Y en algún punto de las reacciones entre aquellos caracteres y aquellas emociones, se ocultaba la verdad.
Tenía la intención de conocer la verdad de la muerte de Juan Christow.
—Naturalmente, inspector —dijo Verónica—; estoy deseando poder ayudarle.
—Gracias, señorita Cray.
Verónica Cray no era, ni con mucho, como el inspector se la había imaginado.
Había acudido preparado para ver boato, artificialidad y hasta, posiblemente, desplantes. Nada le hubiera sorprendido que la mujer hubiese representado una comedia a las que tan acostumbrado estaba.
En realidad, sospechaba que eso era lo que estaba haciendo: representar una comedia. Pero no era la clase de comedia que había esperado.
El encanto femenino no era exagerado. No intentaba rodearse de una aureola.
En lugar de eso, la sensación que obtuvo fue la de hallarse sentado frente a una mujer bien parecida en sumo grado, y lujosamente vestida, una mujer que, al propio tiempo, era una buena mujer de negocios. Verónica Cray, pensó, no tenía ni un pelo de tonta.
—Sólo deseamos una declaración clara, señorita Cray. ¿Fue usted a The Hollow el sábado por la noche?
—Sí. Me había quedado sin cerillas. Una se olvida de lo importante que son esas cosas en el campo.
—¿Fue usted tan lejos para eso? ¿Por qué no a su vecino, monsieur Poirot?
Ella sonrió, una soberbia sonrisa cinematográfica, llena de confianza.
—No sabía quién era mi vecino. De lo contrario, le hubiera visitado. Pensé que era un simple extranjero y se me ocurrió que pudiera convertirse en un pelma... ya que vivía tan cerca.
Sí, pensó Grange. Muy plausible. Tenía aquella contestación preparada de antemano por si la interrogaban.
—Le dieron las cerillas —dijo—, y reconoció usted en el doctor Christow a un viejo amigo, según tengo entendido.
Ella asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Pobre Juan! Sí; hacía quince años que no le había visto.
—¿De veras?
El tono del inspector expresaba cortés incredulidad.
—De veras.
—¿Se alegró de verle?
—Mucho. Siempre resulta delicioso, ¿no le parece, inspector?, encontrarse con un antiguo amigo.
—Puede serlo en algunas ocasiones.
Verónica Cray prosiguió sin aguardar a que le hicieran más preguntas:
—Juan me acompañó a casa. Querrá usted saber si dijo algo que pudiera tener relación con la tragedia, y he estado repasando cuidadosamente nuestra conversación. Pero, la verdad, no contenía ni el menor indicio.
—¿De qué hablaron ustedes, señorita Cray?
—De otros tiempos. «¿Te acuerdas de esto, de lo otro, de lo de más allá?» —Sonrió pensativa—. Nos habíamos conocido en el sur de Francia. Juan había cambiado muy poco en realidad. Era más viejo, claro, y tenía más aplomo. Tengo entendido que era muy conocido en la profesión. No habló de su vida familiar para nada. Recibí la impresión de que su vida de matrimonio no era, quizá, muy feliz... pero no fue más que una muy vaga impresión. Supongo que su esposa, ¡pobrecilla!, era una de esas mujeres celosas para quien las pacientes un poco bien parecidas de su marido serían una excusa para amargarle la vida.
—No —dijo Grange—; no parece haber sido así ni mucho menos.
Dijo Verónica con rapidez:
—¿Quiere decir que... todo lo llevaba por dentro? Sí... sí; comprendo que eso resulta aún más peligroso.
—Veo que usted cree que la señora Christow le mató.
—No debí haber dicho eso. No deben hacerse comentarios, ¿verdad?, antes de celebrarse el juicio. Lo siento mucho, inspector. Es que mi doncella me había dicho que la habían encontrado junto al cadáver con el revólver aún en la mano. Ya sabe usted cómo exageran las cosas en estos pueblos y con qué facilidad esparcen los criados las noticias.
—Los criados pueden ser muy útiles a veces, señorita Cray.
—Sí; supongo que obtiene usted mucha información así, ¿verdad?
Grange continuó, sin inmutarse:
—Todo se reduce, claro está, a quién tenía un justificado motivo...
Hizo una pausa. Verónica dijo con una sonrisa muy leve:
—¿Y la esposa es siempre la primera sospechosa? ¡Qué cinismo! Pero suele haber siempre lo que se llama «la otra mujer». Supongo que puede considerarse que ella tiene un motivo también.
—¿Usted cree que había otra mujer en la vida del doctor Christow?
—Pues... sí; sí que me imaginé que pudiera haberla. Una obtiene una impresión así a veces, ¿sabe?
—Las impresiones pueden ser muy útiles —observó Grange.
—Me imaginé, por lo que él dijo, que esa escultora era... bueno, una íntima amiga. Pero supongo que estará usted enterado de eso ya.
—Tenemos que investigar todas esas cosas, claro está.
El tono del inspector era completamente incoloro. Pero vio, sin parecer ver, una rápida, fugaz y rencorosa expresión de satisfacción en los ojos azules de la artista.
Dijo, haciendo la pregunta con un tono exageradamente oficiaclass="underline"
—Dice usted que el doctor Christow la acompañó a casa. ¿Qué hora era cuando se despidió de usted?
—¿Sabe usted que no me acuerdo? Charlamos un buen rato, eso sí lo sé. Debió de haber sido bastante tarde.
—¿Entró?
—Sí; le invité a beber algo.
—Ya. Había creído que tal vez la conversación tuvo lugar en el ¡ah..! pabellón, junto a la piscina.
La vio parpadear. Apenas vaciló un segundo antes de contestar:
—Es usted un detective de verdad. Sí; nos sentamos allí y charlamos un rato. ¿Cómo lo sabía?
Tenía la misma expresión de avidez del niño que pide que le enseñen la trampa de un juego de manos muy ingenioso.
—Se dejó usted las pieles allí, señorita Cray.
Y agregó, sin darle énfasis:
—Y las cerillas.
—Sí; claro que sí.
—El doctor Christow regresó a The Hollow a las tres de la madrugada —anunció el inspector, sin énfasis también.
—¿De verdad era tan tarde? —Verónica parecía no caber en sí de sorpresa.
—Tan tarde, señorita Cray.
—Claro, teníamos tanto de qué hablar... no habiéndonos visto en tantos años...
—¿Está usted segura de que hacía, en efecto, tanto tiempo que no veía usted al doctor Christow?
—Le he dicho hace un momento que no le había visto en quince años.
—¿Está usted completamente segura de que no se equivoca? Tengo la impresión de que le ha estado viendo con frecuencia.
—¿Qué cielos le hace a usted pensar eso?
—Esta nota, entre otras cosas.
El inspector, sacó una carta del bolsillo, le echó una mirada, carraspeó y dijo:
«Haz el favor de venir esta mañana. Es preciso que te vea. Verónica.»
—Sí.. —Verónica sonrió—. Sí que parece un poco perentoria quizá. Me temo que Hollywood la hace a una... bueno, un poco arrogante.
—El doctor Christow vino a su casa a la mañana siguiente en contestación a esta llamada. Regañaron ustedes. ¿Tendría inconveniente en decirme, señorita Cray, por qué fue la riña?
El inspector había desenmascarado sus baterías. Notó el destello de ira, la compresión de labios, el rictus de mal genio. Dijo ella, con voz que parecía un latigazo:
—No regañamos.
—¡Ya lo creo que sí, señorita Cray! Sus últimas palabras fueron: «Creo que te odio más de lo que hubiera creído posible odiar a nadie.»
Guardó ella silencio ahora. El inspector se dio cuenta de que estaba pensando, pensando aprisa y muy alerta. Otras mujeres hubieran roto a hablar en seguida. Pero Verónica Cray era demasiado lista para eso.
Se encogió de hombros y dijo ligeramente:
—Ya. Más cuentos de criadas. Mi doncella tiene la imaginación muy despierta. Hay distintas maneras de decir las cosas, ¿sabe usted? Puedo asegurarle que mis palabras no fueron melodramáticas. Se trató, en realidad, de un comentario hecho con ánimos de flirtear. Habíamos estado dirigiéndonos mutuamente agudezas.