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El funeral de la señora Miskin le permitió alimentar todos estos prejuicios, y se sintió todavía más disgustado cuando se procedió al ritual de examinar las coronas, una hilera patéticamente reducida de ofrendas florales junto a la pared del crematorio, y descubrió que una de ellas, particularmente espléndida, procedía de la brigada. Se preguntó a quién le habrían confiado la misión de comprarla y si aquel mensaje de pésame, más bien exagerado, iba dirigido a la señora Miskin, que no había de verlo, o a Kate, que no lo hubiera deseado. Pero, al menos, la ceremonia fue breve y, por suerte, coincidió con el extravagante funeral de una estrella pop en la capilla contigua, de modo que el interés del público y la prensa por su reunión, mucho más sobria, quedó misericordiosamente reducido.

Habían de regresar al apartamento de Lansdowne Road y, mientras esperaba a Dalgliesh en el coche, quiso suponer que Kate se habría ocupado de disponer los refrescos de rigor, pues necesitaba desesperadamente echar un trago. El acto parecía haber agriado también el humor de su jefe. Camino de Londres, en dirección sur, éste se mostró todavía menos comunicativo de lo que era su costumbre. Massingham dijo:

– ¿Leyó aquel artículo del padre Barnes en uno de los suplementos dominicales, señor? Al parecer, asegura que en Saint Matthew ocurrió una especie de milagro, ya que Paul Berowne tenía estigmas en las muñecas después de la primera noche que pasó en aquella sacristía.

Los ojos de Dalgliesh estaban clavados en la carretera, frente a él.

– Lo leí.

– ¿Y cree que es cierto?

– Más de una persona querrá que lo sea para llenar la iglesia en un futuro previsible. Han de poder comprar una alfombra nueva para la sacristía pequeña.

Massingham dijo:

– Me pregunto por qué lo hizo. Me refiero al padre Barnes, claro. No complacerá ni mucho menos a lady Ursula. E imagino que Berowne se habría disgustado mucho.

Dalgliesh repuso:

– Sí, se habría disgustado. O tal vez le hubiese divertido. ¿Cómo saberlo? En cuanto a la razón de que lo hiciera, incluso un clérigo, al parecer, dista de ser inmune a la tentación de convertirse en un héroe.

Recorrían ya Finchley Road cuando Massingham volvió a hablar.

– Con respecto a Darren, señor. Al parecer, finalmente su madre ha plegado velas. El consejo va a solicitar al Tribunal de Menores que cambie la orden de supervisión por otra de asistencia directa. Pobre pequeño, ha caído en manos del Estado Asistencial con todo lo que esto significa.

Siempre con la vista fija en la carretera, Dalgliesh dijo:

– Sí, lo sé, el director de Servicios Sociales encontró tiempo para llamarme. Y mejor que sea así. Creen que padece leucemia.

– Mal asunto.

– Hay excelentes probabilidades de curación. La han pillado a tiempo. Ayer lo ingresaron en Great Ormond Street.

Massingham sonrió y Dalgliesh lo miró de soslayo:

– ¿Qué es lo que le divierte, John?

– Nada, señor. Estaba pensando en Kate. Probablemente me preguntará si supongo seriamente que Dios permitió que mataran a Berowne y a Harry para que el pequeño Darren se curase de su leucemia. Fue Swayne, después de todo, el primero en indicar que el niño estaba enfermo.

Había sido un error y la voz de su jefe fue fría:

– Yo diría que esto significaría cierto empleo extravagante de los recursos humanos, ¿no cree? Vigile la velocidad, John, está rebasando el límite.

– Lo siento, señor.

Aflojó el pie en el acelerador y siguieron su camino en silencio.

II

Una hora más tarde, sosteniendo sobre una rodilla un plato con bocadillos de pepino, Dalgliesh pensó que todos los tés de los funerales a los que había asistido eran curiosamente semejantes por su mezcla de alivio, embarazo e irrealidad. Pero éste le despertó un recuerdo más intenso y más personal. Él tenía entonces trece años y había vuelto con sus padres a una granja de Norfolk tras haber oficiado su padre el funeral de un arrendatario local. Después, al ver a la joven viuda, con un vestido negro nuevo que no podía pagarse, ofreciendo a los asistentes las salchichas y bocadillos preparados en casa, insistiendo para que él tomara el pastel de fruta que ella sabía que era su predilecto, percibió por primera vez la sensación penosa y casi abrumadora de la tristeza en plena vida, y le maravilló la gracia con la que los pobres y los humildes sabían afrontarla. Nunca había pensado en la humildad relacionándola con Kate Miskin, y ésta nada tenía en común con aquella viuda de la granja y su desolado e incierto futuro. Pero cuando vio la comida servida, los bocadillos preparados antes de que ella se marchara para ir al crematorio, cubiertos después con papel de aluminio para mantenerlos frescos, el pastel de frutas, vio que eran casi exactamente los mismos alimentos y ello despertó en él la misma sensación compasiva. Supuso que a ella le había resultado difícil decidir qué era lo más apropiado servir, si alcohol o té. Se había decidido por el té y había acertado; era té lo que necesitaban.

Era un grupo reducido y curiosamente variopinto: un pakistaní que había sido vecino de su abuela y su bellísima esposa, ambos más a sus anchas en aquel funeral de lo que él suponía que hubieran estado en una fiesta, sentados los dos juntos con una discreta dignidad. Allan Scully ayudaba a servir las tazas, procurando vagamente pasar desapercibido. Dalgliesh se preguntó si procuraba no dar la impresión de tener derecho a tratar como propio aquel apartamento, pero después decidió que su interpretación era demasiado sutil. Aquél era, seguramente, un hombre al que no le importaba en absoluto lo que los demás pudieran pensar. Al observar a Scully mientras pasaba los platos, con aire inseguro, Dalgliesh recordó aquella sorprendente conversación telefónica, la persistencia con la que él había asegurado que sólo podía hablarle a él, la claridad del mensaje, la calma extraordinaria de su voz y, en especial, aquellas últimas e ilustrativas palabras.

– Y hay otra cosa. Hubo una pausa después de descolgar yo y antes de que hablara ella, y entonces me habló muy deprisa. Creo que en realidad otra persona marcó el número y después le pasó a ella el receptor. He estado reflexionando al respecto, y hay una sola interpretación que encaje con todos los detalles. Está sometida a alguna clase de amenaza.

Al observar el tipo desgarbado de Scully, con su metro noventa, los ojos amables tras las gafas con montura de concha, el rostro delgado y más bien agraciado, sus rubios cabellos largos y descuidados, pensó que parecía un amante poco indicado para Kate, si amante era. Y entonces captó la mirada que Scully dirigió a Kate mientras ésta hablaba con Massingham, especulativa, intensa, por un momento vulnerable en su abierto anhelo, y pensó: «Está enamorado de ella». Y se preguntó si Kate lo sabía y en caso afirmativo, hasta qué punto le importaba a ella.

Fue Allan Scully el primero en marcharse, desvaneciéndose sutilmente, más que efectuando una decidida retirada. Cuando también se despidieron los dos pakistaníes, Kate guardó los platos y tazas de té en la cocina. Hubo una sensación de anticlímax, el vacío usual e incómodo que se produce al final de toda ocasión vagamente social. Ambos hombres se preguntaron si debían ofrecerse para ayudarla a fregar todo aquello, o si Kate deseaba verse libre de su presencia. Y entonces, de pronto, ella dijo que le gustaría volver al Yard con ellos, y, ciertamente, no parecía haber ninguna buena razón para que ella se quedara en casa.

Pero Dalgliesh se sintió un tanto sorprendido cuando ella le siguió hasta su despacho y se quedó frente a la mesa, tan rígida como si la hubiera llamado para dirigirle una reprimenda. La miró y vio que la confusión había arrebolado, casi manchado de rojo, su cara; después, ella dijo con voz ronca: