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—Creo que puedo explicarlo —dijo, mirando interrogativamente a unos y a otro—. Si a los caballeros no les importa. Es evidente que el gobierno de los Estados Unidos se ha enterado de que una tribu india ha cruzado el Delaware por ese punto, y ha supuesto que se trataba de los Semínolas. El último movimiento de los Semínolas, como ustedes recordarán, fue en Filadelfia, obligando una vez más a evacuar la capital y a trasladarla a la ciudad de Nueva York. Ha sido un error naturaclass="underline" las comunicaciones delos Estados Americanos, lo mismo Confederados que Unidos —aquí una breve y diplomática risita—, no han sido tan buenas como cabría esperar en los últimos años. Es evidente que ni este joven ni el gobierno al cual representa tenían la menor idea de que los Sioux habían decidido ganar por la mano a su majestad Osceola VII y cruzar el Delaware por Lambertville.

—Exacto —se apresuró a decir Jerry—. Completamente exacto. Y ahora, como emisario acreditado del Presidente de los Estados Unidos, tengo el deber de solicitar formalmente de la nación Sioux que haga honor al tratado firmado hace once años, así como al tratado firmado hace quince —creo que son quince— años, y se retire una vez más detrás de las orillas del río Susquehanna. Debo recordarle que cuando nos retiramos de Pittsburgh, Altoona y Johnstown, juraron ustedes que los Sioux no nos quitarían más terrenos, y nos protegerían en el poco que nos habían dejado. Y estoy seguro de que los Sioux desean ser conocidos como una nación que mantiene sus promesas.

Tres Bombas de Hidrógeno miró interrogativamente los rostros de Brillante Cubierta de Libro y de Polemista Incisivo. Luego se inclinó hacia adelante y colocó sus codos sobre sus cruzadas piernas.

—Hablas bien, joven —comentó. Tu jefe puede estar satisfecho de ti… Desde luego, los Sioux desean ser conocidos como una nación que hace honor a sus tratados y mantiene sus promesas. Y etcétera, etcétera. Pero tenemos una población en constante crecimiento. Vosotros no tenéis una población en constante crecimiento. Vosotros no necesitáis más tierras. Vosotros no utilizáis la mayor parte del terreno que poseéis. ¿Tenemos que quedarnos cruzados de brazos viendo como se desperdicia la tierra, peor aún, viendo cómo se apoderan de ella los Semínolas, dueños ya de unos dominios que se extienden desde Filadelfia hasta Cayo Oeste? Tenéis que ser razonables. Podéis retiraros a… otros lugares. Sois dueños de la mayor parte de Nueva Inglaterra y de una gran parte del Estado de Nueva York. Para vosotros no sería ninguna extorsión renunciar a New Jersey.

A pesar de sí mismo, a pesar de su posición de embajador, Jerry Franklin empezó a aullar. Aquello pasaba de la raya. Una cosa era encogerse de hombros con desaliento en el camino de regreso hacia las ruinas de Nueva York, y otra muy distinta estar allí escuchando todo aquello. No, era demasiado.

—¿A qué más debemos renunciar? ¿A qué otra parte podemos retirarnos? No quedan más que un puñado de millas cuadradas de los Estados Unido de América, y aún hemos de seguir retirándonos… En la época de mis antepasados, éramos una gran nación, nos extendíamos de océano a océano, según cuentan las leyendas de mi pueblo, y ahora estamos arrinconados en un rincón de nuestro territorio, hambrientos, enfermos, moribundos y avergonzados. En el Norte, nos vemos empujados por los Ojibways y los Crees; en el Sur, los Semínolas se apoderan de nuestras tierras metro a metro; y en el Este, los Sioux se apoderan de un trozo más de New Jersey, y los Cheyennes cortan otra rebanada de Elmira y Buffalo. ¿Cuándo terminará esto? ¿A dónde vamos a ir?

El anciano se retorció angustiosamente las manos, y en su voz hubo la misma angustia al decir:

.Es duro, lo sé; créeme, no niego que es duro. Pero los hechos son los hechos, y los pueblos más débiles siempre salen perdiendo… Ahora, hablemos del resto de tu misión. Si no nos retiramos, como solicitas, exiges la devolución de vuestros rehenes. Me parece razonable. Sin embargo, no consigo recordar que tengamos ningún rehén. ¿Tenemos algún rehén vuestro?

Con la cabeza inclinada y el cuerpo exhausto, Jerry murmuró en tono avergonzado:

—Sí. Todas las naciones indias que limitan con nosotros tienen rehenes nuestros. Como prueba de nuestra buena voluntad y de lo pacífico de nuestras intenciones.

Brillante Cubierta de Libro chasqueó los dedos.

—Aquella muchacha, Sarah Cameron… o Canton… o como se llame.

Jerry alzó la cabeza.

—¿Calvin? —preguntó—. ¿No será Calvin? ¿Sarah Calvin? ¿La hija del Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos?

—Sarah Calvin. Eso es. Lleva con nosotros unos cinco o seis años. ¿La recuerda, jefe? Es la muchacha a la cual su hijo ha estado rondando.

Tres Bombas de Hidrógeno pareció sorprendido.

—¿Ella es el rehén? Creí que era una muchacha blanca que se había traído de sus plantaciones de Ohio. Bien, bien, bien. Generador de Radiaciones responde al viejo refrán: de tal palo tal astilla, no cabe duda. Se puso repentinamente serio—. Pero la muchacha no querrá marcharse. Preferirá quedarse con nosotros. Y, además, cree que mi hijo se casará algún día con ella. O algo por el estilo.

Miró fijamente a Jerry Franklin.

—Un asunto muy difícil, hijo mío. ¿Por qué no esperas fuera mientras nosotros lo discutimos? Y llévate el sable. No lo dejes aquí. Por lo visto, mi hijo no lo quiere.

Jerry se inclinó a recoger el sable y salió del jacal con expresión de desaliento.

Sin prestar demasiada atención, vio al grupo de guerreros Sioux que rodeaba a Sam Rutherford y a sus caballos. Luego el grupo se separó por un momento y vio a Sam con una botella en la mano. ¡Tequila! El muy imbécil había aceptado tequila de los indios… estaba borracho como una cuba.

¿No sabía que los hombres blancos no podían beber, que no resistían la bebida? A pesar de cultivar hasta la última pulgada de las tierras de que disponían, los alimentos obtenidos eran insuficientes y todos se encontraban al borde de la depauperación. En su economía no cabían lujos tales como las bebidas alcohólicas. Ningún hombre blanco, en el transcurso de toda su vida. llegaba a beberse un vaso de alcohol. Darle a uno de ellos una botella entera significaba convertirle en un pingajo humano.

Sam era un pingajo humano en aquellos momentos. Andaba de un lado para otro, haciendo eses, empuñando la botella por el gollete y blandiéndola estúpidamente. Los Sioux se reían a carcajadas, dándose mutuamente golpecitos en la espalda y señalando a Sam. Este acabó vomitando sobre los harapos que cubrían su pecho y su vientre, trató de echar otro trago, y cayó de espaldas. La botella siguió vertiéndose sobre su rostro hasta que quedó vacía. Sam empezó a roncar como un cerdo. Los Sioux sacudieron sus cabezas, haciendo muecas de disgusto, y se alejaron de allí.

Jerry sintió que la pena desgarraba su corazón. ¿A dónde podían ir? ¿Qué podían hacer? Y al fin y al cabo, ¿qué importaba? Tal vez sería preferible estar tan borracho como Sam. Al menos, no sentiría nada.

Miró el sable que llevaba en una mano. la brillante pistola nueva que llevaba en la otra. Lógicamente, debería tirarlas. ¿No era ridículo, si se pensaba un poco en ello, no era patético… un hombre blanco armado?

Sylvester Thomas salió de la tienda.

—Tenga preparados sus caballos, mi querido señor —susurró—. Esté dispuesto a salir corriendo en cuanto yo regresé. ¡DE prisa!

El joven se acercó a los caballos y siguió aquellas instrucciones… simplemente porque no sabía qué otra cosa hacer. Salir corriendo, ¿para dónde? ¿Para qué?

Levantó a Sam Rutherford y lo ató a su caballo. ¿Regresar a casa? ¿Regresar a la grande, a la poderosa, a la respetada capital de lo que en otro tiempo habían sido los Estados Unidos de América?

Thomas regresó con una muchacha que luchaba ferozmente por soltarse del embajador de la confederación. Llevaba un precioso vestido, como el de una princesa india. Su pelo estaba peinado a la moda de las mujeres Sioux. Y su rostro había sido cuidadosamente teñido con algún producto destinado oscurecer la piel.