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– Han llamado a los bomberos -dijo Dante, escuchando lo que decían-, pero estas calles son demasiado estrechas para los camiones. Lo más que podrán acercarse es a aquella esquina y luego tendrán que traer las escaleras hasta aquí. Esperemos que sean lo suficientemente largas. Por suerte, parece que todo el mundo ha logrado salir a tiempo.

Una mujer gritaba detrás de ellos:

– Piero, Marco, Ginetta, Enrico… mio Dio!

A juzgar por las bolsas que había en el suelo, estaba de compras cuando le dieron la noticia y había venido co rriendo a por sus hijos, que se lanzaron en sus brazos mientras ella rezaba agradecida.

– Salvo -lloró-. Oh, Dio! Salvo. Ma no! Dove Nico?

En ese momento se escuchó un grito de horror. Todos alzaron la vista y descubrieron a un niño pequeño en un balcón de la planta alta.

La gente corrió a por escaleras y las apoyaron en el muro, pero no llegaban hasta donde estaba el pequeño. Un terrible estruendo procedente del interior les advirtió de lo cerca que estaba el peligro.

– ¡Trasladad esa escalera! -gritó Dante-. Ponedla aquí.

– Pero no es lo suficientemente larga -protestó alguien.

– No discutáis -respondió-. Sólo haced lo que os he dicho. Sostenedla.

Reconociendo la autoridad de su voz, obedecieron. Aquél era un nuevo Dante, uno que Ferne no había visto antes, un hombre resuelto: la mirada dura, la actitud decidida, incapaz de aceptar discusión alguna y!pobre del que se interpusiera en su camino!

Ella se atrevió a decir:

– ¿Pero qué vas a hacer cuando se acabe la escalera?

Por un instante, él la miró como si nunca la hubiese visto antes. Luego la reconoció y dijo educadamente: -Treparé.

Se giró sin esperar respuesta y enseguida empezó a ascender por la escalera hasta la base del tercer balcón. Agarrándose a los forjados, logró izarse hasta la baranda mientras la multitud emitía un grito ahogado. Ferne lo miraba asombrada, pensando en la fuerza que debía tener en los brazos para hacer algo así.

Una vez en el balcón, se puso en pie sobre la baranda y saltó hacia arriba. Era una distancia corta, suficiente para alcanzar la base del siguiente balcón, donde volvió a hacer lo mismo hasta el de más arriba.

Dante había llegado hasta el niño, pero ¿cómo iba a bajar con él? Miró hacia abajo y luego asintió como si hubiese tomado una decisión. Se giró y se puso de rodillas para que el niño pudiese subirse a su espalda y rodearle el cuello con los brazos. Luego salió del balcón y se fue descolgando centímetro a centímetro hasta el final de la baranda.

Todos contuvieron la respiración, preguntándose qué haría a continuación. Y pronto vieron cómo se balanceaba hasta soltarse de los barrotes y saltar al balcón que había debajo. Otro salto hasta la escalera. ¿Lo lograría o caerían ambos? Abajo, todos alzaron las manos como si temieran lo peor e intentasen recogerlos.

Dante no lo dudó y la multitud rugió al ver que aterrizaban a salvo.

Un hombre había subido por la escalera y agarró a Nico para ayudarle a bajar mientras Dante se quedaba en el balcón, respirando con dificultad. Cuando el niño tocó el suelo todos irrumpieron en aplausos, pero nadie se quedó tranquilo hasta que su rescatador estuvo también a salvo.

Ferne notó que lloraba. No podía decir si lloraba de miedo o porque se sentía orgullosa de Dante, pero albergaba sentimientos a punto de estallar.

Él le dedicó una sonrisa fugaz y se acercó a la madre, que le dio las gracias fervientemente aunque a él pareció avergonzarle. La señora se aferraba a su hijo, que no acababa de reaccionar, pero que de pronto despertó y miró a su alrededor, buscando algo. Al no encontrarlo, empezó a gritar:

– ¿Pini? ¡Pini! ¡Se va a morir… se va a morir!

– ¿Es otro niño? -preguntó Ferne-. ¿Es que todavía ceda alguien ahí dentro?

– No, Pini es su mascota -dijo su madre-. Debe de estar por aquí.

– ¡No, no! -lloró-. Sigue ahí dentro. Se morirá. La madre intentó tranquilizarlo.

– Caro, no podemos hacer nada. Nadie puede arriesgar su vida por un perro.

Nico empezó a gritar:

– ¡Pini! ¡Pini, Pini…!

– Seguramente habrá muerto ya -dijo alguien-. Se habrá asfixiado con el humo…

– ¡No, está ahí! -gritaron desde la multitud.

Todos alzaron la vista hacia el perrito que apareció en la ventana. Ladraba y miraba asustado a su alrededor. Nico empezó a retorcerse, intentando escapar.

– Quédate aquí -le dijo Dante bruscamente-. No te muevas.

Corrió de vuelta al edificio y la gente empezó a gritar al darse cuenta de sus intenciones.

– Está loco, ¿es que quiere matarse? ¿No se da cuenta de lo que hace? ¡Detenedlo!

Pero Ferne había visto su determinación y supo que nada podía disuadirlo. Aterrorizada, vio cómo empezaba a trepar por la escalera envuelto en humo. Cada vez que desaparecía, se convencía de que no volvería a verlo nunca más, pero de algún modo lograba reaparecer, cada vez más arriba, cerca del lugar donde el perro aullaba asustado.

Dos camiones de bomberos se habían detenido ya a final de la callejuela. Al ver lo que ocurría, los bomberos se acercaron corriendo e izaron una escalera hacia donde estaba Dante. Por suerte era más larga que la primera, pero cuando le gritaron que la utilizase, apenas se volvió a mirarles, negó con la cabeza y siguió trepando.

Había llegado al último balcón, pero se le acabó la suerte. Al agarrarse a la baranda, ésta se venció y Dante quedó colgado de ella y sin posibilidades de salvarse.

Ferne lo miró, con el corazón en un puño, incapaz de mantener la vista ni de apartarla.

Entonces Dante se impulsó con los pies en el muro y consiguió balancearse, reuniendo la fuerza suficiente para alzarse y empezar a trepar por el balcón. Lo hizo una y otra vez, acercándose a la ventana donde temblaba el perro.

Cuando por fin lo consiguió, todos gritaron de alegría, pero al intentar agarrar al perro, éste desapareció en el interior del edificio. Dante lo siguió y todos contuvieron la respiración. De pronto, sonó un crujido. Una nube de humo salió por la ventana y un silencio consternado se apoderó de los viandantes. Había muerto. Debía de estarlo.

Ferne escondió la cara en las manos, rezando frenéticamente. No podía morir. No podía estar muerto.

Entonces se oyó un grito triunfaclass="underline"

– ¡ Ahí está!

Dante había reaparecido por otra ventana, más abajo, con el perro en sus brazos. Se encontraba próximo a la escalera de los bomberos y logró tenderle el animal al que se encontraba en lo más alto. Este empezó a descender, dejando espacio para que Dante lo siguiera, pero algo pareció detenerle. Se quedó allí, echado sobre el metal, con los ojos cerrados y la cabeza agachada.

– ¡Dios mío, se ha desmayado! -susurró Ferne-. Es por el humo.

El bombero le cedió el perro a un compañero que había más abajo y volvió a subir a por Dante, situándose de modo que pudiese recogerlo si caía.

Para alivio de todos, Dante salió de su trance y miró alrededor. Finalmente consiguió moverse y completar el descenso. Sacudió la cabeza como para despejarse y, volviendo a la realidad, recogió el perro y se lo llevó al niño, que gritaba de alegría.

Si la multitud lo había vitoreado antes, en esta ocasión se volvió completamente loca. Un hombre que arriesgaba su vida por un niño era un héroe, pero un hombre que corría el mismo riesgo por un perro era un loco maravilloso.

No parecía dispuesto a disfrutar de los halagos. Intentaron alzarlo en hombros, pero él sólo quería huir.

– Vamos -dijo-, tomándola de la mano.

CAPÍTULO 5

SE ALEJARON corriendo, esquivando manos extendidas y recorriendo a toda velocidad calle tras calle, hasta que estuvieron perdidos y sus perseguidores quedaron muy atrás.

– ¿Dónde estamos? -preguntó ella.