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Sabía que había tenido mucha suerte. Dante era un hombre amable y considerado. Si estaba cansada, él le pedía que se acostase, la besaba con cuidado o la abrazaba hasta que se durmiese y luego se marchaba sin hacer ruido, dejándola sola.

Cuando hablaban, él la escuchaba con interés. Tenía una conversación fascinante. Bajo aquella apariencia burlona había un hombre reflexivo y educado que podría haber sido profesor de una asignatura importante.

En la cama era un amante tierno y experimentado que le proporcionaba un placer que ella jamás habría soñado posible, y la trataba como una reina. En principio ninguna mujer habría pedido más.

Pero en su interior albergaba el triste sentimiento de que todo aquello no era más que una ilusión, porque él le ocultaba la parte más importante de sí mismo. Y mientras fuese así, aquello evitaría que se enamorase perdidamente de él.

El apartamento estaba situado en la quinta planta de un bloque que dominaba la bahía de Nápoles. Desde la habitación del dormitorio se divisaba a lo lejos el Vesubio. A veces ella se despertaba y encontraba a Dante en la ventana, mirando la luna llena sobre la bahía iluminando el volcán. Una noche, él se quedó despierto hasta tarde, dejando que Ferne se acostase sola. Cuando ella se despertó, lo vio sentado junto a la ventana, y él no le dijo nada, sino que tendió el brazo para que se acercase y se le uniese.

– ¿Recuerdas cuando contemplamos esta misma vista juntos? -le dijo él en voz baja.

– Sí, y me dijiste que una vez oíste rugir el volcán y que deseabas oírlo otra vez -contestó ella-. No hay modo de capar de él, ¿verdad? Mientras estés en Nápoles, él siempre estará ahí.

– Crees que te has acostumbrado a él -murmuró él-. Lo conoces en todas sus facetas, pero aun así, puede sorprenderte.

Ella lo observó, preguntándose qué diría a continuación. Había estado de un humor extraño en los últimos dos días, más callado que de costumbre. No parecía triste enfermo, sino un poco pensativo. A veces ella levantaba la vista y se lo encontraba mirándola perplejo, como si algo le desconcertase. Al encontrarse con la mirada de Ferne, sonreía y apartaba la vista.

– ¿Qué has estado dando por sentado? -le preguntó ella entonces.

– Puede que todo. Crees que sabes cómo son las cosas, pero de repente todo cambia. No eres el mismo hombre que eras antes… quienquiera que éste fuese -rió fugaz y nerviosamente, como si no estuviese seguro de sí mismo-. Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?

– Ajá, pero sigue, suena bien.

Sí, las tonterías pueden llegar a impresionar, eso es algo que aprendí hace mucho tiempo. Incluso pueden llegar a impresionarte a ti mismo durante un tiempo. Pero… entonces ruge el volcán y te recuerda cosas que siempre has sabido y que quizá desearas no saber.

Ferne contuvo la respiración. ¿Iría Dante a contarle por fin la verdad sobre sí mismo y a dejar que se acercara por fin a él?

– ¿Tienes miedo al volcán? -susurró ella-. Quiero decir, al que se alberga en el interior.

– Sí, aunque sólo lo reconocería ante ti. Creo que a ti podría contarte cualquier cosa y que eso estaría bien. Necesito dejar de tener miedo -y añadió con añoranza-: ¿llegará ese momento?

– Supongo que depende de lo mucho que lo desees -se aventuró ella-. Si confiaras en mí…

– Confío en ti más que en nadie en toda mi vida. ¿En quién confiaría si no? -tomó sus manos entre las de él e inclinó la cabeza para besadas-. Tienes las manos pequeñas y delicadas -susurró-. Pero son fuertes, acogedoras. Cuando las tiendes, parecen contener el mundo entero.

– Yo te daría el mundo si pudiera -dijo ella. Y era peligroso decir aquello, pero las palabras salían solas de su boca-. Siempre y cuando fuese mío y estuviese en mi mano dártelo.

– Igual es así y tú no lo sabes -le acarició el rostro con ternura-. A veces creo que te conozco más que tú a ti misma. Sé lo cariñosa, sincera y valiente que eres, el gran corazón que tienes.

– No es más que una ilusión -replicó ella-, una imagen que tú has creado.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque nadie es de la forma en que tú me ves a mí.

– ¿Por qué? ¿Porque pienso que eres perfecta?

– Lo que demuestra que no es más que una ilusión.

– No, demuestra que soy un hombre perspicaz y sensato. No discutas conmigo. Si digo que eres perfecta, es que lo eres… y lo afirmo. Sé que serías incapaz de traicionar a alguien.

Aquellas palabras, pronunciadas con tanto fervor, la hicieron sentirse mal. La certeza de que lo estaba engañando, aunque fuese con buena intención, flotaba entre ellos, envenenando el momento.

– Dante…

Él le rozó los labios con el dedo.

– No lo estropees -sus palabras sonaron como un amargo reproche.

Ferne pensó que no era culpa suya. Lo estaba protegiendo y ese deseo inocente la había llevado por aquel peligroso camino.

– Deja que te diga lo que quiero antes de que pierda el valor para hacerlodijo Dante en voz baja.

– ¿Sí? -le instó ella.

– Ferne… -ella sintió que un escalofrío recorría el cuerpo de Dante-. ¿Cómo iba a imaginar lo que nos está pasando?

El corazón de Ferne latía tan rápido que no podía hablar, sólo asentir con la cabeza.

Sé que dije «sólo amistosamente» -susurró-. Pero dije muchas estupideces. Supongo que ahora ya lo sabes. Cuando hablamos, y nunca había hablado así con nadie, siento que entiendes todo aquello que callo. Contigo no tengo de qué preocuparme, me siento tranquilo -torció el gesto, haciéndose una mueca a sí mismo-. Nunca imaginé que llegaría a considerar la tranquilidad como una virtud.

. Nunca he parado quieto. Claro que eso tú ya lo sabes -ambos rieron suavemente. Supongo que no hay muchas cualidades mías que no conozcas ya: payaso, idiota, persona que se engaña a sí misma, niño grande…

– Podría añadir alguna más -bromeó ella.

– Apuesto a que sí.

– Entonces, ¿cómo puedes decir que no conozco lo peor de ti? Seguramente crea que eres peor de lo que eres en realidad. ¿Por qué no me lo aclaras?

– ¿Quieres que te diga que soy un héroe? ¿Que tengo un carácter fuerte, firme y directo que nunca esquiva la realidad de mi vida?

– No, creo que eso no lo creería -intentaba llevarlo a un terreno donde se sintiese lo suficientemente seguro como para contárselo todo. Cuando fuesen totalmente sinceros el uno con el otro, el camino quedaría despejado para lo que pudiese venir en el futuro.

– Si te presentases a ti mismo como un bobo virtuoso me echaría a reír -admitió ella-. Y luego te dejaría, porque no me interesarías para nada.

– ¿Por bobo o por virtuoso? -preguntó él.

– Adivina.

Dante sonrió, pero la emoción que le embargaba hizo desaparecer su sonrisa.

Ferne, no cambies -le dijo con desesperación-. Prométeme que nunca cambiarás y puede que entonces pueda rebuscar en mi interior y encontrar un poco de valentía. Me va a llevar cierto tiempo, quizá mucho, mostrarme ante ti como soy realmente, estúpido y testarudo, ciego a lo que de verdad importa.

– Calla -dijo ella, tapándole suavemente la boca-. No hables mal de ti mismo.

Él no replicó. Se limitó a agarrarle los dedos y frotar sus labios contra ellos. Sus ojos estaban cargados de desesperación.

– Dante -susurró ella-. Por favor… por favor.

De pronto, la agarró con fuerza y la atrajo hacia él, enterrando el rostro en su cuerpo.

– Ayúdame -dijo él, compungido-. Ayúdame.

Ferne sólo había deseado envolverlo en sus brazos, ofrecerle la ayuda que tanto buscaba, y había llegado el momento, lo que le llenaba de alegría y gratitud.

– ¿Qué es esto? -dijo él, tocándole la cara-. Estás llorando.

– No, no lloro, sólo…

– No llores -le apartó las lágrimas con cuidado-. No pretendía alterarte.