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Sus ojos brillaban. ¡Qué amor sienten los griegos por los negocios!

—Además —prosiguió—, los caciques de La Meca han proclamado, muy astutamente, que en la ciudad santa todas las guerras tribales y disputas familiares están estrictamente prohibidas durante estas grandes celebraciones religiosas. ¿Sabes algo sobre los sarracenos y sus disputas familiares? Bien, ya lo irás aprendiendo. En cualquier caso, es muy útil para toda la gente de este país que una ciudad haya sido puesta al margen y en la que no tengas que tener miedo de que una cimitarra aterrice en tu estómago si se da la circunstancia de que te encuentras con la persona equivocada al cruzar la calle. Aquí, gentes de tribus que se odian entre sí el resto del año hacen un montón de negocios durante el tiempo de tregua. Y los naturales de la ciudad aprovechan este descanso, ¿me sigues? Ésta es la vida y la actividad de la ciudad: recaudar porcentajes sobre todas las cosas. Ah, sí, ésta puede ser una lúgubre y horrorosa ciudad, Córbulo, pero aquí viven hombres que podrían comprar tus caprichos y los míos en lotes de dos docenas.

—Entiendo. —Hice una pequeña pausa—.Y el Imperio Oriental, según veo, debe de tener importantes intereses comerciales en esta parte de Arabia; si no, ¿por qué el emperador oriental habría destacado aquí a un alto funcionario como tú?

—Estamos empezando a establecer pequeños tratos comerciales con los sarracenos, en efecto —contestó el griego—. Sólo pequeños. —Y volvió a llenarme la copa.

Al día siguiente, tórrido, seco, polvoriento, como todos los días aquí, salí a echar un vistazo a esa Kaaba de los sarracenos. No fue difícil de encontrar: justo en el centro de la ciudad, de hecho, aislada en medio de una plaza vacía de tamaño enorme. La construcción sagrada en sí no era nada impresionante, de unos quince metros de altura, a lo sumo, cubierta completamente por un velo de color negro. Creo que si pusieras esa cosa en medio del patio del templo de Júpiter Capitolino o de cualquier otro de los grandes templos romanos, pasaría totalmente desapercibida.

No parecía que estuviéramos en época de peregrinación. No había nadie alrededor de la Kaaba aparte de una docena de guardias sarracenos. Iban armados con espadas tan formidables y su expresión era tan poco amistosa, que opté por no hacer una inspección más detallada del santuario.

Mis primeros vagabundeos por la ciudad no me ofrecieron apenas indicios de la prosperidad que Nicomedes el paflagonio pretendía que había en ella. Pero en el transcurso de los días siguientes, acabé entendiendo poco a poco que los sarracenos no son un pueblo que haga ostentación de sus riquezas, sino que prefieren mantenerlas ocultas tras austeras fachadas. De vez en cuando podía echar un vistazo a través de una verja momentáneamente abierta hacia un patio, visible durante unos instantes, y me parecía ver una construcción palaciega escondida allí detrás, o bien vislumbraba a algún mercader y su esposa, ricamente ataviados y cubiertos de joyas y cadenas de oro, subiendo a un palanquín cubierto. Así que, mediante esas visiones fugaces, comprobé que en realidad la ciudad debía de ser más rica de lo que parecía. Lo que explica, sin lugar a dudas, por qué nuestros primos griegos habían empezado a encontrarla tan atractiva.

Estos sarracenos son un pueblo de gente apuesta. Delgados y de hermosas facciones, de piel muy oscura, cabello y ojos negros, con rasgos afilados y cejas pobladas. Visten holgadas túnicas blancas y las mujeres llevan velo, supongo que para proteger sus pieles de la arenilla que levanta el viento. Hasta ahora he visto no pocos hombres que pudieran tener algún interés para mí, y que a su vez me han lanzado miradas fugaces que demostraban complicidad. Pero es demasiado pronto para correr riesgos. Las doncellas son también encantadoras. Pero están celosamente custodiadas.

Mi situación personal aquí es agradable, o por lo menos no tan desagradable como me temía. Siento la tristeza del aislamiento, naturalmente. No hay otros occidentales. Los sarracenos de clase alta suelen entender el griego, pero añoro ya el sonido del buen latín. No obstante, se me ha proporcionado una villa amurallada, de modesto tamaño pero lo bastante decente, en el extremo de la ciudad más próximo a las montañas. Si tuviera baños adecuados, sería perfecta; pero en una tierra que carece de agua, los baños no se conocen. Es una pena. La villa pertenece a un mercader de origen sirio que estará los próximos dos o tres años viajando por el extranjero. También me han transferido cuatro o cinco sirvientes suyos y se me ha suministrado un armario provisto de vestuario de estilo local.

Podía haber sido mucho peor, ¿no?

Aunque está claro que no podían dejar que me las apañara yo solo en esta tierra extraña. Todavía soy un funcionario de la corte imperial, después de todo, incluso aunque se dé la circunstancia de que en estos momentos haya caído en desgracia y haya sido desterrado. Y estoy aquí por negocios imperiales, como puedes ver. No fue sólo por puro resentimiento que Juliano me envió aquí, incluso aunque yo le encolerizara enormemente al acosar a su efebo escanciador delante de sus propios ojos. Ahora me doy cuenta de que Juliano debía de andar buscando un pretexto para enviar a este lugar a alguien que le pudiera servir extraoficialmente de observador personal, y yo, sin ser consciente, le facilité la excusa que necesitaba.

¿Lo entiendes? Está preocupado por los griegos, quienes, evidentemente han iniciado el proceso de expansión en esta parte del mundo, que siempre ha sido más o menos independiente del Imperio. Mi misión formal, como ya he dicho, consiste en investigar posibilidades para los intereses comerciales romanos en Arabia Desierta, es decir: los intereses romanos occidentales. Pero asimismo tengo una tarea encubierta, tan encubierta que ni yo mismo he sido informado de su naturaleza, y que tiene que ver con la expansión del poder griego en esta región.

Lo que estoy diciendo, en pocas palabras, es que de hecho soy un espía, y que he sido enviado aquí para vigilar a los griegos.

Sí, lo sé, se trata de un solo Imperio con dos emperadores, y se supone que nosotros, los del oeste hemos de considerar a los griegos como a nuestros hermanos y coadministradores del mundo, no como a nuestros rivales. En ocasiones, esto ha sido así, lo reconozco. Como en la época de Maximiliano III, por ejemplo, cuando los griegos nos ayudaron a poner fin a los tumultos que los godos, los vándalos, los hunos y otros bárbaros estaban provocando por toda nuestra frontera norte; y después, una generación más tarde, cuando Heraclio II envió legiones occidentales para ayudar al emperador oriental Justiniano a aplastar a las fuerzas persas que habían ocasionado tantos problemas en el este durante tantos años. Aquellos fueron, desde luego, los dos golpes militares que eliminaron a los enemigos del Imperio para siempre y sentaron los cimientos para la era de la paz y seguridad eternas en la que ahora vivimos.

Pero un exceso de paz y seguridad, Horacio, puede acarrear per se fastidiosos problemas. Sin enemigos externos de los que preocuparse, los Imperios Oriental y Occidental están empezando a competir entre sí en su propio provecho. Todo el mundo sabe eso, aunque nadie lo diga en voz alta. Hubo un tiempo, permíteme recordártelo, en que el embajador de Mauricio Tiberio llegó a la corte llevando un cofre de perlas como regalo para el cesar. Yo estaba allí. «Et dona ferentes»[3], me dijo Juliano entre dientes cuando el cofre fue abierto. La frase la conoce cualquier colegiaclass="underline" «Temo a los griegos aunque traigan presentes».

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3

«Equo ne credite, Teucri / Quidquid id est, timeo Dañaos et dona ferentes» («No confiéis en el caballo, troyanos. Sea lo que sea, temo a los dáñaos [griegos], aun portando regalos»). La frase procede del libro segundo de La Eneida de Virgilio y la pronuncia el sacerdote Laoconte, exhortando a los troyanos para que se abstengan de abrir las puertas de Troya a los griegos. La cita está en el origen de un dicho inglés que expresa desconfianza: «Beware ofthe Greeks bearing gifts», literalmente: «Ten[ed] cuidado con los griegos que llevan regalos». (N. del t.)