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– Dante, por favor.

Olvídalo.

– Deja que me quede -susurró ella-. Haremos que esto funcione.

Él negó con la cabeza con ojos cansados y vencidos.

– No es culpa tuya. Soy yo. No puedo cambiar. Siempre seré una pesadilla para la mujer con la que conviva. Tenías razón, no debía haber intimado contigo sin advertirte antes. ¿No prueba eso acaso que soy un monstruo?

– No eres un monstruo -dijo ella con convicción-. Sólo eres un hombre atrapado en una red. Pero no tienes que vivir en ella solo. Deja que entre en ella, déjame ayudarte.

– ¿Para ver cómo quedas atrapada tú también? No, vete mientras puedas. Ya te he causado suficiente daño. ¡Por el amor de Dios, hazlo por mí, vete!

Huyó casi corriendo, apresurándose entre la multitud sin mirar atrás. Ella se quedó mirándolo mientras la distancia entre ambos se hacía cada vez más grande, hasta que hubo desaparecido.

Pero sólo de su vista, porque en su mente y su corazón, donde él habitaría siempre, todavía podía verlo volver al apartamento vacío y la vida vacía en que se instalaría solo para siempre, en la soledad amargamente doble de aquéllos que han elegido su aislamiento.

CAPÍTULO 11

FERNE llegó a su apartamento bien entrada la noche y lo encontró lúgubre y frío. Cerró la puerta tras ella y se quedó en silencio, pensando que Dante estaría encerrado en una oscuridad más que física.

No había comido nada en todo el día, así que encendió la calefacción y empezó a prepararse algo, pero de pronto lo dejó y se fue a la cama. No tenía fuerzas para ser sensata.

«¿Dónde estás», pensó. «¿Qué estás haciendo? ¿Estás tumbado allí solo, pensando en mí como yo pienso en ti? ¿O estás entretenido con alguna chica? No, es demasiado pronto. Acabarás haciéndolo, pero todavía no».

Durmió un rato, se despertó y volvió a dormirse. Dormida o despierta, sólo veía sombras en todas direcciones. Al final se vio obligada a admitir que había amanecido un nuevo día y salió despacio de la cama.

Lo primero que hizo fue llamar a Hope. Estaba al tanto de todo y le había pedido que la llamase para decirle si había llegado bien.

– Pretendía llamarte anoche, pero llegué muy tarde -se disculpó.

– No importa. ¿Cómo estás tú? Tienes muy mala voz.

– Estaré bien cuando tome una taza de té -dijo ella, intentando parecer relajada.

– ¿Cómo estás de verdad? -insistió Hope con preocupación maternal.

– Necesitaré un tiempo -admitió ella-. ¿Cómo está Dante?

– Él también lo va a necesitar. Carlo y Ruggiero se pasaron a verle anoche. No estaba en casa, así que recorrieron los bares de la zona hasta encontrarlo sentado en un rincón bebiendo whisky. Lo llevaron a casa, lo acostaron y se quedaron con él hasta el día siguiente. Carlo acaba de llamarme para decirme que está despierto con una terrible resaca, pero bien en general.

Se despidieron con mutuas expresiones de afecto. Unos minutos después, sonó el teléfono. Era Mick.

– He oído rumores -dijo-. Dicen que has vuelto a la tierra de los vivos.

Ella casi se echó a reír.

– Es una forma de decirlo. Estoy en Inglaterra.

– -¡Genial! Tengo un montón de trabajo para ti. -Pensaba que me habías plantado.

– No suelo plantar a gente con el potencial de beneficios que tú tienes. El trabajo que rechazaste sigue en pie. Han probado a otra persona, pero no les gustó y me dijeron que te consiguiera a cualquier precio. Es mucho dinero.

– Muy bien -interrumpió a Mick finalmente-. Dime cuándo y dónde y allí estaré.

Aquel día se acercó al teatro y desde el primer momento todo fue como la seda. La historia de su encuentro con Sandor en Italia se había hecho pública y empezó a recibir ofertas para contarlo a la prensa, pero las rechazó. Sandor, nervioso, ofreció una entrevista al periódico, que apareció ilustrada con varias de las fotos más famosas de Ferne. Su fama aumentó y también sus honorarios.

La vida florecía a su alrededor

Pero ella pensó que no, que la vida no, sino su carrera, porque la vida para ella ya no existía.

Hablaba con Hope con frecuencia y siempre tuvo la impresión de que la existencia de Dante era muy parecida a la suya, exitosa en apariencia pero gris y deprimente en realidad, pero no tuvo noticias directas de él hasta pasado un mes de su estancia en Inglaterra, cuando recibió un mensaje:

Tu éxito aparece en todos los periódicos. Me alegro de que no salieras perdiendo. Dante.

Ella le contestó:

He perdido más de lo que sabrás jamás.

Después de aquello se hizo el silencio. Ella luchó desesperadamente por aceptar el hecho de que nunca más sabría de él, pero entonces recibió una carta.

Sé lo generosa que eres, así que me atrevo a esperar que con el tiempo me perdones por las cosas que dije e hice. Sí, te quiero, y sé que siempre te querré. Pero por el bien de los dos no volveré a decírtelo nunca más.

Noche tras noche, Ferne lloró con la carta apretada contra su pecho. Finalmente contestó:

No tienes que volver a decírmelo. Era suficiente con que me lo dijeses una vez. Adiós, amor mío.

Él no contestó. Ella no esperaba que lo hiciese. Empezó a tener pesadillas. Un día soñó que el tiempo había pasado y lo veía al cabo de los años. Corría ansiosa hacia Dante, pero él la miraba sin reconocerla. Alguien lo tomaba del brazo y se lo llevaba.

Entonces ella se daba cuenta de que había pasado lo peor, que había sufrido el daño cerebral que siempre había temido. Ella esperaba que se volviese a mirarla, pero no lo hacía, porque se había borrado de su mente como si nunca hubiese existido.

Se despertó gritando.

Incorporándose con dificultad, reprimió sus sollozos y de pronto todo su cuerpo pareció convertirse en una enorme náusea. Salió corriendo de la cama y consiguió llegar al baño justo a tiempo.

Una vez se le hubo pasado, se sentó temblando y pensando en lo que le había pasado.

«Debe de ser una indisposición estomacal, no significa que esté embarazada».

Pero así era. Y ella lo sabía. Una visita a la farmacia y un test lo confirmaron

La certeza de que iba a tener un hijo de Dante le cayó encima como un rayo. Se consideraba una persona moderna, cuidadosa, sensata, pero al estar con él había olvidado todo lo demás. Su vida había dado un vuelco en un segundo.

Iba a tener un hijo de Dante, nacido de su amor, pero también con la posibilidad de heredar la enfermedad que había distorsionado la vida de su padre: sería el recuerdo constante de lo que podía haber tenido y había perdido para siempre.

La solución más sensata sería un aborto, pero ella lo descartó enseguida. Si no podía tener a Dante, conservaría una pequeña parte de él y nada podría convencerla de que la destruyese.

Lo que sí era seguro es que Dante tenía derecho a saberlo. Y entonces, quizá…

– ¡No, no! -gimió-. Nada de falsas esperanzas. Sólo decírselo y luego… ¿Y luego qué?

Una vez decidida, se movió con rapidez. Llamó a Mick y arregló con él todo lo referente al trabajo. Luego voló a Nápoles y se alojó en un hotel. No le anunció a nadie su visita, ni siquiera a Hope. Era algo que sólo les incumbía a Dante y a ella.

Todavía había luz cuando cubrió la corta distancia que había hasta el bloque de apartamentos. Levantó la vista hacia las ventanas intentando descubrir algún signo de vida, pero era demasiado temprano como para que las luces estuviesen encendidas.

Tomó el ascensor hasta la quinta planta y entonces dudó. No le pegaba perder la confianza, pero aquello era muy importante, sobre todo los minutos siguientes. Escuchó, pero no había ruido alguno en el interior. De pronto perdió el valor y se dispuso a marcharse.

¡No te vayas!

Era casi un grito. Girándose, vio a Dante en el umbral de la puerta. Estaba despeinado y llevaba la camisa abierta, tenía el rostro demacrado y parecía no haber dormido en un mes. Pero lo único que ella vio fue que tenía los brazos abiertos y en un segundo se vio envuelta en ellos.