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Aquella noche hicieron el amor como si fuese la primera vez. Él la acarició suavemente, como con miedo a hacerle daño. Ella reaccionó con apasionada ternura y entre ellos flotó siempre el mismo pensamiento: que quizá aquélla sería la última vez. Al acabar, se abrazaron cariñosamente.

A la mañana siguiente, un abogado se presentó en la casa con varios papeles para que los firmara Dante y también algunos para Ferne.

– Están en italiano, no entiendo una palabra -dijo ella.

– Fírmalos -le dijo él-. Si acabo incapacitado, te darán poder para hacerte cargo de mis cosas.

Ella estaba un poco perpleja, ¿es que siendo su esposa eso no ocurría automáticamente? Puede que la ley italiana fuese más complicada. Firmó rápidamente y siguió con los preparativos.

No llevó un espléndido traje de novia, sino un vestido de seda melocotón que sabía que a él le gustaba. Con traje de chaqueta oscuro, Dante estaba más guapo que nunca. Ambos evitaron mirar la maleta que él iba a llevar consigo al hospital cuando acabase la boda.

Finalmente el abogado se marchó y se quedaron solos, esperando al taxi.

– Creo que ya está aquí -dijo ella, asomándose a la ventana.

– Un momento -dijo él reteniéndola-. Sólo hay una cosa más que tengo que saber antes de que sigamos adelante. Quiero casarme contigo más que nada en el mundo, pero no puedo soportar la idea de convertirme en una carga para ti. ¿Me das tu palabra de que me internarás en una residencia si acabo como el tío Leo?

– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó ella, aterrada.

– No puedo casarme contigo para convertirme en una carga. Si no me das tu palabra, suspenderé la boda.

– ¿Y tu hijo?

– Acabamos de firmar unos papeles que te otorgan el control absoluto de todas mis posesiones, estemos o no casados, para tu manutención y la de nuestro hijo.

– ¿Crees que hablaba de dinero?

– No, pero tienes que saber que mis disposiciones servirán para cuidar de los dos, incluso aunque no lleguemos a casarnos.

– ¿Tengo tu palabra -preguntó él de nuevo- de que si quedo incapacitado…?

– Calla -dijo ella incapaz de soportarlo.

– No quiero que la gente sienta lástima de mí. No quiero que mi hijo crezca mirándome con desprecio. ¿Tengo tu palabra de que, si todo sale mal, me internarás? -le tomó las manos-. Júralo, o no me casaré contigo. Nada significa más para mí que tú, pero intenta comprender, amor mío. Has hecho mucho por mí y sólo te ruego una cosa más para mi tranquilidad.

– De acuerdo -dijo ella con pena-. Lo juro.

– Gracias.

La boda se celebró en la capilla del hospital. Todos los Rinucci que vivían en Nápoles estaban allí.

Toni fue quien llevó a la novia al altar. Dante la miraba de tal modo mientras se acercaba que ella se quedó sin respiración. Supo que recordaría aquella mirada toda la vida. Tomando la mano de Dante, declaró:

– Yo, Ferne, te tomo a ti, Dante, como esposo y prometo amarte y respetarte en la alegría y en las penas, en la salud y la enfermedad, todos los días de mi vida.

Ella sabía que él no estaba preparado para entender sus palabras. Sólo podía rezar pidiendo un milagro que le permitiese demostrárselas.

Luego intercambiaron los anillos y el sacerdote les preguntó si querían añadir algo. Dante asintió, tomó de la mano a Ferne y, con voz alta y clara, le dijo:

– Te ofrezco mi vida en lo que valga… que no es mucho, quizá, pero no hay parte de ella que no te pertenezca. Haz con ella lo que quieras.

A ella le llevó un momento contener las lágrimas, pero luego dijo con voz temblorosa:

– Todo lo que soy y seré te pertenece, ahora y siempre… traiga lo que nos traiga la vida.

Hizo hincapié en las últimas palabras, esperando que él las entendiese, y vio cómo él se quedaba inmóvil por un instante, mirándola inquisitivo.

En lugar de celebrar el banquete, todos acompañaron a Dante a su habitación. Había allí una botella de champán para subrayar que aquello era una fiesta, pero poco después las risas y felicitaciones se fueron apagando porque todos recordaron la razón por la que Dante estaba allí.

Uno por uno se fueron despidiendo, todos sabiendo que podía ser para siempre. Hope y Toni lo abrazaron con fuerza y luego los dejaron solos.

– Tiene que descansar -le dijo la enfermera a Dante-. Acuéstese ya y bébase esto. Le ayudará a dormir.

– Quiero quedarme con él -dijo Ferne.

– Por supuesto.

Ella lo ayudó a desvestirse y de pronto fue como si una enorme máquina hubiese asumido el control. Se había puesto en marcha y nadie podía saber cuándo se detendría.

– Me alegro de que te quedes aquí esta noche -dijo él-, porque quiero pedirte que me perdones por haber sido tan egoísta. Tenías razón cuando dijiste que no tenía que haber dejado que intimaras tanto conmigo sin decirte la verdad. Has sido la mejor experiencia de mi vida y siempre lo serás, pase lo que pase. ¿Entiendes? Pase lo que pase. Pero di que me perdonas. Necesito oírte decirlo -estaba empezando a dormirse.

– Te perdonaré si quieres, pero no hay nada que perdonar. Por favor, intenta entenderlo.

Él sonrió sin responderle. Un segundo después, cerró los ojos. Ferne apoyó la cabeza sobre la almohada que había a su lado y se quedó mirándolo hasta quedarse dormida.

Aquélla fue su noche de bodas.

Por la mañana, los camilleros vinieron para llevarlo al quirófano.

– Un momento -dijo Dante desesperadamente.

Ella se inclinó sobre él, y Dante le acarició el rostro.

– Si esta fuese la última vez… -susurró él.

Sus palabras golpearon a Ferne como un mazazo. Realmente aquélla podía ser la última vez que lo acariciaba, que le miraba a los ojos.

– No es la última vez -dijo ella-. Pase lo que pase, siempre estaremos juntos.

De pronto él se incorporó, como si buscara algo.

– Tu cámara -dijo-. La que siempre llevas contigo.

Entonces ella lo comprendió todo. Sacándola del bolso, activó el disparador automático y luego lo tomó entre sus brazos, mirándole a los ojos.

Él la contemplaba con una tranquilidad y una paz que nunca había visto en los ojos de Dante.

– Sí -dijo él-. Siempre estaremos juntos. Puede que yo ya no esté presente, pero mi amor sí lo estará, hasta el final de tu vida. Dime que lo sabes.

Ella no pudo hablar, sólo asentir.

Había llegado la hora. Los camilleros se lo llevaron.

– ¿Y si muere? -dijo Ferne a Hope, consternada-. ¿Y si muere en una operación a la que se ha prestado por mi causa? Podría haber vivido años sin enfermar. Si muere, yo lo habré matado.

– Y si sale bien, le habrás salvado la vida y la cordura -dijo Hope con convicción.

Las horas pasaban muy despacio. Ferne sacó muchas veces la cámara y estudió la última foto que había hecho. Era diminuta, pero en ella se podía ver a Dante con el rostro vuelto hacia Ferne con tal adoración que aquello la asustó. ¿La había mirado así antes y ella nunca se había dado cuenta? ¿Sería lo último de él que vería jamás?

¿Qué le había hecho?

Veía su vida extenderse ante ella, con un vacío en el lugar en el que debía haber estado él. Su hijo le preguntaba dónde estaba su padre, sin saber que su madre lo había enviado a la muerte.

Finalmente, sacaron a Dante del quirófano con la cabeza envuelta en un vendaje. Estaba pálido, fantasmal, parecía otra persona. Pero estaba vivo.

– Ha ido todo bien -les dijo el médico-. Es un hombre fuerte y no hubo complicaciones. Es demasiado pronto para estar seguros, pero creo que sobrevivirá.

– ¿Y… lo otro? -tartamudeó Ferne.

– Tendremos que esperar a ver cómo evoluciona. Es una lástima que haya retrasado tanto la operación, pero espero que salga adelante.

La reserva del médico la perseguía cuando se sentó junto a la cama de Dante, esperando que despertara. No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Hacía mucho tiempo que no dormía, pero por muy cansada que estuviera, sabía que no podría dormir.