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Los indios, cuya organización tribal había sido la primera en adaptase a las nuevas circunstancias, tenían graneros, los indios tenían lámparas de petróleo. Y los indios…

Había allí dos vigorosos hombres blancos sirviendo comida al grupo sentado en cuclillas en el suelo. Un anciano, el jefe, de rostro rechoncho. Tres guerreros, uno de ellos demasiado joven para asistir a un consejo. Y un negro de unos cuarenta años, vestido con harapos semejantes a los de Franklin, aunque un poco más nuevos y un poco menos sucios.

Jerry se inclinó delante del jefe, extendiendo sus brazos, con las palmas de las manos hacia abajo.

—Vengo de Nueva York, donde reside nuestro jefe —murmuró.

A pesar de sí mismo, estaba un poco asustado. Le hubiera gustado conocer sus nombres, de modo que pudiera relacionarlo con acontecimientos específicos. Aunque Jerry sabía cuáles podían ser sus nombres… aproximadamente. Los Sioux, los Semínolas, miembros de todas las tribus indias renacientes en poderío y en número, llevaban nombres cargados de anacronismo. Una extraña mezcla de diversas etapas del pasado, cubiertas siempre por presente. Como los rifles y las lanzas, unos para la realidad de luchar, las otras como símbolo más importante que la realidad misma. Como el uso de los jacales en el campo, cuando, según los rumores que circulaban por el país, los obreros esclavos podían construirle al más insignificante de los indios una morada como ni siquiera el presidente de los Estado Unidos, sobre su jergón especial de paja, podía soñar. Como las caras pintarrajeadas mirando a través de los reinventados microscopios. ¿Cómo habían sido los antiguos microscopios? Jerry trató de recordar el Curso de Investigaciones de Ingeniería que había seguido en su adolescencia, pero la tentativa resultó inútil. Lo mismo daba: los indios eran tan extraños y pavorosos… A veces uno pensaba que el destino les había elegido para ser conquistadores, con la descuidada contradicción de los conquistadores. A veces…

Jerry se dio cuenta de que estaba esperando que continuara.

—Donde reside nuestro jefe —repitió apresuradamente—. Traigo un mensaje muy importante y muchos regalos.

—Come con nosotros —dijo el anciano—. Luego nos darás tus regalos y tu mensaje.

Agradecido, Jerry se sentó en cuclillas a poca distancia de ellos. Estaba hambriento y entre la fruta de los cuencos había visto algo que debía ser una naranja. ¡Había oído hablar tanto del exquisito sabor de las naranjas!

Pasados unos instantes, el anciano habló:

—Yo soy el jefe Tres Bombas de Hidrógeno. Este —señalando al más joven de los indio— es mi hijo, Generador de Radiaciones. Y éste —señalando al negro— es una especie de compatriota tuyo.

A la mirada interrogadora de Jerry, y después de que el jefe levantó un dedo índice concediéndole permiso para hablar, el negro explicó:

—Sylvester Thomas. Embajador ante los Sioux de los Estados Confederados de América.

—¿La Confederación? ¿Existe todavía? Oí decir, hace diez años…

—La Confederación está muy viva, señor. Es decir, la Confederación Occidental, con su capital en Jackson. Mississippi. La Confederación Oriental, con su capital en Richmond, Virginia, desapareció a manos de los Semínolas. Nosotros hemos sido más afortunados. Los Arapahoes, los Cheyennes y —con una inclinación de cabeza hacia el jefe— especialmente los Sioux, han sido muy amables con nosotros. Nos permiten vivir en paz, mientras nos dediquemos a cultivar nuestras tierras y a pagar nuestros tributos.

—Entonces, debe usted saber una cosa, míster Thomas… —empezó Jerry ávidamente—. Me refiero a… la República de la Estrella Solitaria… a Texas… ¿Es posible que también Texas…?

Míster Thomas miró hacia la puerta del jacal con expresión desalentada.

—Lo siento, señor, la República de la Bandera de la Estrella Solitaria cayó ante los Kiowas y los Comanches hace ya muchos años, cuando yo era aún muy niño. No recuerdo la fecha exacta, pero sé que fue incluso antes de que California fuese ocupada por los Apaches y los Navajos, y mucho antes de que la nación de los mormones quedase…

Generador de Radiaciones alzó sus hombros y flexionó sus musculosos brazos.

—¡Cuánta cháchara! —exclamó—. Estoy cansado de oír la cháchara de los rostros pálidos.

—Míster Thomas no es un rostro pálido —le respondió su padre—. ¡Un poco más de respeto! Es nuestro huésped y un embajador acreditado. Procura no pronunciar la palabra rostro pálido en su presencia.

Otro de los guerreros sentado cerca del jefe, tomó la palabra.

—En otra época, en la época de los héroes, un muchacho de la edad de Generador de Radiaciones no se hubiera atrevido a levantar la voz en un consejo delante de su padre. Y, desde luego, nunca hubiese dicho las mismas cosas que él. Puedo citar como referencia, para los que estén interesados en ello, el definitivo volumen de Robert Lowie, Los Cuervos Indios, y la excelente obra de investigación antropológica de Lesser, Tres Tipos de Parentesco Sioux. Ahora, en tanto que no hemos sido capaces de reconstruir un tipo de parentesco Sioux de acuerdo con el modelo clásico propuesto por Lesser, hemos desarrollado un sistema de trabajo que…

—Lo malo que tienes, Brillante Cubierta de Libro —le interrumpió el guerrero sentado a su izquierda— es que eres demasiado clásico. Siempre tratas de vivir en la Edad de Oro en vez de hacerlo en el presente, y en una Edad de Oro que en realidad poco tiene que ver con los Sioux. Sí, admito que tenemos muchos puntos de contacto con los indios citados por Lowie, especialmente desde el punto de vista lingüístico; pero, ¿qué ocurre cuando tratamos de aplicar sus preceptos a la vida diaria?

—¡Basta! —exclamó el jefe—. ¡Basta, Polemista Incisivo! Y tú también, Brillante Cubierta de Libro… ¡Basta! Esos son asuntos privados de la tribu. Aunque sirven para recordarnos que el rostro pálido fue grande antes de convertirse en un enfermo corrompido y asustado. Aquellos hombres cuyos libros sagrados nos enseñan el perdido arte de vivir como Sioux, hombres como Lesser, hombres como Robert H. Lowie, ¿no eran acaso hombres de rostro pálido? En su memoria hemos de mostrarnos tolerantes.

—¡Ah-ah! —dijo Generador de Radiaciones con impaciencia—. En lo que a mí respecta, los únicos rostros pálidos buenos son los que están muertos. Eso es. —Pensó unos instantes—. Excepto sus mujeres. Las mujeres de rostro pálido son divertidas cuando uno se encuentra lejos del hogar y siente que en su interior se levanta un pequeño infierno.

El jefe Tres Bombas de Hidrógeno contempló a su hijo en silencio. Luego se volvió hacia Jerry Franklin.

—Tu mensaje y tus regalos. Primero tu mensaje.

—No, jefe —intervino Brillante Cubierta de Libro respetuosa pero firmemente—. Primero los regalos. Luego el mensaje. Así es como hay que hacerlo.

—Voy a buscarlos. En seguida vuelvo…

Jerry salió de la tienda y corrió hacia el lugar en que Sam Rutherford había trabado los caballos.

—Los regalos —le apremió—. Los regalos para el jefe.

Desataron los paquetes que llevaba el caballo de carga. Jerry los cogió y regresó con ellos a la tienda a través de los guerreros que se habían reunido para contemplar, con tranquila arrogancia, lo que estaba haciendo. Jerry entró en el jacal, dejó los regalos en el suelo y se inclinó de nuevo.

— Abalorios brillantes para el jefe —dijo, entregándole dos zafiros en forma de estrella y un gran diamante blanco, el mejor que los ingenieros habían sacado de las ruinas de Nueva York en los últimos diez años.