– Eso suena fenomenal. Este calor me está matando.
Tras unas horas de coche llegaron al Lido di Ostia, un complejo playero situado a veinticuatro kilómetros de Roma. El hotel en el que se alojaron estaba junto a la playa y tenía vistas al mar.
– Tienen habitaciones simples y dobles -le dijo Dante después de hablar con el recepcionista-. Las dobles salen más baratas.
Al ver que ella alzaba las cejas, añadió:
– ¿Cuánto crees que puede aguantar un hombre comportándose como es debido?
– Creo que me puedo permitir una habitación simple.
– No vas a ceder ni un milímetro, ¿verdad?
– Más te vale aceptarlo -dijo ella, riéndose. Por nada del mundo hubiese admitido sentirse aliviada al ver que por fin las defensas de Dante se estaban desmoronando.
El hotel tenía una tienda en que se vendían artículos de playa. Ella se quedó dudando ante un biquini que, para ser un biquini era relativamente recatado y un respetable bañador. Dante la miró ansioso al verla intentando decidirse entre ambos.
– ¿Por qué no te lo pruebas? -le sugirió, señalando el bañador.
A ella le sorprendió un poco que él le animase a probarse la más púdica de las prendas. Después se daría cuenta de que debía haber sospechado algo.
En el probador, se puso el bañador, se miró al espejo y suspiró. Era elegante y realzaba su figura, pero no le hacía justicia. Ningún bañador lo habría hecho. Pero hasta estar segura de lo lejos que iba a permitir que Dante le llevara en ese aspecto, no podía arriesgarse a provocarle. No sería justo para él.
Y pensó que para ella tampoco lo era, intentando calmar el placer que le provocaba pensar en los ojos de Dante posándose sobre su cuerpo casi desnudo.
Volvió a vestirse y salió, entregando el bañador a la dependienta para que se lo envolviese.
– Me llevo éste.
– Ya lo he pagado -dijo Dante, quitándoselo de un tirón y metiéndolo en una bolsa.
La arena era maravillosa, suave y acogedora. El alquiló una caseta, dos tumbonas y una sombrilla enorme y luego le tendió la bolsa con su compra y se apartó para dejarla entrar la primera en la caseta.
Al abrir la bolsa, se acordó de que aquel hombre era un intrigante de talento.
– Se han equivocado en la tienda -dijo, volviendo a salir-. Mira -le enseñó el biquini-. Pero no entiendo cómo. Vi cómo metías el bañador en la bolsa.
– Era un caso de, necesidad. Ibas a comprarte esa prenda de señora que no te hace justicia, así que pagué por las dos y metí el biquini en la bolsa antes de que salieses.
– ¿Y dónde está la que escogí?
– Ni idea. Ha debido de escaparse.
– Eres… eres un pillo…
Puede que no resultase moderno ni liberal dejar a un hombre al mando de las decisiones, pero suponía un pequeño sacrificio a cambio de su mirada.
Finalmente estuvo preparada para hacer su entrada triunfal. Abriendo la puerta de par en par, salió a la luz del sol, aguantándose las ganas de decir: «¡ Tatatachán!».
Pero él no estaba. Genial.
– Ah, estás aquí -dijo Dante, que apareció con dos latas-. Fui a buscar algo de beber. Podemos meter esto en la caseta hasta que nos apetezca.
– ¿Estoy bien? -preguntó ella con tensión en la voz.
– Es muy bonito -le dijo de forma tan educada que Ferne tuvo ganas de pegarle.
Pero la sonrisa con que la contemplaba le indicó que las cosas eran distintas, así que le perdonó.
Mientras esperaba que él apareciese, dejó vagar la mirada por los demás hombres que había en la playa. Sandor le había dicho una vez que eran pocos los hombres a los que les sentaba bien el bañador, presumiendo de la perfección de su cuerpo.
Pero cuando Dante apareció, se olvidó de todo lo demás. No alardeaba, no le hacía falta. Su cuerpo, alto y esbelto, tenía la musculatura justa.
Por un momento se vio de nuevo entre sus brazos bailando, girando a toda velocidad sin perder el paso. Contemplando su cuerpo medio desnudo volvió a sentir la excitación de aquella noche desde la boca del estómago a la punta de los dedos.
– ¿Nos bañamos? -preguntó Dante, tendiéndole la mano.
Ella la tomó y corrieron juntos por la playa hasta sumergirse en una ola. Ella gritó encantada y luego se le unió en una carrera hacia el horizonte.
– Cuidado -advirtió él-. No te metas demasiado hondo. Pero a ella no le importaba nada en aquel momento. -¡Yupum! -gritó-. ¡Allá voy!
Pataleando, se hundió en el agua todo lo que pudo para volver a ascender de nuevo. Pero estaba a mayor profundidad de la que había calculado y no parecía subir con demasiada velocidad. Se asustó al ver que empezaba a quedarse sin aire.
De pronto, un brazo la rodeó por la cintura y la devolvió a la superficie.
– Ya estás a salvo -le dijo la voz de Dante-. ¿En qué estabas pensando, loca?
– No sé… sólo quería… ¡Oh, Dios mío!
– Tranquila, relájate. Te tengo.
Flotó en el agua mientras la mantenía por encima de la superficie, apretándola fuerte contra él.
– ¿Estás bien? -le preguntó, levantando la vista.
– Sí, yo… estoy bien.
Le costaba sonar convincente cuando la sensación de su piel desnuda contra la de él la perturbaba tanto.
– Te voy a soltar -dijo él-. No haces pie, pero no te preocupes. Agárrate a mí. Abajo… tranquila.
Ferne sabía que la iba soltando despacio para tranquilizarla, pero pensó frenética que lo último que necesitaba era sentir su piel deslizarse por el cuerpo de Dante Control. Control.
– ¡Ay! -dijo él.
– ¿Qué pasa?
– Me estás clavando las uñas en los hombros.
¡Lo siento! -dijo ella atribulada-. Lo siento… lo siento.
– Vale, te creo. Volvamos a la orilla. ¿Puedes nadar sola o prefieres agarrarte a mí?
– Puedo apañarme sola -mintió.
Volvieron a la orilla sin ningún incidente y ella posó aliviada los pies en la arena.
Ella sentía debilidad en las piernas, pero era normal después del susto. ¿Pero seguro que no tenía nada que ver con que su mano derecha le rodease la cintura mientras la izquierda asía la suya?
La mala suerte y lo accidentado de la arena la hizo tropezar, y Dante tuvo que agarrarla con fuerza para evitar que se cayese.
– Optemos por el camino más fácil -dijo él, tomándola en sus brazos.
Aquello fue incluso peor. Ferne no tenía más opción que echarle las manos alrededor del cuello, de modo que sus bocas se acercaban aún más y su pecho se juntaba con el de él, algo que una mujer sensata hubiese evitado a toda costa.
Finalmente, él la dejósobre la tumbona y se arrodilló a su lado.
– Me has asustado -le dijo-. Al ver que desaparecías bajo el agua tanto tiempo pensé que te habías ido para siempre.
– Pues entonces es una suerte que estuvieras allí. Se te da muy bien rescatar damiselas en apuros.
– Es mi especialidad. Y para que veas lo bien que se me da, deja que te seque.
Le echó una toalla por los hombros y empezó a frotar. -Puedo hacerlo sola, gracias -dijo ella con voz tensa. -Muy bien. Sécate bien, te traeré algo de beber.
Se sirvió vino en un vaso de plástico.
Ella se lo bebió agradecida, deseando que se apartase y no se quedase allí arrodillado, tan preocupado, tan desnudo.
– Gracias -dijo-. Ahora me siento mejor. No hace falta que andes pegado a mí.
– ¿Estoy siendo demasiado protector? No puedo evitarlo. No dejo de pensar que podría haberte perdido, y ese pensamiento no me gusta nada.
– ¿De veras? -preguntó ella en voz baja.
– Por supuesto. ¿Cómo me las iba a apañar sin tus fotos?
– ¿Mis fotos? Fantástico -asintió ella, desalentada. -Así que seguiré cuidando de ti.
Ella levantó la cabeza rápidamente.
¿ Qué… que has dicho?
– Dije que estoy cuidando de ti. Es obvio que necesitas que alguien te proteja. Eh, cuidado, te acabas de echar el vino encima. Ahora tienes que descansar.