—Por favor, mátame —dijo—. Será igual que en aquella comedia que vimos, con la negra y la almohada, y yo soy tan inocente como ella.
—Mientes —bisbiseó Albinus—. Tú y el canalla. Todo un engaño, una pa... pa... tra-ña y...
Le estaba temblando el labio superior. Hizo un esfuerzo para dominar su creciente tartamudeo.
—Hazme el favor de bajar eso. No pienso hablar contigo hasta que lo hagas. No sé lo que ha ocurrido ni quiero saberlo. Sólo sé una cosa: te soy fiel, te soy fiel...
—Está bien —dijo Albinus roncamente—. Puedes decir lo que desees. Pero, después, morirás.
—No tienes por qué matarme, querido, no tienes por qué, te lo aseguro.
—Sigue. Habla.
«Si pudiese llegar hasta la puerta —pensó ella—, sería fácil salir. Gritaría, y... Pero eso lo estropearía todo...»
—No podré hablar mientras empuñes la pistola. Apártala, por favor.
«... o quizá pudiera arrancársela de la mano...»
—No —dijo Albinus—. Ante todo tienes que hablar. Me han informado. Lo sé todo... Lo sé todo... —repitió con voz quebrada, caminando por la habitación, arriba y abajo, golpeando los muebles con la palma de la mano—. Lo sé todo. Se sentó detrás de vosotros en aquel autobús y os comportasteis como amantes. ¡Oh, por descontado, te mataré!
—Sí, ya me lo supuse —dijo Margot—. Sabía que no querrías comprender. ¡Por el amor de Dios, baja eso, Albert!
—¿Qué hay que comprender? —gritó Albinus—. ¿Qué explicación puedes darme?
—En primer lugar, Albert, sabes muy bien que no le gustan las mujeres.
—¡Cállate! —aulló Albinus—. Eso es un embuste infame, una mentira canallesca, desde el principio.
«Si grita, ha pasado el peligro», pensó Margot.
—Pero, ¡si, de verdad, no le gustan las mujeres! —continuó ella—. Una vez, en broma, le propuse: «Mira, vamos a ver si puedo hacerte olvidar a tus chicos.» ¡Oh!, los dos sabíamos que era una broma. Eso fue todo, eso fue todo, querido.
—Es una mentira absurda. No la creo. Conrad os vio; el coronel francés os vio; sólo yo estuve ciego.
—Porque yo le tomé el pelo a menudo de esa forma —dijo Margot amablemente—. Era divertidísimo. Pero no volveré a hacerlo, si te contraría.
—¿De forma que me engañaste sólo por hacer una broma? ¡Qué sucio!
—¡Yo no te he engañado, ni mucho menos! ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? Él no hubiera sido capaz de ayudarme a engañarte. Ni siquiera nos besamos: incluso eso nos hubiera repugnado a los dos.
—¿Y si le interrogo, no en tu presencia, por descontado, no en tu presencia?
—Hazlo. Te dirá exactamente lo mismo. Lo único que conseguirás interrogándole es hacer el ridículo.
Siguieron hablando de esta forma durante una hora. Margot, gradualmente, iba ganando la partida. Pero, por último, no pudo soportarlo más y tuvo un ataque de histeria.
Se echó en la cama con su vestido blanco de tenis y un pie descalzo y, mientras se iba sosegando paulatinamente, lloró sobre la almohada.
Albinus se sentó en una silla junto a la ventana; fuera brillaba el sol y alegres voces inglesas flotaban de un lado a otro del campo de tenis. Mentalmente revisó todos los episodios, hasta el más insignificante, desde el principio de su relación con Rex, y entre ellos algunos quedaban envueltos en una luz lívida, aquella misma luz que se había esparcido sobre toda su existencia. Algo se había destruido para siempre; a despecho de toda la persuasión que Margot pusiera en demostrarle que le había sido fiel, todo quedaría en adelante teñido por una ponzoñosa sombra de duda.
Se puso en pie, cruzó la habitación y, acercándose a la cama, miró el talón de ella, rosado, lleno de estrías, cubierto por una delgada capa de ungüento oscuro (¿cuándo se las había arreglado para embadurnarse con aquello?); miró su pantorrilla, tostada por el sol, delgada pero firme, y pensó que podría matarla, pero no separarse de ella.
—Muy bien, Margot —dijo lóbregamente— Te creo. Pero tienes que levantarte inmediatamente y cambiarte de ropa. Vamos a hacer el equipaje y a marcharnos de aquí. No estoy físicamente preparado para enfrentarme ahora con él; no respondo de mí mismo. No porque crea que me hayas engañado, no, no es por eso, sino, simplemente, porque me siento incapaz de hacerlo; me lo he imaginado todo demasiado vívidamente, y..., bueno, no importa... Vamos, levántate...
—Dame un beso —dijo Margot suavemente.
—No, ahora no. Quiero salir de aquí lo antes posible... He estado a punto de matarte en esta habitación, y ten por seguro que te mataré si no hacemos nuestro equipaje en el acto, ¡en el acto!
—Como quieras —dijo Margot—. Pero, por favor, recuerda que me has insultado, a mí y al amor que te tengo, de la peor forma posible. Supongo que comprenderás esto más adelante.
Rápida y silenciosamente, sin mirarse el uno al otro, dispusieron las maletas. Luego, el mozo vino a buscarlas.
Rex estaba jugando al póquer en la terraza con un par de americanos y un ruso, a la sombra de un eucalipto. Aquella mañana tenía la suerte en contra. Estaba pensando en hacer alguna trampa en la próxima mano o acaso usar, de una cierta forma que él conocía, el espejo que guardaba en el interior de su pitillera (pequeñas trampas que le desagradaban y a las que sólo recurría cuando jugaba con principiantes), cuando, de pronto, tras los magnolios, en la pista de autos próxima al garaje, vio el coche de Albinus. El coche maniobró torpemente, desapareciendo.
—¿Qué pasa? —murmuró Rex—. ¿Quién conduce ese coche?
Pagó sus deudas y fue a buscar a Margot.
No estaba en el campo de tenis ni tampoco en el jardín. Subió. La puerta de la habitación estaba entreabierta; el interior, sin vida; el armario, vacío; vacío también el otro, pequeño, del cuarto de baño. En el suelo había un periódico roto y arrugado.
Rex se pellizcó el labio inferior y cruzó a su habitación. Pensaba, algo vagamente, encontrar allí una nota con alguna explicación. No había nada, por supuesto. Chasqueó la lengua y bajó al vestíbulo, para ver si, por lo menos, habían pagado su cuenta.
31
Hay mucha gente que, sin poseer los conocimientos de un experto, saben arreglar una conexión eléctrica después de esa incidencia que conocemos como «cortocircuito», o, con la ayuda de un cortaplumas, poner de nuevo en marcha un reloj, e incluso, llegado el caso, freir una chuleta. Albinus no era de éstos. No sabía hacer un lazo, ni cortarse las uñas de la mano izquierda, ni hacer un paquete; no sabía descorchar una botella sin reducir a fragmentos una mitad del corcho y hundir la otra. Cuando niño, nunca construyó cosas como los demás muchachos; ya mozalbete, nunca desmontó su bicicleta ni, por supuesto, sabía hacer nada con ella, salvo montarla, y, si se le pinchaba un neumático, empujaba la máquina inválida, rastreando como un chanclo viejo, hasta la tienda de reparaciones más próxima. Más tarde, cuando estudió la restauración de cuadros, nunca se atrevía a tocar el lienzo él mismo. Durante la guerra se distinguió por su sorprendente incapacidad para hacer nada con las manos. En vista de todo esto, no es sorprendente que fuera un mal chófer.