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¿Quién era esa mujer de mirada insinuante y sonrisa socarrona que se regodeaba en la atención que aquel hombre le estaba prestando? No era ella en realidad. Dante le había sacado esa sonrisa entre bromas y la había persuadido de que mirase de lado, sonriendo, para fascinarlo como él la fascinaba a ella. Era un showman capaz de meter a todo el mundo en el espectáculo. Sólo era eso, y no debía olvidarlo.

Alguien llamó a la puerta y se oyó la voz de Dante:

– Soy yo.

Ella resopló consternada. De algún modo había esperado que llamase a su puerta, pero no tan pronto. ¿Dónde estaba el hombre hábil, sensible y delicado que ella había imaginado? ¿Acaso era vulgarmente obvio después de todo? Se sintió totalmente decepcionada.

Mientras pensaba las palabras para rechazarle, volvió a llamar.

– ¿Puedo pasar?

– Sí -dijo ella apresuradamente, agarrando su bata y poniéndosela mientras él aparecía cauteloso por la puerta.

– Oh, estás viendo las fotos -dijo-. Quería verlas. ¿Soy buen fotógrafo?

– Pues… sí, algunas son muy bonitas -dijo ella, intentando poner en orden sus pensamientos.

El todavía estaba vestido y no parecía notar que ella ya estaba en camisón. Estudió la pantalla del ordenador.

– Buena -dijo-. Eres muy fotogénica, y la luz era estupenda. Me gustaría tener una copia de ésta -dijo-. Estás genial.

Ahí estaba: primer movimiento. Cuidado.

Pero era difícil tener cuidado, porque de pronto fue consciente de su desnudez bajo el ligero camisón. Todo su cuerpo se volvía sensible a él e ignoraba sus esfuerzos por controlarse.

– Me temo que eso llevará un tiempo -dijo-. No he traído la impresora.

– No hay problema. Aquí tienes mi dirección de correo electrónico. Envíamela y yo la imprimiré. Ahora, si fuera tú, me iría a la cama. Ha sido un día largo y mañana habrá mucho más trajín.

Se giró en la puerta.

– Que duermas bien. Siento haberte molestado. Buenas noches.

La puerta se cerró tras él.

El ruido de aquella puerta al cerrarse llegó hasta dos personas que yacían satisfechas la una en brazos de la otra justo al final del pasillo.

– ¿No se va demasiado pronto? -dijo Toni-. Dante está perdiendo habilidades. Normalmente consigue a las mujeres que quiere… temporalmente.

– Lo sé -dijo Hope-. En cuanto las cosas empiezan a ponerse serias, se esfuma. Pero ¿cómo culparle? Piensa cómo debe de sentirse, sabiendo que… ¡Dios, es terrible! No puede reaccionar como los demás.

– No quiere que nadie mencione el tema -dijo Toni con gravedad-. Si lo intentas, se torna frío y airado. Quiere fingir que no pasa nada, pero cuando está desprevenido, detectas en sus ojos la conciencia y el miedo.

– ¿Deberíamos decírselo a Ferne por si acaso? -dijo Hope.

– ¿Advertirla? Ahora no. Quizá más adelante. Dante se enfadaría mucho si se enterase de que habíamos descubierto su secreto.

Al fin y al cabo, al final acabará saliendo a la luz.

No lo sédijo Toni con tristeza.Puede que sea algo de lo que no se hable nunca…hasta que sea demasiado tarde.

El amanecer era la mejor parte del día, cuando la atmósfera limpia y despejada proporcionaba mayor intensidad a la vista de la bahía con el Vesubio al fondo. ¡Qué tranquilo se veía el volcán dormido y qué duro había tenido que ser conseguir esa paz! Era justo lo que la noche anterior había enseñado a Ferne.

Se creía preparada para rechazar cualquier avance de Dante, pero al ver que le deseaba cortésmente las buenas noches, Ferne descubrió que no estaba preparada en absoluto para los sentimientos que recorrieron su interior.

La incredulidad inicial había dado paso a la rabia, la privación y finalmente al insulto. El cuerpo de Ferne había florecido ante la perspectiva de hacer el amor con él, pero él no había mostrado interés. Había pasado a ser una cuestión de mala educación.

¿Habría sospechado él de su momento de debilidad? El pensamiento le producía escalofríos.

Sintió la necesidad de alejarse de él lo más posible. La noche anterior había salido a ver la puesta de sol. ¿Y si salía a contemplar el amanecer?

Girándose para entrar en la casa, se lo encontró justo detrás de ella. ¿Cuánto tiempo llevaba allí?

– Buenos días -dijo ella precipitadamente, intentando pasar de largo a su lado.

Pero él la detuvo posándole suavemente la mano en el brazo.

– Quédate.

– Dictas órdenes con gran generosidad -dijo ella lacónicamente.

– ¿Te he ofendido?

– Por supuesto que no. Pero pensé que preferirías estar a solas.

– A solas contigo.

Él la giró hacia el mar, quedándose tras ella con los brazos cruzados sobre su pecho, abrazándola suavemente. El contacto con su cuerpo hizo que el enfado de Ferne se apaciguase y ésta alzó los brazos, pero no para apartarlo de ella, sino para retener su abrazo.

– Tan cerca y sin embargo tan lejos -susurró él.

– ¿A qué distancia está el Vesubio?

– Está sólo a unos diez kilómetros, pero es un universo diferente. Hace años lo escuché rugir y me pareció mágico. Siempre estoy deseando volverlo a escuchar.

– ¿No ha habido suerte?

– Aún no. Te mantiene expectante.

– Puede que no sepa decidir qué es lo que quiere.

– O puede que sepa lo que quiere y no sabe qué hacer al respecto -observó él.

Acababa de explicarle lo ocurrido la noche anterior. No quería mantener las distancias con ella, pero por alguna razón creía que debía hacerlo, así que le correspondía a ella dar el siguiente paso. Lo demás no importaba: Ferne se sentía complacida.

Cuando regresaron, la villa había despertado. Todos estaban revolucionados ante la llegada de los dos hijos que faltaban por llegar, Justin de Inglaterra y Luke de Roma. Casi toda la familia iba al aeropuerto a recibir a Justin, su mujer y sus hijos. Dante y Ferne se quedaron en la villa para recibir a Luke.

A. media mañana llegaron Primo y Olympia, seguidos de cerca por otro coche del que salió un hombre de aspecto impactante seguido de una joven rubia y menuda.

– Luke y Minnie -dijo Dante.

Por las miradas de curiosidad, Ferne supo que su historia se había extendido por la familia. Cuando Minnie bajó de su habitación, buscó la compañía de Ferne y le pidió que se lo contase todo. Pero antes de que empezase a hablar se escuchó un grito y todos salieron apresuradamente a dar la bienvenida a los recién llegados de Inglaterra.

Justin, el hijo mayor de Hope, era un hombre serio que de primeras parecía no pertenecer a aquel grupo tan bien avenido, pero Ferne detectó en él una mirada posesiva hacia su madre que contrastaba con su aspecto. Miraba del mismo modo a su esposa, Evie, una joven dinámica con aire de animosa eficiencia.

Venían acompañados de Mark, hijo de Justin fruto de su primer matrimonio. Tenía unos veinte años y su atractivo, su pelo oscuro y sus ojos brillantes despertaron ansiosas miradas en las dos doncellas.

– Está descubriendo sus habilidades como donjuán -gruñó Justin con cierto resabio a orgullo paternal-. Resulta difícil convivir con él.

– No seas duro con él -protestó Evie-. No tiene culpa de ser tan guapo. Acaba de tener su primera aventura con una chica que la clases de baile. Se apuntó para estar cerca de ella y ahora baila maravillosamente.

Más tarde, tras la comida, Toni se puso a rebuscar viejas cintas, de antes de los tiempos del rock and roll, y las puso en un antiguo magnetofón.

– Venga -le dijo a Mark-. Veamos si eres tan bueno.

Sin dudarlo ni un segundo, Mark le tendió la mano a Ferne, a la que había estado admirando durante la comida desde el otro lado de la mesa.

– ¿Bailas conmigo?

Ella aceptó encantada. Era una buena bailarina y Mark era un experto. Enseguida estaban girando en perfecta sincronía.