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– ¿Estaban encendidas las luces cuando la señorita Wharton encontró los cadáveres?

– En el pasillo no, señor, pero ella dice que esta luz sí estaba encendida. El niño lo confirma.

– ¿Dónde están ahora?

– En la iglesia, señor. El padre Barnes está con ellos.

– Hable un poco con ellos, ¿quiere, John? Dígales que yo también lo haré apenas pueda. Y procure ponerse en contacto con la madre del chico. Debemos sacarlo de aquí tan pronto como sea posible. Después, quiero que vuelva usted aquí.

Muerto, Harry tenía un aspecto tan desaliñado como debió de tenerlo en vida. De no haber sido por aquel babero de sangre, hubiera podido estar dormido, con las piernas estiradas, la cabeza inclinada hacia adelante, y su gorro de lana tapándole el ojo derecho. Dalgliesh puso la mano bajo su barbilla y levantó suavemente aquella cabeza. Tuvo la sensación de que iba a desprenderse del cuerpo y rodar entre sus manos. Vio lo que esperaba encontrar: un solo corte a través de la garganta, al parecer de izquierda a derecha, que había seccionado la tráquea hasta las vértebras. El rigor mortis se había apoderado ya totalmente de él, y la piel estaba fría como el hielo, al tiempo que aparecía carne de gallina al haberse contraído los músculos erectores de los pelos cuando se impuso la rigidez mortal. Cualquiera que fuese la concatenación de azar o deseo que hubiera llevado a Harry Mack hasta aquel lugar, la causa de la muerte no presentaba ningún misterio.

Llevaba unos pantalones viejos a cuadros, muy holgados en las perneras, y sujetos a los tobillos con cordeles. Sobre ellos, hasta donde la sangre permitía verlo, llevaba un jersey de punto sobre una camiseta de marinero. La maloliente chaqueta cruzada, llena de mugre, estaba desabrochada, y su parte izquierda colgaba, abierta. Dalgliesh la levantó cuidadosamente, tocando tan sólo el borde extremo de la tela, y vio, debajo de ella, una mancha de sangre en la alfombra de unos dos centímetros de longitud y más espesa en el extremo derecho que en el izquierdo… Mirando más de cerca, creyó ver una traza de sangre, más o menos de la misma longitud, en el bolsillo de la chaqueta, pero la tela de ésta estaba demasiado sucia para poderlo afirmar con seguridad. Alguna que otra gota de sangre debió de haber caído o haber saltado desde el arma, antes de caer Harry, y después había manchado la alfombra al ser arrastrado el cuerpo hasta la pared. Pero ¿de quién era la sangre? Si se demostraba que era de Harry, el descubrimiento tendría poca importancia, pero ¿y si era de Berowne? Dalgliesh deseó que no tardara en llegar el biólogo forense, aunque sabía que de momento no podía esperar una respuesta concreta. Durante la autopsia, se tomarían muestras de la sangre de ambas víctimas, pero pasarían tres días, como mínimo, antes de que pudiera ver el resultado del análisis. No sabía qué impulso le había obligado a dirigirse primero hacia el cadáver de Harry Mack, pero ahora avanzó cuidadosamente a través de la alfombra hasta llegar a la cama, y permaneció en silencio mientras contemplaba el cadáver de Berowne. Ni siquiera cuando tenía quince años y se encontraba junto al lecho de muerte de su madre, había sentido la necesidad de pensar y mucho menos de pronunciar, la palabra «adiós». No se podía hablar con alguien que ya no estaba presente. Pensó que las personas podían vulgarizarlo todo, pero no esto. Aquel cadáver, del que se había apoderado una rigidez grotesca y que ya empezaba, o al menos así se lo pareció a su sensible olfato, a emitir los primeros efluvios agridulces de la podredumbre, todavía tenía, a pesar de todo, una dignidad inalienable, puesto que antes había sido un hombre. Sin embargo, sabía perfectamente con qué rapidez se extinguía aquella humanidad espúrea. Antes incluso de que el forense hubiera acabado su trabajo en el lugar del crimen y de que la cabeza fuera envuelta y las manos enfundadas en bolsas de plástico, antes incluso de que Doc Kynaston empezara a trabajar con sus bisturíes, el cadáver sería una prueba, más importante, más voluminosa y más difícil de conservar que otras pruebas del caso, pero de todos modos una simple prueba, etiquetada, documentada, deshumanizada, que sólo suscitaría interés, curiosidad o repugnancia. Pero todavía no. Pensó: «Yo conocía a este hombre, no muy bien pero le conocía. Me caía bien. Seguramente, merece algo mejor, por mi parte, que el hecho de observarlo con mis ojos de policía».

Yacía con la cabeza hacia la puerta y formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con la cama, cuyo extremo inferior tocaban sus zapatos. La mano izquierda estaba extendida y la derecha más cercana al cuerpo. La cama había sido cubierta con una manta de lana, tejida a mano y formando cuadros de colores chillones. Parecía como si Berowne se hubiera agarrado a ella al caerse, tirando de ella hasta el punto de que se había doblado en parte a su derecha. Sobre ella había una navaja abierta, con la hoja cubierta de sangre coagulada, a unos pocos centímetros de su mano derecha. Era extraordinaria la cantidad de detalles que se grabaron simultáneamente en la mente de Dalgliesh. Una delgada franja de lo que parecía ser barro seco entre el tacón y la suela del zapato izquierdo; las manchas de sangre que formaban una costra sobre la lana de cachemira, de color beige, del suéter; la boca entreabierta, inmovilizada en un rictus mitad sonrisa y mitad mueca; aquellos ojos muertos que, mientras los contemplaba, parecían encogerse en sus órbitas; la mano izquierda, con sus dedos largos y pálidos, curvados y delicados como los de una chica; la palma de la mano derecha, cubierta de sangre. Sin embargo, el conjunto del cuadro le dio una impresión de falsedad, y supo el motivo. No era posible que Berowne hubiera podido empuñar la navaja con la mano derecha y agarrarse a la manta al caer. Pero si primero había dejado caer la navaja, ¿por qué ésta había quedado sobre la manta y tan convenientemente próxima a su mano, como si se hubiera deslizado de los dedos ya entreabiertos? ¿Y por qué la palma había de estar tan llena de sangre, casi como si la mano de otro la hubiera levantado y pasado por la sangre que brotaba de la garganta? Si el propio Berowne hubiera utilizado la navaja, con toda seguridad la palma de la mano que la hubiera empuñado no habría quedado tan ensangrentada.

Notó un leve rumor a su lado y, al volverse, vio que la inspectora de detectives Kate Miskin estaba mirando, pero no al cadáver, sino a él.

En seguida apartó la vista, pero no antes de que él hubiera detectado, con disgusto, una expresión de grave y casi maternal solicitud. Inquirió con aspereza:

– ¿Y bien, inspectora?

– Parece evidente, señor, que se trata de un asesinato seguido por suicidio. La clásica serie de heridas infligidas por la misma persona: tres cortes, dos como intento y el tercero que llega hasta la tráquea. -Y añadió-: Podría utilizarse como ilustración en un libro de texto de medicina forense.

– No es difícil reconocer lo evidente -repuso él-. Sin embargo, es aconsejable una mayor lentitud para creerlo. Quiero que usted comunique la noticia a su familia. La dirección es el número sesenta y dos de Campden Hill Square. Allí están la esposa y una madre ya anciana, lady Ursula Berowne, así como una especie de ama de llaves. Utilice su discreción para averiguar cuál es la más indicada para recibir el primer golpe. Y llévese consigo un agente. Cuando la noticia corra, es posible que les importunen y necesiten protección.

– Sí, señor.

No mostró ningún resentimiento al recibir la orden de retirarse del escenario. Sabía que la tarea de llevar la noticia no era ningún encargo rutinario, que no la habían elegido a ella simplemente por tratarse de la única mujer del equipo y considerar él que se trataba de una misión propia de mujeres. En realidad, ella daría la noticia con tacto, discreción e incluso compasión. Dios sabía que había tenido suficiente práctica en sus diez años en la policía. Sin embargo, no dejaría de traicionar el dolor de los demás, acechando y escuchando, incluso mientras pronunciara las palabras formales de su pésame, el más leve parpadeo, cualquier tensión de las manos y de los músculos faciales, esperando la palabra imprudente, o cualquier otro signo de que, para alguna persona de aquella casa de Campden Hill Square, la noticia pudiera no ser una novedad.