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— Comment, Monsieur? —preguntó ella.

—¡Qué sandez! —repitió, mientras se detenía en la esquina, cejijunto, obstruyendo el paso.

Tuvo la confusa sensación de que todo había sido puesto al revés, de forma que era preciso leerlo en sentido inverso si se quería comprender; era una sensación carente de todo dolor o asombro; era, sencillamente, algo oscuro y detectable tan sólo a medias que, sin embargo, se acercaba a él suave, sin ruido. Y allí se quedó plantado, inmerso en una especie de estupor soñoliento, desesperado, sin siquiera tratar de evitar aquel impacto fantasmagórico, como si fuese algún fenómeno curioso que nada malo pudiera hacerle en tanto durase su estupor.

«Imposible», se dijo de pronto. Y se le ocurrió una idea extraña y retorcida; siguió su hilo con toda calma, con todo detalle, como si fuera algo que debiera estudiarse sin miedo. Se volvió en redondo, derribando casi a una niñita que llevaba un delantal negro, y rehizo el camino que acababa de seguir.

Conrad, que había estado escribiendo en el jardín, fue a su estudio de la planta baja en busca de un libro de notas que necesitaba y dedicábase a buscarlo en el pupitre, junto a la ventana, cuando vio la cara de Albinus mirándole desde fuera. «¡Qué pelmazo! —pensó de inmediato—. ¿Es que no va a dejarme en paz? Siempre aparece cuando menos se le espera.»

—Óigame, Udo —dijo Albinus con una voz extraña, como barbotada—. Olvidé preguntarle. ¿De qué hablaban en el autobús?

—¿Cómo dice? —preguntó Conrad.

—¿De qué hablaban aquellos dos en el autobús? Dijo usted que fue una experiencia fascinante.

—¿Una qué? —preguntó Conrad—. ¡Oh, sí!, ya entiendo. Bueno, fue fascinante en un cierto sentido; eso es. Yo quería ponerle a usted un ejemplo de cómo se comportan los alemanes cuando creen que nadie los entiende. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

Albinus asintió.

—Pues bien —dijo Conrad—, fue la más vulgar, la más escandalosa y la más sucia jerga de amor que he oído en mi vida. Aquellos amigos suyos hablaban tan libremente del amor como si estuvieran solos en el Paraíso, un Paraíso bastante grosero, temo decir.

—Udo, ¿puede usted jurar lo que está diciendo?

—¿Cómo dice?

—¿Está usted completa, completamente seguro de lo que dice?

—Pues claro. Pero, veamos, ¿de qué se trata? Espere usted un segundo; salgo al jardín. No le entiendo bien a través de la ventana.

Dio con su libro de notas y salió fuera.

—Hola. ¿Dónde está usted? —exclamó.

Albinus había desaparecido. Conrad salió a la carretera. No..., se había marchado.

—Me pregunto —murmuró Conrad—, me pregunto, Dios mío, si he metido a este hombre en un lío... ¡El verso asqueroso! ¿He dicho: «mío, nara-nara-ná, lío?» ¡Asqueroso!

30

Albinus cruzó el bulevar sin apresurar su paso uniforme y llegó al hotel. Entró en su habitación, en la habitación de los dos. Estaba vacía, la cama deshecha; habían derramado un poco de café y en la blanca alfombra relucía una cucharita de metal. Con la cabeza inclinada observó aquel punto brillante. Desde el jardín le llegó la risa aguda de Margot.

Se asomó a la ventana. Ella caminaba al lado de un joven de pantaloncitos blancos, y la raqueta que blandía mientras hablaba reverberó como el oro bajo el sol. Su acompañante vio a Albinus en la ventana del tercer piso. Margot miró hacia arriba y se detuvo.

Albinus le hizo una seña, indicándole que subiera. Ella asintió con la cabeza y, desandando perezosamente el camino de gravilla, se dirigió hacia los macizos de adelfas que flanqueaban la entrada.

Apartándose de la ventana, Albinus, en cuclillas, registró su maleta, pero, recordando en aquel momento que lo que buscaba no estaba allí, acercóse al armario y metió la mano en el bolsillo de su abrigo color azafrán. Examinó rápidamente lo que había extraído, para ver si estaba cargado: luego se apostó tras la puerta.

Tan pronto como Margot le abriese, dispararía. No iba a molestarse en hacer preguntas. Todo estaba tan claro como la muerte y, con una especie de repugnante precisión, encajaba con el molde lógico de las cosas. Le habían engañado astutamente, artísticamente. Ella debía morir en el acto.

Mientras se hallaba a la espera, siguió imaginariamente su trayecto: ahora entraba en el hotel; ahora subía en el ascensor... Prestó oído al rechinar de sus tacones a lo largo del corredor. Pero su imaginación se había adelantado a ella. Todo estaba en silencio. Tenía que empezar de nuevo. Miró la pistola automática, y ésta antojósele una continuación natural de su mano, que estaba rígida y esperando descargarse: sentía un placer casi sensual ante la idea de oprimir el curvo gatillo.

Estuvo a punto de disparar a la blanca puerta cerrada al percibir el ligero sonido de sus suelas de goma (claro, llevaba zapatos de tenis, no había tacones que rechinaran... ¡Ahora!), pero en aquel momento oyó otros pasos.

—¿Me permite la señora que coja la bandeja? —preguntó una voz francesa tras la puerta.

Margot entró al mismo tiempo que la camarera. Inconscientemente, Albinus deslizó el revólver en su bolsillo.

—¿Qué querías? —preguntó Margot—. Pudiste haber bajado, ¿sabes?, en vez de llamarme tan groseramente.

Él no contestó; limitábase a mirarla,con la cabeza inclinada; mientras, la camarera ponía los cacharros en la bandeja y recogía la cucharilla. Levantó la bandeja y, después de inclinarse, salió, cerrando la puerta tras ella.

—¿Qué ha pasado, Albert?

Él introdujo la mano en el bolsillo. Margot, contrayéndose dolorida, se dejó caer en una silla junto a la cama y, agachando su cuello, tostado por el sol, empezó a deshacer rápidamente las lazadas de sus zapatos blancos. Él miró su cabeza morena, su pelo brillante de puro negro, la sombra azulina de la nuca donde el cabello había sido afeitado. Imposible disparar mientras se descalzaba. Tenía una llaga justamente por encima del talón y la sangre había empapado el calcetín blanco.

—Es absurdo; hay que ver cómo la raspo cada vez —dijo ella con mucha calma, levantando la cabeza.

Vio la pistola negra que Albinus empuñaba.

—No juegues con eso, tonto —dijo con toda indiferencia.

—Ponte en pie —murmuró Albinus asiéndola de la muñeca.

—No quiero —dijo Margot sacándose el cajetín con la mano libre—. Déjame. Fíjate cómo se me ha pegado al pie.

El la zarandeó tan violentamente que trepidó la silla. Ella se agarró al borde de la cama y empezó a reír.