Выбрать главу

– ¡ Sandor!

Estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados y miraba con alegre expectación. Se había quitado la camisa y le presentaba su espléndido torso desnudo, perfecto, suave, musculoso e incluso bronceado, para que ella lo probase.

– ¿Qué haces aquí? -suspiró ella.

– Venga, cariño. Ambos sabíamos que esto iba a ocurrir.

.-Tommy, te juro que, si intentas tocarme, te haré ver las estrellas.

– No estás hablando en serio -se puso a reír y se acercó tranquilamente a ella como un rey reclamando sus derechos-. Creo que debería comprobarlo por mí mismo… ¡Ay! -gritó cuando ella le abofeteó la cara-. ¡Bruja! -aulló-. Podrías hincharme el labio.

Ella abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiese decir nada alguien llamó a la puerta. Corrió a abrir y se encontró con Dante. Llevaba un pijama azul oscuro y su mirada era tan inocente que ella se sintió tan aliviada como suspicaz.

– Perdona que te moleste -le dijo-, pero no hay jabón en mi baño y me preguntaba si te importaría… ¿Interrumpo algo?

En absoluto – dijo Ferne – el señor Jayley ya se marchaba.

Dante miró con aparente sorpresa a Sandor, como si no lo hubiese visto antes, pero no logró engañar a Ferne. Sabía exactamente lo que hacía. A su modo, era un actor tan bueno como Sandor, sólo que más sutil.

– Buenas noches -dijo educadamente-. Madre mía, pareces herido. Se te va a hinchar el labio.

– ¡No! -aulló Sandor. Intentó entrar en el baño, pero Dante se interponía en su camino, así que tuvo que darse la vuelta y salir de la habitación dando un portazo.

– Eso le mantendrá ocupado -dijo Dante con satisfacción.

CAPÍTULO 8

– ¿PERO cómo lo has sabido? No le di tan fuerte. No tenía el labio hinchado.

– No, pero él temía que sí. Estaba al otro lado de la puerta y lo oí todo.

– ¿Y fue coincidencia que estuvieses ahí?

– Pues no. Estaba merodeando por el pasillo y, cuando lo vi entrar, me quedé escuchando. Después de todo, igual lo recibias con los brazos abiertos.

– Y en ese caso, te hubieses marchado, ¿no? -dijo ella con ironía.

Dante negó lentamente con la cabeza y ella vio en sus ojos algo que nunca había visto antes.

– De ninguna manera. Si lo hubieses recibido con gusto, habría entrado y le habría atizado mucho más fuerte que tú. Pero no hizo falta. Te las arreglaste a la perfección… cosa que me alegra -añadió en voz baja.

– Sabías que no lo deseaba, ¿verdad?

Él torció el gesto.

– Esperaba que no fuese así, pero necesitaba comprobarlo. Cuando vi la facilidad con que entraba en tu habitación, tuve mis dudas.

– Estaba en el baño, en caso contrario no habría entrado.

¿De verdad no te importa ya?

– Por supuesto. Pero hubiese preferido que no viniésemos.

– Tuviste mucho éxito en la cena.

– A ti tampoco te fue tal mal -le lanzó ella.

– Sólo estaba pasando el tiempo, vigilándote, asegurándome de que te comportabas como era debido. Tenía que saber lo que sentías por él. Era importante.

– Y ahora ya lo sabes -le miró a los ojos, apremiándole en silencio para que continuase.

Pero aquel hombre capaz de vencer a su enemigo con un golpe maestro pareció de pronto perder la confianza en sí mismo.

– ¿Y ahora qué? -dijo-. Eres tú la que debe decidir. ¿Quieres que me vaya?

– No sé lo que quiero -dijo ella alterada. Y en parte era verdad.

– Ferne -dijo Dante en voz baja y repentinamente seria-, si tú no lo sabes, ninguno de los dos lo sabemos.

– Eso no es justo.

– ¿Justo? -había tensión en su voz-. ¿Estás ahí medio desnuda haciéndome Dios sabe qué y el injusto soy yo?

El albornoz se había abierto lo suficiente como para dejar ver sus pechos, firmes y encendidos por un deseo que ella no podía seguir ocultando. Mientras Ferne dudaba, él agarró la tela por los bordes y la retiró, revelando el resto de su desnudez.

– Esto es ser injusto -dijo él con voz agitada.

Ella no podía moverse. Todo su ser parecía estar centrado en él, en sus caricias y en la idea de dónde sería la próxima. El sentimiento era tan intenso que parecía que el ya le estuviese acariciando todo el cuerpo. Casi se asustó cuando el posó los dedos en la base de su cuello y los dejó ahí, como esperando algo.

– Dime qué hacer. Ferne, por favor, si quieres que me detenga dilo ahora mismo, porque estoy a punto de perder el control.

Ella sonrió de forma intencionadamente provocadora.

– Igual los hombres se controlan demasiado. Puede que incluso hablen demasia…

Él la hizo callar con su boca. Ya era demasiado tarde, habían traspasado el punto de no retomo. Ferne lo besaba con la misma pasión que él a ella, hablándole de un deseo retenido durante demasiado tiempo, de una frustración que se liberaba precipitándose en una alegría vertiginosa.

Mientras la besaba, Dante tiró del albornoz hasta hacerlo caer al suelo, eliminando toda barrera que le impidiese acariciarla por todas partes y despertar en ella intensos estremecimientos. Ella consiguió devolverle el halago, despojándole de la ropa hasta dejarlo tan desnudo como ella.

Ninguno sabía quién haría el primer movimiento hacia la cama. No importaba. Avanzaban por el mismo camino, buscando destinos idénticos.

Ella se había imaginado su destreza, pero aquel pensamiento estaba muy alejado de la realidad. Le hizo el amor como bailaba el quickstep, sabiendo a ciencia cierta cuál era la caricia adecuada, el movimiento adecuado, en perfecta sintonía con su pareja. Ella sintió que su cuerpo estaba hecho para aquel momento, aquella ternura, para aquel hombre y sólo él.

Dante dudó en el último momento, mirándola a la cara en busca de una confirmación. Su respiración se había acelerado y no podía soportar la espera. Ella lo deseaba y lo deseaba en aquel momento.

– Dante -susurró ella con urgencia.

Él emitió un breve suspiro de satisfacción al escuchar en la voz de Ferne aquello que necesitaba saber, y en un instante estuvo dentro de ella, disfrutando de ser parte de ella.

Entonces se tornó en otra persona. El payaso socarrón que la había encandilado era además el amante que conocía instintivamente los secretos de su cuerpo y los utilizaba en su interés de una manera casi implacable. Desde el principio había tenido claro lo que quería y había estado dispuesto a obtenerlo, y lo que había querido era verla feliz y satisfecha. Y lo había conseguido, lo que implicaba que sabía de su poder sobre ella, pero Ferne no temía ese poder. Confiaba demasiado en él como para tenerlo.

Ferne se preguntó si ella también habría cambiado para él, y al detectar cierta perplejidad en sus ojos supo que era así. Eso le encantó y entonces fue ella la que se le acercó para hacerlo otra vez, acariciándolo como nunca había acariciado a nadie, porque era distinto a todos los demás. Dante se echó a reír y acercó su cuerpo al de ella, invitándola implícitamente a hacer lo que quisiera, invitación que ella aceptó de buen grado.

Una vez se hubieron recobrado, él se incorporó apoyándose en un codo y la contempló tumbada bajo su cuerpo con una mezcla de triunfo y placer.

– ¿Por qué habremos tardado tanto? -susurró.

¿Cómo podía Ferne ofrecerle una respuesta sincera si acababa de enfrentarse a lo que en realidad había en su interior?

«Hemos tardado porque me he estado conteniendo, temiendo albergar demasiados sentimientos hacia ti. Sabía que, si intimaba demasiado contigo, me arriesgaba a enamorarme de ti, y no quiero. Porque amarte es arriesgarse a sufrir y no tengo valor. Aunque… aunque puede que ya sea demasiado tarde. ¿Demasiado tarde para mí? ¿Demasiado tarde para ti?».

No podía decirle algo así.

Se limitó a abrir los brazos y atraerlo hacia ella para que él pudiese abrazarla hasta que ambos conciliasen el sueño al mismo tiempo.