– ¡Bobby, Bobby, Bobby! -Roman suspiró y guiñó el ojo a su novia antes de volver a mirar a Whitey y a Sean-. A Bobby le arrestaron por conducir en estado de embriaguez el viernes por la noche. -Roman tomó otro sorbo de su capuchino y al fin se lo contó-. Ha pasado todo el fin de semana en la cárcel, sargento -movió el dedo de un lado a otro entre ellos-. ¿La policía ya no se ocupa de comprobar esas cosas?
Cuando los policías les comunicaron por radio que Brendan Harris había regresado a casa con su madre, Sean empezaba a sentir cómo el cansancio de todo el día le llegaba hasta los mismísimos huesos. Sean y Whitey llegaron allí a eso de las once y se sentaron en la cocina con Brendan y su madre, Esther; Sean pensó que, gracias a Dios, ya no construian pisos como aquéllos. Parecía sacado de algún antiguo programa televisivo, de los Honeymooners [9], tal vez, que sólo pudiera apreciarse de verdad si se veía en un televisor en blanco y negro y en una pantalla de trece pulgadas que cacareara por la corriente y por una deficiente recepción. Era un piso que se asemejaba a una vía férrea: habían eliminado la puerta de entrada y cuando uno salía de la escalera iba a parar directamente a la sala de estar. Pasada la sala, a la derecha había un pequeño comedor que Esther Harris usaba como dormitorio; sus cepillos, los peines y su colección de cremas estaban apilados en una estantería a punto de desmoronarse. Un poco más allá, estaba el dormitorio que Brendan compartía con su hermano, Raymond.
A la izquierda de la sala de estar había un pequeño pasillo con un desproporcionado cuarto de baño que salía desde la derecha, y después estaba la cocina, encajada en un espacio en el que el sol sólo debía de tocar unos cuarenta y cinco minutos al día, a media tarde. La cocina estaba decorada con diferentes tonalidades de verde descolorido y de amarillo grasiento; Sean, Whitey, Brendan y Esther se sentaron junto a una pequeña mesa con las patas de metal, a las que les faltaban tornillos en las junturas. La superficie de la mesa estaba cubierta por un hule adhesivo amarillo y verde con dibujos de flores; se despegaba por las esquinas y en el centro faltaban unos cuantos trozos del tamaño de una uña.
Daba la impresión de que Esther encajaba a la perfección. Era pequeña y de facciones marcadas, y tanto podría tener cuarenta como cincuenta y cinco años. Olía a jabón barato y a humo de cigarrillo, y su horrible pelo azulado hacía juego con las venas azules igualmente horribles que le recorrían los antebrazos y las manos. Llevaba una sudadera de color rosa descolorido por encima de unos pantalones vaqueros y de unas pantuflas peludas de color negruzco. Fumaba Parliaments sin parar y miraba a Sean y a Whitey hablar con su hijo como si, por mucho que lo intentara, no le interesase en lo más mínimo, aunque seguía allí porque no tenía ningún sitio mejor al que ir.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Katie Marcus? -preguntó Whitey a Brendan.
– La mató Bobby, ¿verdad? -declaró Brendan.
– ¿Bobby O´Donnell? -preguntó Whitey.
– Sí.
Brendan manoseaba la superficie de la mesa. Parecía encontrarse en estado de shock. Hablaba con un tono de voz monótono, pero de repente respiraba con brusquedad y el lado derecho del rostro se le fruncía como si alguien le estuviera apuñalando el ojo.
– ¿Qué le hace pensar eso? -preguntó Sean.
– Ella le tenía miedo. Había salido con él, y ella siempre decía que si se enteraba de lo nuestro, nos mataría a los dos.
En ese momento Sean echó un vistazo a la madre, suponiendo que ésta reaccionaría de alguna manera, pero siguió fumando, expulsando bocanadas de humo y envolviendo toda la mesa en una nube de color gris.
– Parece ser que Bobby tiene una coartada -apuntó Whitey-. ¿Y tu, Brendan?
– Yo no la maté -respondió Brendan, con cierto atontamiento-. No sería capaz de hacer daño a Katie. Nunca.
– Bien, volvamos a ello -insistió Whitey-. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
– El viernes por la noche.
– ¿A qué hora?
– No sé, a eso de las ocho.
– ¿A las ocho, o a eso de las ocho, Brendan?
– No lo sé. -Brendan tenía el rostro retorcido por una ansiedad que Sean, al otro lado de la mesa, percibía. Apretaba las manos con fuerza y se balanceaba un poco en la silla-. Sí, a las ocho. Nos tomamos un par de copas en Hi-Fi, ¿de acuerdo? Y después… ella tenía que marcharse.
Whitey apuntó «Hi-Fi, 20:00, viernes» en su libreta, y le preguntó:
– ¿Adónde tenía que ir?
– No lo sé -contestó Brendan.
La madre estrujó otro cigarrillo sobre el montón que había erigido en el cenicero; uno de los cigarrillos apagados se prendió y una espiral de humo se elevó del montón y serpenteó hasta la ventana derecha de la nariz de Sean. Esther Harris se encendió otro cigarrillo de inmediato y Sean se hizo una imagen mental de sus pulmones: rugosos y negros como el ébano.
– Breandan, ¿cuántos años tienes?
– Diecinueve.
– ¿Cuándo acabaste los estudios de secundaria?
– Estudios -repitió Esther.
– Yo, bueno…me saqué el título de Secundaria el año pasado-. Respondió Brendan
– Entonces, Brendan- dijo Whitey- ¿no tienes ni idea de adónde fue Katie después de salir del Hi-Fi?
– No -contestó Brendan, la palabra se le secó en la garganta y los ojos estaban cada vez más rojos-. Había salido con Bobby y él estaba como loco; además, por el motivo que sea, no le caigo bien a su padre, por lo que teníamos que mantener nuestra relación en secreto. A veces no me decía adónde iba, ya que supongo que iba a encontrarse con Bobby para convencerle de que lo suyo había terminado. No lo sé. Esa noche me dijo que se iba a casa.
– ¿No le caes bien a Jimmy Marcus? -preguntó Sean-. ¿Por qué?
Brendan se encogió de hombros y respondió:
– No tengo ni la más remota idea. Pero dijo a Katie que no quería que se acercara a mí.
– ¿Qué? -exclamó la madre-. ¿Ese ladrón se cree que es mejor que mi familia?
– No es un ladrón -apuntó Brendan.
– Era realmente un ladrón -insistió la madre-. Eso, por muchos títulos que tengas, no lo sabías, ¿verdad? Siempre había sido un ladrón de pacotilla. Y su hija, con toda probabilidad, habría heredado sus mismos genes. Habría sido igual de mala. Considérate afortunado, hijo.
Sean y Whitey intercambiaron miradas. Esther Harris era, sin lugar a dudas, la mujer más despreciable que Sean jamás hubiera conocido. Era mala de verdad.
Brendan Harris abrió la boca para contestar a su madre, pero la volvió a cerrar.
– Katie llevaba folletos de Las Vegas en su mochila -declaró Whitey-. Nos han contado que tenía intenciones de irse allí. ¿Contigo, Brendan?
– Nosotros -Brendan mantuvo la cabeza baja-, nosotros, sí, nos ibamos a ir a Las Vegas. Teníamos intención de casarnos, hoy precisamente.- Alzó la cabeza y Sean vio cómo las lágrimas brotaban desde sus ojos enrojecidos. Brendan se las secó con la palma de la mano antes de que le resbalaran por las mejillas-. Eso era lo que habíamos planeado, ¿vale?
– ¿Pensabas abandonarme?- exclamó Esther Harris-. ¿Pensabas irte sin decirme nada?
– Mamá, yo…
– ¿Igual que tu padre? Ya veo. ¿Pensabas dejarme con tu hermano pequeño, ese que nunca dice nada? ¿Es eso lo que pensabas hacer, Brendan?
– Señora Harris -interrumpió Sean-, sería conveniente que nos concentráramos en el tema que nos ocupa. Brendan podrá explicárselo más tarde.
Le lanzó una de aquellas miradas a Sean que éste había visto en muchos presos habituales y en algunos psicópatas de tres al cuarto, una mirada que indicaba que en ese momento ni siquiera valía la pena prestarle atención, pero que si la hacía enfadar, lo solucionaría dejándole cubierto de morados.
Volvió a mirar a su hijo y exclamó:
– ¿Pensabas hacerme eso? ¿Eh?
– Mira, mamá…
– ¿Que mire, qué? ¿Que mire, qué? ¿Eh? ¿Qué te he hecho yo para que me trates así? ¿Eh? ¡Lo único que he hecho es criarte, darte de comer y comprarte aquel saxofón para navidades que nunca has aprendido a tocar! ¡Aún no lo has sacado del armario, Brendan!