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Anette hace ruido con la afeitadora y les pone unas cánulas permanentes en las patas delanteras.

Pasa todo muy rápido. Demasiado rápido. Anette ya está preparada. Sólo queda lo último. ¿Dónde están los pensamientos de despedida? El dolor de garganta aumenta hasta un insoportable suplicio. Le duele todo. Lisa tiembla como si tuviera fiebre.

– Voy a ponérsela -informa Anette.

Y les pone la inyección letal.

Tarda medio minuto. Se quedan tumbados como antes. Las cabezas en su regazo. La espalda de Bruno contra el final de su espalda. La lengua de Majken se ha salido de la boca de una manera diferente a cuando duerme.

Lisa piensa en levantarse pero no puede.

El llanto está debajo de la piel de la cara y la cara intenta controlarlo. Es como una lucha. Los músculos pelean en contra. La boca y las cejas quieren volver a su posición natural, pero el llanto se retuerce hasta lograr salir. Al final explota con un gesto grotesco y sollozante. Salen lágrimas y mocos. Qué dolor tan insoportable. Las lágrimas han estado escondidas tras los ojos y es como haberle puesto la tapa a una cazuela y ahora cae el calor sobre la cara. Y sobre Spy-Morris.

De la garganta le sale un lamentoso gemido. Es tan feo. Es un uhu, uhu. Ella misma oye aquel grito horrible y reseco de vieja. Se pone a cuatro patas. Abraza a los perros. Sus movimientos son bruscos y poco delicados. Se arrastra entre ellos y mete los brazos debajo de sus cuerpos lánguidos. Les acaricia los párpados, los hocicos, las orejas y los vientres. Aprieta su cara contra sus cabezas.

El llanto es como una tormenta. Le corta y le desgasta el cuerpo. Se sorbe los mocos e intenta tragar. Pero es difícil tragar estando a cuatro patas con la cara hacia abajo. Al final le salen los mocos por la boca y se los aparta con la mano.

A la vez allí hay una voz. Otra Lisa que observa. Que dice: «¿Qué clase de persona eres? ¿Y Mimmi?»

Y el llanto cesa. Justo cuando pensaba que nunca se iba a detener.

Es extraño. Todo el verano ha sido una larga lista de cosas para hacer. Una tras otra las ha marcado como hechas. El llanto no estaba en la lista. Se apuntó allí él mismo. Ella no quería. Le tenía miedo. Miedo de ahogarse en él.

Y ahora, cuando ha llegado, primero era monstruoso, un tormento y una oscuridad insoportables. Pero después, después el llanto se ha convertido en un refugio, una habitación donde descansar, una sala de espera ante la siguiente cosa de la lista. Entonces, de pronto, una parte de ella quiere permanecer allí en el llanto y retrasar lo otro que tiene que ocurrir. Y entonces el llanto la abandona. Le dice: se ha acabado. Y simplemente se detiene.

Se levanta. Hay un lavabo. Se coge del canto y se ayuda a ponerse en pie. Por lo visto Anette ha abandonado la sala.

Tiene los ojos hinchados. Los siente como si fueran medias pelotas de tenis. Presiona sus dedos fríos sobre los párpados. Abre el grifo y se enjuaga la cara. Hay toallitas de papel en un portarrollos al lado del lavabo. Se seca y se suena pero evita mirarse en el espejo. El papel le rasca la nariz.

Mira hacia abajo, hacia los perros. Está tan cansada y ha llorado tanto que el sentimiento ya no es tan fuerte. La tristeza más profunda ya es sólo un recuerdo. Se agacha y los acaricia a todos de forma tranquila.

Después sale fuera. Anette está ocupada delante del ordenador en el despacho. Lisa se despide con un saludo ronco.

Sale al sol de septiembre, que pica e importuna. Las sombras están muy definidas. Alguna nube que pasa le da sombra a los ojos por unos segundos. Se sienta en el coche y baja la visera, arranca y atraviesa la ciudad antes de salir a la carretera de Noruega.

Durante el viaje no piensa en nada en absoluto, sólo en cómo transcurre la carretera, en los cambios de paisaje. El cielo azul intenso, trozos de nubes que se deshilachan en su rápido viaje sobre las cordilleras, aludes ásperos y definidos. Aparece el pantano Torneträsk, largo como una piedra blanca y opaca bordeado de un canto dorado.

Aparece cuando pasa Katterjåkk. Un gran camión. Lisa mantiene la velocidad alta. Se quita el cinturón.

Rebecka Martinsson acompañó a Nalle hasta el sótano de la casa. Bajaron por una escalera de piedra pintada de color verde que giraba y se metía por debajo de la casa. Abrió una puerta. En el interior había una habitación que se utilizaba como despensa, taller y trastero. Había muchas cosas por todas partes y humedad. El color blanco tenía algunas manchas negras y aquí y allá se había saltado la pintura. Había unos sencillos estantes con botes de mermelada, cajas con clavos y tornillos y todo tipo de chismes, botes de pintura, botes de aguarrás evaporado y pinceles que se habían secado, papel de lija, cubos, herramientas de electricidad y cables enredados. En las paredes que estaban libres había herramientas colgadas.

Nalle le pidió silencio cruzándose el dedo sobre la boca. La cogió de la mano y la llevó hacia una silla donde ella se sentó. Él se puso de rodillas en el suelo del sótano y repicó con las uñas.

Rebecka esperaba completamente en silencio.

Del bolsillo del pecho de la chaqueta sacó un paquete casi vacío de galletas María. Lo desarrugó, lo abrió y sacó una galleta a la que le rompió un trozo.

Y entonces apareció por el suelo un ratoncillo corriendo. Corría hacia Nalle formando una ese, se paró delante de sus rodillas y levantó las patas de delante. Era gris amarronado y no medía más de cuatro o cinco centímetros. Nalle le acercó el trozo de galleta. El ratón intentó llevárselo pero dado que Nalle no lo soltaba se quedó donde estaba y empezó a comer. Todo lo que se oía era unos pequeños ruidos al roer.

Nalle se volvió hacia Rebecka.

– El ratón -dijo en voz alta-. Pequeño.

Rebecka creía que se asustaría al oírlo hablar tan alto, pero el animalito siguió allí comiendo. Ella lo señaló con la cabeza y sonrió. Era una imagen extraña. Nalle tan grandote y el diminuto ratoncillo. Se preguntó cómo habría ocurrido. ¿Cómo pudo él sobreponerse a su miedo? ¿Pudo ser tan valiente como para quedarse sentado esperándolo? Quizá.

«Eres un chico muy especial», pensó.

Nalle alargó el dedo índice e intentó acariciar al ratón en el lomo, pero la inquietud superó al hambre y salió corriendo como una línea gris. Desapareció entre los trastos que había apoyados contra la pared.

Rebecka lo siguió con la mirada.

Tenía que irse. No podía dejar el coche allí parado demasiado tiempo.

Nalle dijo algo.

Lo miró.

– Ratón -dijo-. ¡Pequeño!

Se puso triste. Allí estaba ella, en un viejo sótano con un chaval con disminución psíquica. Se percató de que no se sentía tan cerca de una persona desde hacía una eternidad.

«¿Por qué no puedo? -se preguntó-. Que me guste la gente. Confiar en las personas. Pero en Nalle se puede confiar. Él mismo no se lo puede ni imaginar.»

– Adiós, Nalle -se despidió.

– Adiós -respondió él sin el menor rastro de tristeza en la voz.

Se levantó y subió la escalera de piedra de color verde. No oyó el coche que se paraba fuera. No oyó los pasos en el porche. En el mismo momento en que ella abría la puerta al recibidor, se abrió la de la calle. La enorme figura de Lars-Gunnar llenaba el hueco de la puerta impidiéndole el paso como una montaña. Ella lo miró directamente a los ojos y él le respondió a la mirada.

– ¡Qué cojones…! -dijo simplemente.

Los investigadores del lugar del crimen encontraron una bala de fusil a las nueve y media de la mañana. La desenterraron del suelo junto a la costa. Calibre 30-06.

A las diez y cuarto la policía había contrastado el registro de armas con el registro de automóviles. Todas las personas que eran propietarias de un vehículo privado de diesel y disponían de un arma de fuego.

Anna-Maria Mella estaba inclinada hacia atrás en su sillón de trabajo. Realmente era una cosa superlujosa. El respaldo se podía echar para atrás de tal manera que casi se quedaba tumbado como una cama. Como un sillón de dentista pero sin dentista.