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Leo sonrió.

– Gracias, gracias. Quisiera… quisiera…

De pronto comenzó a jadear y a agitarse. Empezó a sacudir los brazos y Dante tuvo que utilizar toda su fuerza para sujetarlo a la silla.

– Será mejor que se vayan -dijo la enfermera lacónicamente-. Sabemos lo que hay que hacer cuando se pone así.

– Llamaré más tarde -dijo Dante.

– Por supuesto, pero váyanse ahora, por favor. Tuvieron que marcharse a su pesar.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Ferne cuando salían.

Sufrió un ataque epiléptico -dijo Dante sin rodeos-.Es otra de las consecuencias de esta enfermedad. Perderá la consciencia y al despertar no recordará nada, ni nuestra visita. Una vez le pasó e insistí en quedarme, pero mi presencia lo inquietaba. Seguramente ha sido culpa mía que haya sufrido un ataque, porque al verme se ha alterado. Pobre hombre dijo ella con fervor.

Sí, lo es. Y ahora ya lo sabes. Vamos al aeropuerto. Has visto todo lo que tenías que ver.

Hablaron muy poco en el vuelo de vuelta a Nápoles. Ferne se sentía como si nunca más desease volver a decir una palabra. Le parecía tener la mente en sombras y ante ella sólo veía más oscuridad. Quizá las cosas mejorarían cuando llegasen a casa y hablasen del tema. Intentó creerlo con todas sus fuerzas.

Pero al llegar a casa, él se detuvo ante la puerta.

Voy a dar un paseo dijo. Volveré más tarde.

Ferne prefirió no sugerirle que lo acompañaba. Él quería alejarse de ella, ésa era la verdad. Y, como pensó mientras abría la puerta, ella también necesitaba estar lejos de él un momento. Hasta ese punto habían llegado.

El apartamento estaba aterradoramente silencioso. Ya había estado sola antes allí, pero el silenció no le había parecido tan amenazador porque la animosidad de Dante siempre le había acompañado, incluso no estando él presente. Pero la risa había desaparecido, quizá para siempre, y había sido sustituida por la hostilidad de un hombre que había encontrado traición donde creía haber encontrado confianza.

Todo había sucedido muy deprisa. Tan sólo hacía unas horas, ella había estado disfrutando de la certeza del amor de él, de que el problema entre ambos podía resolverse. Y luego el mundo se le había caído encima.

No, había caído sobre ambos, porque aunque Dante se había mostrado cruel, ella se había percatado del dolor y la desilusión que lo corroía.

En su desesperación, le había dicho que lo amaba, pero en ese momento cayó sobre ella con la fuerza de un mazo que él no le había respondido diciéndole lo mismo. Sólo había hablado de acabar con su amor. Ferne deseó creer que él se había estado obligando a hacerlo, negando sus verdaderos sentimientos, pero ya no estaba segura de cuáles eran éstos. A veces le había parecido detectar odio en la mirada de Dante.

Puede que aquél fuese el verdadero Dante, un hombre cuya necesidad de mantener el mundo a raya era más grande que cualquier amor que pudiese sentir. Quizá la hostilidad con que la había tratado era el sentimiento más fuerte que pudiese albergar.

Se sentó a oscuras, temblando de pena y desesperación.

Al amanecer lo oyó llegar, moviéndose sin hacer ruido. Al ver que la puerta del dormitorio se abría un poco, le dijo:

Estoy despierta.

Lo siento. ¿Te he despertado? hablaba en voz baja.

– No puedo dormir.

Dante no se acercó a la cama, sino que se quedó junto a la ventana, mirando al Vesubio como una vez habían hecho juntos.

¿Eso es lo que querías decir preguntó ella, situándose junto a él, cuando hablabas de no saber nunca cuándo iba a enviar un mensaje de advertencia?

Así es.

– Y, ahora que lo ha hecho, ¿se supone que debemos huir corriendo?

Si se es sensato, sí.

Yo nunca lo fui.

– Lo sé -rió fugazmente-. Nadie que nos conociese hubiese imaginado que yo era el único sensato, ¿verdad?

– Desde luego, yo no -dijo ella, intentando recuperar el tono de broma en que ambos solían hablar.

– Pues debo ser sensato por ambos. Pensaba que lo ocurrido hoy te había abierto los ojos. Ya viste lo que me espera al final del camino.

– No, si recurres a los médicos para evitarlo -presionó ella.

– No hay forma de evitarlo, o al menos, las posibilidades son tan escasas que no merece la pena correr el riesgo. Acabar como Leo es mi peor pesadilla. Y puede que un día ocurra. Si para entonces estamos casados, ¿qué harías? ¿Serías tan sensata como para dejarme?

Ferne lo miró fijamente, incapaz de creer lo que Dante acababa de decirle.

– ¿Querrías entonces que te dejara… que te abandonara?

– Querría que te alejases de mí lo más posible, que te marcharas a un lugar en el que nunca tuvieses que verme o volver a pensar en mí jamás.

Destrozada, Ferne dio un paso atrás y lo miró. Entonces una rabia ciega se apoderó de ella y alzó la mano para abofetearle, pero en el último segundo la dejó caer y se marchó apresuradamente, aterrada por lo que había estado a punto de hacer.

Dante la siguió, furioso también, y la giró hacia él -Si quieres pegarme, hazlo -le dijo bruscamente.

– Es lo que debería hacer -contestó ella.

– Sí, debería. Te he insultado, ¿no? Pues bien, volveré a insultarte una y otra vez hasta que te enfrentes a la realidad

La rabia con la que le habló asustó a Ferne. Ella entendía en parte que su crueldad era un intento deliberado de ahuyentarla por su bien. Pero le asombraba su intensidad, que le advertía que había partes de él que nunca había comprendido porque él nunca le había permitido hacerlo.

– La realidad es lo que uno quiere que sea -dijo ella.

– Quizá es que veo las cosas de manera distinta. ¿Matrimonio? ¿Niños? ¿Caminar de la mano hacia la puesta de sol? Sólo que yo no estaría sosteniendo tu mano, sino aferrándome a ella para apoyarme.

– Y yo estaría contenta de poder ofrecerte ese apoyo porque te quiero.

– No me quieras -dijo él despiadadamente-. No tengo amor con que compensarte.

– ¿Es eso cierto? -susurró ella.

La miró de una forma terrible, llena de una desesperación y un sufrimiento que ella no podía aliviar. Y fue entonces cuando se enfrentó a la verdad: si no poseía la capacidad de calmar su dolor, todo había acabado entre ellos.

– Intenta no odiarme -dijo él con voz cansada.

– Creí que deseabas que te odiase porque era el modo más rápido de librarte de mí.

– Eso creía, pero supongo que no logro conseguirlo. No me odies más de lo debido y yo intentaré no odiarte a ti.

– ¿Odiarme? -repitió ella-. Después de todo lo que hemos… ¿podrías odiarme?

Se hizo un largo silencio y luego él susurró:

– Sí. Si tuviese que hacerlo.

Volvió a mirar por la ventana, hacia donde rompía el alba. El cielo estaba despejado y los pájaros empezaban a cantar. Iba a ser un día maravilloso.

Ella se le acercó por detrás, tocándolo con suavidad y descansando la mejilla en su espalda. En su cabeza se arremolinaban las palabras que quería decirle, pero ninguna iba a bastar.

Sentía el calor de su cuerpo, como lo había sentido tantas veces con anterioridad y, de pronto, de un modo irracional, se vio inundada de esperanza. Aquél era Dante, el que la amaba por mucho que dijese. Y seguirían juntos porque así estaba escrito.

Lo único que tenía que hacer era convencerlo de esa realidad.

– Cariño -susurró ella.

Con voz seca, él le contestó sin mirarla.

– Hay un vuelo a Inglaterra a las once. Te he comprado un billete.

La acompañó al aeropuerto, la ayudó a facturar y se quedó con ella mientras esperaban la primera llamada. Su actitud no fue más cariñosa que antes. Cumplía educadamente con su deber.

Ella no podía soportarlo. Pasara lo que pasase, no podía marcharse en una dirección y dejar que él tomara otra distinta, a merced de cualquier viento que soplara.