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La princesa prosiguió:

– Si hubiéramos sabido ganar tiempo, quizá Rusia se hubiese enredado en las guerras de los Balcanes o en China. Y además el zar no es eterno, puede morir, o los tumultos y sublevaciones pueden hacerle tambalearse de nuevo como hace seis años. Deberíamos haber tenido paciencia y esperar, trampear, tergiversar, doblegarnos y mentir, prometer. Ésa ha sido siempre la sabiduría de Oriente; Shuster quiso hacernos avanzar al ritmo de Occidente, y nos llevó derecho al naufragio.

Parecía sufrir por tener que hablar así; por lo tanto, evité contradecirla. Ella añadió:

– Persia me hace pensar en un velero desafortunado. Los marineros se quejan constantemente de no tener suficiente viento para avanzar. Y de pronto, como para castigarlos, el cielo les envía un tornado.

Permanecimos durante largo rato pensativos, abrumados. Luego la rodeé cariñosamente con un brazo.

– ¡Xirín!

¿Fue la manera de pronunciar su nombre? Se sobresaltó y luego se separó de mí mirándome con recelo.

– Te vas.

– Sí, pero de otro modo.

– ¿Cómo se puede uno ir «de otro modo»?

– Me voy contigo.

XLVIII

Cherburgo, 10 de abril de 1912. Ante mí, hasta perderse de vista, la Mancha, apacible cabrilleo plateado. A mi lado, Xirín. En nuestro equipaje, el Manuscrito. A nuestro alrededor una multitud distante, oriental a pedir de boca.

Se ha hablado tanto de las rutilantes celebridades que se embarcaron en el Titanic, que casi se ha olvidado a aquellos para los que ese coloso de los mares fue construido: los emigrantes, esos millones de hombres, mujeres y niños que ninguna tierra aceptaba ya alimentar y que soñaban con América. El buque debía proceder a una verdadera recogida: en Southampton los ingleses y los escandinavos, en Queenstown los irlandeses y en Cherburgo los que venían de más lejos, griegos, sirios, armenios de Anatolia, judíos de Salónica o de Besarabia, croatas, serbios, persas. Fue a esos orientales a los que pude observar en la estación marítima, apelotonados en torno a sus irrisorios equipajes, impacientes por verse ya lejos, y por momentos atormentados, buscando de pronto un formulario extraviado, un niño demasiado inquieto, un indomable fardo que había rodado bajo un banco. Todos llevaban en el fondo de su mirada una aventura, una amargura, un desafío, y una vez llegados a Occidente, todos consideraban un privilegio tomar parte en la travesía inaugural del buque más potente, más moderno y más inquebrantable que jamás haya emergido de un cerebro humano. Mis propios sentimientos eran apenas diferentes. Casado tres semanas antes en París, había retrasado mi partida con el único propósito de ofrecer a mi compañera un viaje de novios digno de los fastos orientales en los que ella había vivido. No era un vano capricho. Xirín se había mostrado reticente durante mucho tiempo respecto a la idea de instalarse en Estados Unidos y a no ser por su desaliento después del frustrado despertar de Persia, jamás habría aceptado seguirme. Yo tenía la ambición de reconstruir a su alrededor un mundo más mágico aún que el que había tenido que abandonar.

El Titanic servía admirablemente a mis propósitos. Parecía concebido por unos hombres deseosos de encontrar en ese palacio flotante las más suntuosas diversiones de la tierra firme y ciertos placeres de Oriente: un baño turco indolente como los de Constantinopla o de El Cairo; galerías decoradas con palmeras; y en el gimnasio, entre la barra fija y el potro, un camello eléctrico, destinado a procurar al jinete, por la simple presión de un botón milagroso, las saltarinas sensaciones de un viaje por el desierto.

Pero al explorar el Titanic no sólo buscábamos descubrir el exotismo. También nos entregábamos a placeres muy europeos, como saborear unas ostras seguidas de un salteado de pollo a la manera de Lyon, especialidad del cocinero Prontor, regado con un Cos-d'Estournel 1887, escuchando la orquesta que, de esmoquin azul oscuro, interpretaba los Cuentos de Hoffmann, La Geisha o El Gran Mogol de Luder.

Momentos tanto más hermosos para Xirín y para mí cuanto que en el transcurso de nuestra larga relación en Persia habíamos tenido que ocultarnos. Por muy amplios y prometedores que fueran los aposentos de mi princesa en Tabriz, Zarganda o Teherán, yo sufría constantemente al sentir nuestro amor confinado entre sus paredes, y como únicos testigos los espejos cincelados y los sirvientes de miradas huidizas. Gozábamos ya del trivial placer de ser vistos juntos, del brazo, de estar rodeados por las mismas desconocidas miradas, y hasta muy avanzada la noche no volvíamos a nuestra cabina, a pesar de que, yo la había escogido entre las más espaciosas del buque.

Nuestro último placer era el paseo de la noche. En cuanto terminábamos de cenar, íbamos a buscar a un oficial, siempre el mismo, que nos conducía a una caja fuerte de donde sacábamos el Manuscrito, que transportábamos con reverencia a través de cubiertas y pasillos. Sentados en los sillones de mimbre del Café Parisiense, leíamos al azar algunas cuartetas y luego, en ascensor, subíamos a cubierta, donde sin preocupamos demasiado de que nos espiaran intercambiábamos un ardiente beso al aire libre. Avanzada ya la noche, llevábamos el Manuscrito a nuestra habitación donde pernoctaba, antes de devolverlo por la mañana a la misma caja fuerte por intermedio del mismo oficial. Un ritual que encantaba a Xirín. Tanto que me esforzaba en recordar cada detalle para repetirlo al día siguiente sin la menor diferencia.

Fue así como la cuarta noche abrí el Manuscrito por la página en que Jayyám, en su época, había escrito:

Te preguntas de dónde viene nuestro soplo de vida. Si hubiera que resumir una historia demasiado larga, Yo diría que surge del fondo del océano y luego, súbitamente, el océano lo devora de nuevo.

La referencia al océano me divertía: quise releerlo más despacio pero Xirín me interrumpió:

– ¡Por favor!

Parecía ahogarse; yo la miré preocupado.

– Sabía de memoria esa cuarteta -dijo con voz apagada-, y de pronto he tenido la sensación de que la oía por primera vez. Es como si…

Pero renunció a explicarlo y recobró el aliento antes de decir algo más serena:

– Quisiera haber llegado ya.

Me encogí de hombros.

– Si existe un navío en el mundo en el que se pueda viajar sin temor, es éste. Como dijo el capitán Smith ¡ni Dios podría hundir este buque!

Si había pensado en tranquilizarla con esas palabras y con mi tono alegre, conseguí el efecto contrario. Se agarró a mí brazo murmurando:

– ¡No vuelvas a decir eso jamás! ¡Nunca jamás!

– Pero ¿Por qué te pones así? ¡Sabes que sólo era una broma!

– Entre nosotros, ni siquiera un ateo se atrevería a proferir semejante frase.

Estaba temblando. Yo no comprendía la violencia de su reacción. Le propuse volver a nuestro camarote y tuve que sostenerla para que no se cayera por el camino.

Al día siguiente parecía restablecida. Para tratar de distraerla, la llevé a descubrir las maravillas del buque e incluso me monté en el temblequeante camello eléctrico, arriesgándome a tener que aguantar las risas de Henri Sleeper Harper, editor del semanario del mismo nombre, que permaneció un rato en nuestra compañía, nos invitó a té y nos contó sus viajes por Oriente, antes de presentarnos muy ceremoniosamente a su perro pequinés, al que había juzgado oportuno llamar Sun-Yat-Sen en ambiguo homenaje al libertador de China. Pero nada conseguía alegrar a Xirín.