Выбрать главу

En el vuelo hacia Milán, ella se atrevió a preguntar: -¿En qué clase de lugar está internado?

– En una residencia. Es limpia, cómoda, agradable. Allí lo cuidan bien. A veces lo visita la familia, pero pasado un rato se descorazonan porque él no los reconoce. Le ocurre algo extraño que puede que te sea útil, y es que habla perfecto inglés. Con todo el daño que ha sufrido el resto de su cerebro, esa parte ha quedado intacta. Los médicos desconocen la razón.

En el aeropuerto tomaron un taxi hasta la residencia. Una enfermera los recibió con una sonrisa.

– Le he dicho que ha llamado para anunciar su visita. Se puso muy contento.

A Ferne aquello le resultó alentador. Igual tío Leo estaba mejor que lo que Dante imaginaba.

Los siguió a través del edificio hasta una habitación trasera donde el sol atravesaba unos grandes ventanales. Había allí un hombre arrodillado en el suelo, decorando con solemnidad un árbol de Navidad. Levantó la vista y sonrió al ver que estaban allí.

Tenía unos sesenta y muchos años, era grueso, tenía el pelo gris, los ojos brillantes y parecía simpático y agradable.

– Hola, Leo -dijo la enfermera-. Mira quién ha venido a verte.

– Te prometí que vendría -le dijo Dante en inglés-. Y he traído a una amiga.

El anciano sonrió educadamente.

– Han sido ustedes muy amables -respondió él también en inglés-, pero no puedo entretenerme mucho. Mi sobrino va a venir a verme y tengo que acabar esto -señaló el árbol y enseguida se puso a trabajar en él.

– Es su última obsesión -dijo la enfermera-. Lo decora, luego lo deshace y empieza de nuevo. Leo, no pasa nada, puedes dejarlo un momento.

– No, no, debo acabarlo antes de que llegue Dante, se lo prometí.

– Estoy aquí, tío -le dijo Dante, acercándose-. No hace falta que acabes el árbol. Está bien así.

– Pero tengo que hacerlo o Dante se sentirá decepcionado. ¿Lo conocen por casualidad?

Ferne contuvo la respiración, pero Dante ni se inmutó. Parecía acostumbrado a aquello.

– Sí, lo conozco -le dijo-. Me ha hablado mucho de ti.

– -¿Pero por qué no viene él? -Leo parecía a punto de llorar.

– Leo, mírame -Dante le hablaba con mucha suavidad-. ¿No me conoces?

– No -Leo lo miró con los ojos muy abiertos-. ¿Debería?

– Te he visitado muchas veces. Esperaba que me reconocieras.

– No -dijo él desesperado-. Nunca le he visto antes. No le conozco. ¡No le conozco!

– No te preocupes, no pasa nada.

– ¿Quién es usted? -aulló Leo-. No le conozco. Intenta confundirme. ¡Váyase! Quiero que venga Dante. ¿Dónde está Dante? ¡Me lo prometió!

Ante sus ojos horrorizados, rompió a llorar, cubriéndose el rostro con las manos y gimiendo. Dante intentó abrazarlo, pero él lo empujó violentamente y salió a trompicones de la habitación, corriendo por el césped hacia los árboles.

La enfermera hizo ademán de seguirlo, pero Dante la detuvo.

– Deje que vaya yo.

Salió corriendo detrás de Leo, alcanzándolo a la altura de los árboles.

– Ay, Dios -suspiró Ferne.

– Sí, es muy triste -dijo la enfermera-. Es un anciano muy dulce, pero se obsesiona por cosas como ese árbol y la idea no para de darle vueltas en la cabeza.

– ¿Es normal que no reconozca a su familia?

– No vienen mucho por aquí. Dante lo visita más que nadie. No debería decirle esto, pero paga la mayor parte de los gastos para su cuidado, además de tratamientos especiales.

– ¿Y cuánto tiempo lleva Leo así?

– Treinta años. Hace que uno se pregunte cómo se ve la vida desde su cabeza.

Apesadumbrada, Ferne salió al jardín y se dirigió hacia los árboles. Entendía el temor de Dante a verse reducido a aquello, compadecido por todo el mundo. Ojalá hubiese un modo de convencerle de que su amor era distinto. En su interior, estaba perdiendo la esperanza.

Los escuchó antes de verlos. Por entre los árboles se oía llorar a alguien. Enseguida se topó con los dos hombres, que se habían sentado en un tronco. Dante rodeaba a su tío con el brazo y éste lloraba en su hombro.

Miró hacia arriba al ver que se acercaba. No dijo nada. Pero sus ojos le enviaron un mensaje: «Ahora lo comprendes. Sé prudente y huye cuanto antes».

– Deja de llorar -le dijo amablemente-. Quiero presentarte a una amiga. No puedes llorar delante de una señorita, pensará que no le gustas.

El suave sonido de su voz tuvo su efecto. Leo se sonó la nariz e intentó parecer animado

– Buon giorno, signorina.

– No, no, mi amiga es inglesa -dijo Dante-. Tenemos que hablar en inglés. No sabe idiomas como tú. Se llama Ferne Edmunds.

– Buenas tardes, señorita Edmunds.

– Llámame Ferne, por favor -dijo ella-. Me alegro mucho de conocerte -buscando algo que decir, miró a su alrededor-. Este sitio es muy bonito.

– Sí, siempre me ha gustado -añadió Leo con seriedad-, cuesta mucho mantenerlo, pero ha pertenecido a mi familia durante mucho tiempo y creo que debo… debo… -se interrumpió, mirando desconcertado a su alrededor.

– No te preocupes -dijo Dante, tornándole de la mano y hablando en voz baja-. Hay personas que se ocupan de cuidarlo.

– Quería que todo estuviese preparado cuando viniese Dante -dijo Leo con tristeza-, pero no va a venir, ¿verdad?

– Leo, soy yo -dijo Dante con urgencia-. Mírame. ¿No me reconoces?

Durante un instante, Leo contempló el rostro de Dante, con una expresión entre triste y ansiosa. Ferne contuvo la respiración por ambos.

– ¿Te conozco? -preguntó Leo con tristeza pasado un momento-. A veces creo… pero él nunca viene a verme.

Ojalá lo hiciese. Una vez me dijo que era la persona que mejor me entendía y que siempre sería mi mejor amigo. Pero no viene a visitarme y estoy muy triste.

– Pero sí que vengo a verte -dijo Dante-. ¿No te acuerdas de mí?

– No -suspiró Leo-. Nunca te había visto antes. ¿Conoces a Dante?

De primeras, ella pensó que Dante no respondería. Tenía la cabeza inclinada como si en su interior se debatiera una enorme lucha que agotase todas sus fuerzas. Pero finalmente logró decir:

– Sí, lo conozco.

– Por favor, dile que venga a verme. Lo echo mucho de menos.

El rostro de Dante estaba lleno de tristeza y Ferne sufrió por él. Tenía razón: la realidad era más terrible que cualquier cosa que ella pudiese haber imaginado.

– Volvamos dentro -dijo él, ayudando a Leo a levantarse.

Regresaron en silencio atravesando el césped. Leo se había animado, como si los minutos anteriores no hubiesen existido, y cantaba alegremente por la enorme finca que creía suya.

La enfermera salió a las escaleras y sonrió a Leo. -Tenemos tus pasteles favoritos -le dijo.

– Gracias. Intentaba explicarle a este amigo mío cómo es Dante. Deja que te enseñe una foto suya.

De una cajonera que había junto a la cama sacó un álbum y lo abrió por una página que contenía una única imagen. Era una foto reciente de Dante. Leo la miraba con orgullo.

– Se la hicieron… bueno, como ves no se parece nada… -miró a Dante con tristeza.

Ferne sintió que de un momento a otro iba a echarse a llorar. La imagen era claramente de Dante y el hecho de que Leo no lo reconociera explicaba lo terrible de su estado mental.

– ¿Lo ves? Si recuerdas cómo es… entonces… -las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.

A Ferne se le partía el corazón al ver a Dante allí sentado, contemplando aquella tragedia con serenidad. Cuando le hablaba a Leo, lo hacía con ternura y amabilidad, pidiendo nada, dándolo todo.

– Lo recordaré -dijo-. Confía en mí. E intentaré encontrar el modo de que estés mucho mejor. Sabes que puedes confiar en mí.

– Claro -dijo Leo con alegría-. Eres siempre tan bueno conmigo… ¿Quién eres?

– No importa -dijo Dante con dificultad-. Mientras seamos amigos, los nombres no importan.