Выбрать главу

Las horas pasaban. Él yacía terroríficamente inmóvil, enchufado a tantas máquinas que casi desaparecía bajo ellas. Un enorme tubo lo unía a la máquina de respiración asistida, cubriéndole parte de la cara.

– Puede que te lo haya quitado todo -susurró ella-. Intentaste advertirme, pero ahora, si tu vida está arruinada, será culpa mía. Perdóname. Perdóname

Él seguía inmóvil y silencioso. El único sonido en la habitación era el de la máquina. Al alba, ella se dio cuenta de que había pasado allí toda la noche. Un médico que vino a desconectar el respirador, le dijo:

– Veamos cómo se las apaña sin él.

Hubo una pausa en la que el tiempo pareció detenerse y entonces Dante dio una pequeña bocanada e inspiró largamente.

– Excelente -dijo el médico-. Respira con normalidad. Se marchó y ella volvió a sentarse junto a la cama, tomando la mano de Dante entre las suyas.

– Ha sido un gran comienzo -le dijo.

¿Podría oírla? Si pudiese llegar hasta él, podría ayudarle a fortalecer el cerebro.

– Todo saldrá bien -le dijo, acercándose-. Te despertarás y serás el mismo de siempre: intrigante, manipulador, poco fiable, un hombre que toda mujer sensata debería evitar. Pero nunca fui sensata con respecto a ti. Tenía que haberme rendido el primer día, ¿verdad? Pues creo que lo hice y eso me hizo mucho bien. ¿Te acuerdas?

Siguió hablando sin saber lo que decía o cuánto tiempo pasaba. Las palabras no importaban, la mayoría eran tonterías, del tipo que solían compartir, pero él debía oír el mensaje que subyacía bajo toda aquella charla: un ruego de que volviese con ella.

– No me dejes sola sin ti. Vuelve conmigo.

Pero él se mantenía tan inmóvil que parecía haberse marchado ya a otro mundo. Por último, ella se inclinó y lo besó suavemente en los labios.

– Te quiero -susurró-. No hace falta decir más. Entonces se echó hacia atrás, asustada. ¿Se había movido?

Lo miró con atención. Era verdad. Se movía. Dante emitió un suspiro y luego murmuró algo. -¿Qué has dicho? -le preguntó ella-. Háblame. -Portia -susurró él.

¿Qué es eso?

Pasado un segundo, volvió a repetir la palabra. -Portia…, me alegro mucho de que estés aquí. Ferne quiso gritar de desesperación. No la conocía. Le estaba fallando el cerebro, tal y como había temido. Fuese quien fuese Portia, estaba ahí dentro con él.

Lentamente, Dante abrió los ojos.

– Hola -murmuró-. ¿Por qué lloras?

– No lloro. Sólo estoy feliz de que hayas vuelto

. Él sonrió adormilado.

– Me has llamado intrigante, manipulador, poco fiable. Pero no importa. Mi amiguita me defenderá.

– ¿Tu amiguita? -preguntó ella asustada, casi sin atreverse a respirar.

– Nuestra hija. He estado conociéndola. Quiero que se llame Portia. Le gusta. Querida Ferne, no llores. Todo va a salir bien.

Llevó un tiempo asumir que estaba totalmente recuperado, porque las noticias eran demasiado buenas para ser verdad. Pero a cada hora que pasaba, Dante demostraba que sus facultades estaban tan plenas como de costumbre.

– Jugamos con el destino con sus propias cartas -le dijo él-. Y ganamos. O más bien, tú ganaste. Antes de que aparecieses, nunca tuve el valor de enfrentarme a este juego. Nunca lo habría hecho de no ser por ti -le acarició la cara-. Nunca soñé que pasaría esto.

– Yo siempre lo creí -dijo ella.

– Lo sé, pero yo no podía estar seguro. Siempre cabía la posibilidad de que tuvieses que internarme en una institución.

Ferne dudó. Podía haber dejado pasar fácilmente aquel momento, pero algo le empujaba a ser sincera con él. -No -dijo ella-. No lo hubiese hecho nunca.

– Pero me lo prometiste, ¿recuerdas?

– Sé lo que te prometí -dijo ella con calma-, pero no hubiese cumplido esa promesa por nada del mundo. Incluso ahora, creo que no has empezado a entender lo mucho que te quiero. Te habría mantenido aislado porque ése era tu deseo, pero habrías estado en tu casa, donde nadie excepto yo pudiese verte todos los días. Crees que el amor es una cues tión de pactos y no entra en tu cabeza que el amor deber ser incondicional, porque si no lo es, no es amor.

Ella esperó por si él decía algo, pero parecía demasiado asombrado como para hablar. Cuando finalmente abrió la boca, fue para pronunciar únicamente dos palabras, las últimas que Ferne esperaba escuchar.

– ¡Gracias a Dios!

– ¿Cómo?

– Gracias a Dios que eres una mentirosa, cariño. Cuando pienso en el desastre en el que habria caído si hubieses sido sincera, me echo a temblar. Nunca pensé que tenía derecho a casarme contigo, sabiendo en lo que podría estar metiéndote. Era mi forma de liberarte. Si te hubieses negado a hacerme esa promesa, me habría visto obligado a rechazar el matrimonio, aunque deseaba ser tu esposo con toda mi alma. En la vida, la muerte, o la medio vida que tanto temía, quiero que tú, y sólo tú, estés ahí junto a mí. Pero me sentía un egoísta. Te pedí que hicieras la promesa porque pensaba que no tenía derecho a arruinar tu vida.

– Pero eso nunca iba a suceder -protestó ella-. Tú eres mi vida. ¿Es que no lo has entendido?

– Supongo que estoy empezando a hacerlo. Me parece demasiado esperar que me quieras tanto como te quiero yo. Todavía no consigo asumirlo, pero sé que mi vida te pertenece. Y no sólo porque estamos casados, sino porque la vida que tengo ahora es la que tú me has dado. Tómala y úsala como quieras. Tú has sido quien apartó los nubarrones y trajo la luz del sol. Y, mientras estemos juntos, siempre será así.

Dos semanas más tarde, a Dante le dieron el alta en el hospital y ambos fueron a pasar unas semanas en Villa Rinucci. Incluso cuando volvieron al apartamento llevaron una vida tranquila excepto por el desayuno nupcial que habían aplazado y que celebraron con la presencia de toda la familia Rinucci.

Después, todos contuvieron la respiración en espera del nacimiento del nuevo miembro de la familia. Portia Rinucci nació en primavera, con los ojos de su madre y el carácter de su padre. Durante el bautizo, todos observaron que era su padre el que la sostenía posesivamente, pleno de amor y de orgullo, mientras su madre los miraba comprensiva, feliz de aquella inusual disposición.

Si a veces los ojos de Ferne se oscurecían, era tan sólo porque nunca olvidaba una nube que se había retirado pero que nunca había desaparecido del todo. Conforme creciera su hija, sus vidas podían verse de nuevo ensombrecidas. Pero se enfrentaría a la situación, fortalecida por un amor y una felicidad que pocas mujeres conocían

Lucy Gordon

***