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Y entonces oyó la pisada de él cuando avanzó hasta el umbral de la puerta, notó su aliento en la nuca. Él dijo:

– Fuera de aquí y empiece a preparar esa comida.

Pero había algo que ella necesitaba preguntar. Durante más de veinte años no lo había preguntado, ni siquiera le había importado, pero ahora, sorprendentemente, había adquirido importancia. Ignorando la presencia de él, dijo a su abuela:

– ¿Estaba contenta ella conmigo? Mi madre, quiero decir…

– Creo que sí. Antes de morir dijo: «Mi dulce Kate». Así es como te llamaba.

Por lo tanto, había sido así de sencillo, así de maravilloso.

La voz de él graznó con impaciencia:

– He dicho que largo de aquí. Llévesela a la cocina. Átela a una de las sillas, contra la pared y junto a la puerta. Quiero apuntar a su cabeza con la pistola mientras usted prepara la comida.

Le obedeció, recogiendo las tiras de la sábana de la sala de estar y atando con cuidado las muñecas de su abuela a su espalda, tan flojamente como pudo, procurando no hacerle el menor daño. Con los ojos fijos en los nudos, dijo:

– Oiga, hay algo que debo hacer. Tengo que telefonear a mi novio. Vendrá a cenar a las ocho.

– No importa. Que venga. Para entonces, ya nos habremos marchado.

– Sí que importa. Si encuentra el apartamento vacío, sabrá que ocurre algo extraño y avisará a la policía. Tenemos que impedir que venga.

– ¿Y cómo sé yo que ha de venir?

– Encontrará sus iniciales en ese tablón detrás de usted.

Se alegraba ahora de que, entregada a la tarea que supuso instalar a su abuela, hubiera telefoneado a Allan para cancelar su cita y hubiese olvidado tachar las iniciales escritas con lápiz y la fecha. Dijo:

– Oiga, tenemos que llegar a Chichester antes de que nadie se entere de que nos hemos marchado. No le sorprenderá que anule su visita. La última vez que estuvo aquí nos tiramos los platos a la cabeza.

En silencio, él consideró la cuestión, y después dijo:

– Está bien. ¿Cómo se llama y cuál es su número?

– Allan Scully, y trabaja en la Biblioteca Teológica Hoskyns. Todavía no se habrá marchado. Los jueves se queda hasta más tarde.

Él dijo:

– Llamaré desde la sala. Usted se quedará junto a la pared. No se acerque al teléfono hasta que yo se lo diga. ¿Cuál es el número?

Ella le siguió hasta la sala de estar. Él le señaló que se colocara contra la pared, a la izquierda de la puerta, y después se dirigió hacia el teléfono, instalado en un mueble junto a la pared, con el contestador automático a su lado y dos listines telefónicos bien apilados debajo de él. Kate se preguntó si correría el riesgo de dejar la huella de la palma de su mano, pero, como si este pensamiento le hubiera sido transmitido, sacó un pañuelo del bolsillo y con él envolvió el receptor. Después preguntó:

– ¿Quién contestará? ¿Ese Scully o su secretaria?

– A esta hora, él. Estará solo en su oficina.

– Esperemos que sea así. Y no intente ninguna jugarreta, pues si lo hace le pegaré un tiro, y después otro a esa vieja bruja. Y tal vez no muera enseguida. Usted sí, pero ella no. Tal vez me divierta antes con ella, encendiendo la estufa eléctrica y aplicándole la mano a la placa encendida. Piense en esto, si es que siente la tentación de pasarse de lista.

Ella no podía creer que, incluso ahora, él fuese capaz de semejante cosa. Era un asesino, pero no un torturador. Sin embargo, las palabras, el horror de la imagen que evocaban, la hicieron estremecerse. Y la amenaza de muerte era real. Había matado ya a tres hombres. ¿Qué tenía que perder? Preferiría contar con un rehén vivo, preferiría que ella condujera el coche, contar con la ayuda de un par de manos en el barco. Pero si era necesario matar lo haría, confiando en que él se encontraría ya muy lejos cuando los cadáveres fuesen descubiertos.

Y entonces él dijo:

– ¿Y bien? ¿Qué número es?

Ella se lo dio y esperó, con el corazón al galope, mientras él marcaba. La llamada había de recibir una rápida respuesta. Él no habló, pero, cuando aún no habían pasado cuatro segundos, alargó el receptor y ella se adelantó y se lo arrebató de la mano. Empezó a hablar en voz muy alta, rápidamente, desesperadamente dispuesta a sofocar toda pregunta y también toda respuesta.

– ¿Allan? Soy Kate. De lo de esta noche nada, Es que estoy muy cansada, he pasado un día infernal y estoy harta de cocinar para ti cada vez que nos vemos. Y no me telefonees, Ven mañana, si te apetece. Tal vez puedas llevarme a algún sitio, para variar. Y oye, Allan, acuérdate de traerme aquel libro que me prometiste. Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare, por favor. Nos veremos mañana. Y acuérdate del Shakespeare.

Colgó de golpe. Descubrió entonces que estaba conteniendo el aliento y lo dejó escapar, suave y silenciosamente, temiendo que él observara aquella descarga de tensión. ¿Habían resultado sus palabras aunque fuese remotamente creíbles? A ella, el mensaje le parecía obviamente falso. ¿Podía haberle engañado a él? Pero, después de todo, él no conocía a Allan, ni la conocía a ella. Bien podía ser aquella conversación típica de su manera de hablarse. Le dijo:

– Todo conforme. No vendrá.

– Más le vale.

Con un gesto, le ordenó que regresara a la cocina y él volvió a situarse detrás de su abuela, de nuevo con la pistola apuntándole a la cabeza.

– Tiene vino, ¿verdad?

– Debe de saberlo ya. Ha registrado mi mueble bar.

– Es cierto. Tomaremos el Beaujolais. Y nos llevaremos el whisky y media docena de botellas del rosado. Tengo la impresión de que necesitaré alcohol antes de atravesar el canal.

¿Cuál podía ser su experiencia como marino?, se preguntó ella. ¿Y qué clase de embarcación era el Mayflower? Stephen Lampart la había descrito, pero ahora no conseguía recordarlo. ¿Y cómo podía él estar seguro de que el barco estaría repostado y a punto para hacerse a la mar, y que las mareas serían las adecuadas? ¿O había franqueado ya las fronteras de la razón, o de una precaria cordura, para sumirse en unas fantasías en las que incluso las mareas funcionaran a su antojo?

Él inquirió entonces:

– Bien, ¿se dispone o no a trabajar? No tenemos mucho tiempo.

Ella sabía que cada acción había de ser lenta, deliberada, nunca intimidante y que cualquier movimiento repentino podía resultar fatal. A continuación dijo:

– Ahora bajaré una sartén de este estante, el más alto. Después necesitaré la carne de buey picada y el hígado, que están en la nevera, y un bote de salsa de tomate y las hierbas, que sacaré de ese armario a mi derecha. ¿Estamos?

– No necesito que me dé una lección de cocina. Y recuerde que nada de cuchillos.

Al comenzar sus preparativos, pensó en Allan. ¿Qué estaría haciendo? ¿Qué estaría pensando? ¿Se quedaría inmóvil unos momentos, reflexionando, llegando a la conclusión de que ella estaba bebida, histérica o loca, para volver después a sus libros? ¡Pero no podía hacer tal cosa! Debía saber que ella no podía estar afectada por ninguna de estas cosas, y que si se volvía loca no lo haría de esta manera. Pero era imposible imaginarle emprendiendo una acción real, llamando al Yard, preguntando por el comandante Dalgliesh. Le parecía que esperaba de él que representara un papel tan distante de él como lo sería para ella asumir el trabajo de él, catalogar su biblioteca. Pero, seguramente, la referencia a Trabajos de amor perdido había sido inconfundible. Sin duda adivinaría que ella trataba de darle un mensaje urgente, que se encontraba bajo una coacción. No podía haber olvidado su conversación sobre Berowne, el noble cortejador. Pensó: «Lee los periódicos, tiene que saber que estas cosas ocurren. No puede desconocer la clase de mundo en que vivimos». Y normalmente ella jamás le hablaría en esos términos, con ese tono de voz. La conocía lo suficiente como para estar seguro de ello. ¿Y si no era así? Llevaban más de dos años amándose satisfactoriamente. No había en el cuerpo de ella nada que a él no le fuese familiar, tal como el suyo lo era para ella. ¿Desde cuándo esto significaba que dos personas se conocían mutuamente?