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Él no contestó. Seguía mirándola fijamente, pero era como si no la viese, súbitamente remoto como si hubiera entrado en un mundo privado. Y después dijo, con una voz tan fría, tan preñada de amenaza, que ella apenas pudo reconocerla:

– Aquel mensaje sobre Trabajos de amor perdido, de Shakespeare. Era un código, ¿verdad?

Exhibió una siniestra sonrisa de satisfacción y ella pensó: Dios mío, lo sabe y le alegra saberlo. Ahora tiene la excusa que él quiere, la excusa para matarnos. Su corazón empezó a latir con fuerza, como un animal que saltara y rebotara contra su pecho, pero consiguió mantener firme su voz:

– Claro que no. ¿Cómo iba a serlo? ¿De dónde ha sacado semejante idea?

– De su librería. La examiné brevemente mientras exploraba el piso antes de que regresara. Tiene sus pequeñas ambiciones, ¿verdad? Todos los aburridos mamotretos de siempre, los que la gente se cree obligada a tener cuando intentan causar cierta impresión. ¿O es que su amiguito trata de educarla? Le va a costar lo suyo. Sea como fuere, tiene usted un Shakespeare.

Kate respondió con firmeza, a través de unos labios que parecían haberse hinchado y resecado al mismo tiempo:

– No era un código. ¿Qué código podía ser?

– Por su propio bien, espero que no lo fuese. No voy a dejarme acorralar en este agujero, con la policía afuera, esperando una excusa para entrar y liquidarme. Sería una operación limpia, sin preguntas embarazosas. Sé cómo actúan. Como ya no hay pena de muerte, se montan sus brigadas de ejecución. Pues bien, esto no va a funcionar conmigo. Por tanto, es mejor que rece para que salgamos de aquí sanos y salvos antes de que lleguen ellos. Oiga, puede dejar esa porquería. Nos vamos ahora mismo.

Dios mío, pensó ella, dice lo que piensa. Hubiera sido mejor no haber hecho nada, no haber telefoneado a Allan, habernos marchado del apartamento lo antes posible, confiar en la esperanza de estrellar el coche en cualquier parte. Y entonces, por un momento, pareció como si el corazón se le detuviera literalmente, y la invadió una espantosa frialdad. Había una diferencia en la habitación, en el piso. Algo había cambiado. Y supo en seguida de qué se trataba. El incesante ruido de fondo del tráfico a lo largo de la avenida, leve pero continuo, había cesado, y nada se movía en Ladbroke Road. La policía estaba desviando el tráfico. Ambas calles habían sido cerradas. No se arriesgaban a permitir una salida. El asedio había comenzado. Y de un momento a otro, también él se daría cuenta.

No me es posible soportarlo, pensó. Él nunca será capaz de hacer frente a un asedio. Ni yo tampoco. Tiene la intención de hacer lo que había dicho. Y apenas advierta que la policía está ahí afuera, nos matará. Tengo que apoderarme de esa pistola. Y debo hacerlo ahora.

Le dijo:

– Mire, esto ya está a punto. Lo he preparado todo. Será mejor que nos lo comamos. Sólo nos costará unos pocos minutos, y siempre será mejor que pararnos en pleno camino.

Hubo un momento de silencio y después él habló de nuevo, con una voz que parecía de hielo.

– Quiero ver ese Shakespeare. Vaya a buscarlo.

Con un tenedor, extrajo unos cuantos espaguetis de la sartén y los probó con dedos temblorosos. Sin mirar a su alrededor, dijo:

– Están casi en su punto. Olga, yo estoy ocupada. ¿No puede ir a buscarlo usted mismo? Ya sabe dónde está.

– Vaya a buscarlo, si no es que quiere verse libre de este saco de huesos.

– Está bien.

Había de ser ahora.

Obligó a sus manos a inmovilizarse. Con los dedos de la izquierda se desabrochó los dos botones superiores de la blusa, como si en la cocina hiciera de pronto demasiado calor. La lonja de hígado se encontraba en el escurridor, frente a ella, sangrante bajo su envoltorio. Hundió las manos en ella, desgarrándola y triturándola, ensuciándoselas hasta quedar totalmente pringadas de sangre. Fue cuestión tan sólo de unos segundos. Y después, con un gesto instantáneo, se pasó una mano a través del cuello y dio media vuelta, con los ojos desorbitados y la cabeza echada hacia atrás, y tendió hacia él las manos bañadas en sangre. Sin esperar siquiera ver reflejado el terror en sus ojos, ni oír su exclamación entrecortada, semejante a un sollozo, se lanzó contra él y los dos cayeron al suelo. Oyó el golpe de la pistola contra el suelo al desprenderse de su mano, y después otro golpe más sordo cuando chocó contra la puerta.

Él se había entrenado. Era tan eficaz en combate como ella y estaba igualmente desesperado. Y era fuerte, mucho más fuerte de lo que ella esperaba. Con una repentina sacudida convulsiva se colocó sobre ella, su boca contra la suya, enfurecido como un violador, con su agrio aliento proyectado en la garganta de ella. Kate hundió la rodilla en su entrepierna, oyó un grito de dolor, apartó las manos de él de su garganta y deslizó sus manos ensangrentadas por el suelo, buscando la pistola. Después lanzó un grito de agonía cuando él le introdujo los pulgares en los ojos. Con los cuerpos entrelazados, ambos buscaban desesperadamente la pistola, pero ella no veía. Sus ojos eran estrellas danzantes de colores, y fue la mano derecha de él la que encontró el arma.

El disparo estremeció el aire como una explosión. Después hubo otra explosión y la puerta del apartamento se abrió de par en par. Kate tuvo la extraña sensación de unos cuerpos masculinos que saltaban por el aire con los brazos extendidos, con pistolas empuñadas rígidamente, y después alzándose junto a ella como sombríos colosos. Alguien la levantaba. Hubo gritos, voces de mando, una exclamación de dolor. Y entonces vio a Dalgliesh en el umbral de la puerta, y avanzaba hacia ella, deliberadamente, poco a poco, como en una película a cámara lenta, pronunciando su nombre, y al parecer con el deseo de que ella sólo fijara sus ojos en él. Pero ella se volvió y miró a su abuela. Aquellos ojos hundidos todavía contenían la fijeza vidriosa del paroxismo del miedo. Los cabellos seguían colgando con sus mechas multicolores. En su frente, todavía seguía adherido el cuadrado de gasa. Pero allí no había nada más. Nada. La parte inferior de su cara había sido arrancada por el disparo. Y, atada a su silla de ejecución por las tiras de tela que la propia Kate había asegurado, ni siquiera podía caerse. Durante aquel segundo en el que ella pudo contemplarla, le pareció a Kate que aquella figura sentada clavaba en ella una mirada de apenado asombro, lleno de reproche. Después se encontró sollozando intensamente, enterrando la cara junto a la chaqueta de Dalgliesh, manchándola con sus manos ensangrentadas. Pudo oír que él murmuraba.

– Todo va bien, Kate. Todo va bien. Todo va bien.

Pero no era así. Nunca había sido así y jamás lo sería.

Dalgliesh seguía plantado allí, sosteniéndola entre sus fuertes brazos, en medio de las estruendosas voces masculinas, las órdenes, los rumores de forcejeo. Y entonces se apartó de él, pugnando por recuperar el dominio sobre sí misma, y vio por encima de su hombro a Swayne, centelleantes y triunfantes sus ojos azules. Estaba esposado. Un inspector al que ella no conocía lo arrastraba fuera de la habitación. Pero él se volvió para mirarla a ella, como si fuese la única persona allí presente. Después, con un movimiento de la cabeza, señaló hacia el cadáver de su abuela y dijo:

– Bien, ahora ya te has librado de ella. ¿No piensas darme las gracias?

SÉPTIMA PARTE. Colofón

I

Massingham nunca había podido comprender por qué era tradicional que la policía asistiera al entierro de la víctima de un asesinato. Cuando el crimen todavía estaba sin resolver, ello podía tener cierta justificación, aunque él nunca había creído en la teoría de que el asesino tendía a exponerse a la vista del público sólo por la satisfacción de ver enterrar o incinerar los restos de su víctima. Profesaba, también, una aversión irrazonable a la cremación -a lo largo de generaciones, su familia había preferido saber dónde yacían los huesos de sus antepasados- y le disgustaba la música religiosa enlatada, una liturgia desprovista de gracia y de significado, y la hipocresía de tratar de dignificar un simple acto de higiénica eliminación con connotaciones falsas.