Joder!»
Michael echó a trotar al lado de su madre y subió las escaleras que llevaban al tercer piso con tal velocidad que daba la impresión que éstas iban a desaparecer si no llegaba hasta arriba con la suficiente rapidez.
– ¿No vas a almorzar Dave?
– ¿Vas a dormir hasta el mediodía, Celeste?
– Solo son las diez y cuarto- respondió celeste.
Dave sintió que toda la buena voluntad que habían conseguido infundir a su matrimonio con la locura de la noche anterior en la cocina se convertía en humo y se alejaba más allá de su propio jardín.
Hizo un esfuerzo por sonreír. Si uno conseguía aparentar que la sonrisa era auténtica, nadie podía llegar hasta él.
– ¿Qué pasa, cariño?
Celeste bajó hasta el jardín y sus pies descalzos se veían de un tono color castaño claro sobre la hierba.
– ¿Qué hiciste con el cuchillo?
– ¿Qué?
– Con el cuchillo -susurró, volviendo la cabeza hacia la ventana del dormitorio de los McAlister-. Con el cuchillo del atracador. ¿Dónde fue a parar, Dave?
Dave lanzó la pelota al aire, la cogió por detrás de la espalda, y respondió:
– Ha desaparecido.
– ¿Desaparecido? -se mordió los labios y se quedó mirando el suelo-. Lo que quiero decir es que… ¡Mierda, Dave!
– ¿Qué pasa, cariño?
– ¿Dónde ha desaparecido?
– No lo sé.
– ¿Estás seguro?
Dave no tenía ninguna duda. Sonrió, le miró a los ojos y contestó:
– Del todo.
– Piensa que tiene rastros de tu sangre. Tu ADN, Dave. ¿Está tan «desaparecido» que nadie sea capaz de encontrarlo nunca?
Dave no podía responderle, así que simplemente se quedó mirando a su mujer con la esperanza de que cambiara de tema.
– ¿Has ojeado el periódico de la mañana?
– ¡Claro! -contestó.
– ¿Has visto algo?
– ¿De qué?
– ¿Cómo que de qué? -siseó Celeste.
– ¡Ah…Ah, sí! -Dave negó con la cabeza-. No, no había nada. Ni lo mencionaban. Recuerda, cariño, que era muy tarde.
– Era tarde. ¡Venga, hombre!
Las páginas del Metro siempre eran las ultimas en salir, pues siempre esperaban los últimos informes de la policía.
– ¿Ahora trabajas para un periódico?
– No es para tomárselo a broma, Dave.
– No, no lo es, cariño. Sólo te estoy diciendo que no aparece en el periódico de la mañana. Eso es todo. ¿ Por qué? Pues no lo sé. Ya veremos las noticias del mediodía, a ver si dicen algo.
Celeste volvió a mirar hacia el suelo, asintió con la cabeza varias veces, y le preguntó:
– ¿De verdad crees que van a decir algo, Dave?
Dave se alejó un poco de ella.
– Quiero decir, sobre un tipo negro que fue encontrado medio muerto en el aparcamiento de delante de… ¿de dónde era?
– De… eh… El Last Drop
– ¡Ah, el Last Drop!
– Sí, Celeste.
– ¡De acuerdo, Dave! -exclamó-. ¡Claro!
Y le dejó allí. Le dio la espalda y subió las escaleras que llevaban al porche, entró, y Dave prestó atención al ruido suave de sus pies descalzos al subir la escalera.
Eso era lo que hacían. Te abandonaban. Tal vez no lo hicieran siempre físicamente, pero, ¿emocionalmente, mentalmente? Nunca estaban allí cuando les necesitabas. Con su madre le había sucedido lo mismo. La mañana después de que la policía le hubiera llevado a casa, su madre le había preparado el desayuno, de espaldas a él, tarareando Old MacDonald [5], y de vez en cuando se volvía a mirarle y le obsequiaba con una sonrisa nerviosa, como si fuera un huésped del que no se fiara.
Le había colocado el plato de huevos a medio hacer, de tocino carbonizado y de tostadas medio crudas delante de él, y le había preguntado si quería zumo de naranja.
– Mamá -le había dicho-. ¿Quiénes eran aquellos tipos? ¿Por que se me…?
– Davey -le había respondido ella-, ¿quieres zumo de naranja? No te he oído.
– Claro. Mira, mamá, no entiendo por qué…
– ¡Ya volvemos con lo mismo! -Le había colocado el vaso de zumo delante-. Cómete el desayuno y yo me voy a… -Había agitado las manos en el aire sin tener ni la más remota idea de lo que iba a hacer… – lavar la ropa, ¿de acuerdo? Después, Davey, nos iremos al cine. ¿Qué te parece?
Dave se había quedado mirando a su madre, esperando encontrar algo que le hiciera abrir la boca y contarle lo del coche, lo de la casa en el bosque y el olor a loción de después del afeitado del tipo más grande. Pero sólo había encontrado esa mirada de alegría y de regocijo que a veces tenía cuando se preparaba para salir el viernes por la noche, e intentaba encontrar la ropa adecuada para ponerse, desesperada en su esperanza.
Dave había bajado la cabeza y se había comido los huevos. Había oído cómo su madre se alejaba de la cocina, tarareando Old MacDonald por el pasillo.
De pie en el jardín, con un gran dolor en los nudillos, seguía oyendo la canción. El viejo MacDonald tenía una granja. Allí todo era estupendo. Uno cultivaba la tierra y labraba, sembraba y cosechaba, y lodo era maravilloso. Todo el mundo participaba, incluso las gallinas y las vacas, y a nadie le hacía falta hablar de nada porque allí no sucedía nada malo, y nadie tenía secretos porque los secretos eran para la gente mala, para la gente que no se comía los huevos, que se subía en coches que olían a manzana y que se marchaban con hombres desconocidos y que tardaban cuatro días en aparecer, para volver a casa y encontrarse con que la gente que conocía también había desaparecido, y había sido reemplazada por gente de apariencia similar que no dejaba de sonreír y que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por uno, a excepción de escucharle. Cualquier cosa menos eso.