Se obligó a desviar la mirada y acudió junto a la ventana.
El perenne sol austral emitía un brillo apagado que le hacía recordar el cielo avistado durante la aciaga travesía a bordo del Coventry, pero ella sabía que no iba a haber una noche propiamente dicha. Todo cuanto allí había era una pieza sin costura que iba deshilachándose y ella sabía que a los ojos de Dios se había llevado más días de los que le habían tocado en suerte.
Michael. Michael Wilde. Sus reflexiones eran menos sombrías cuando pensaba en él. Había sido muy amable con ella, y había parecido tan avergonzado cuando se había tomado la libertad de sentarse junto a ella frente al piano. Aunque él se había comportado de un modo inoportuno, Eleanor se daba cuenta de que estaba en un mundo nuevo, donde las costumbres habían cambiado, y le quedaba mucho por aprender. Unas cajitas negras interpretaban sinfonías enteras, las luces iban y venían dándole a un botón y las mujeres podían ejercer la medicina aunque fueran negras.
Entonces recordó lo sorprendida que se había quedado su madre ante la idea de su viaje a Londres, ella sola y sin un acompañante, para hacerse enfermera. Tal vez todo aquello que antes era chocante ahora se había convertido en rutinario. Tal vez el terrible peaje pagado en la guerra de Crimea había removido la conciencia de la humanidad y había puesto final a ese tipo de matanzas sin sentido. Quizá el mundo se había convertido en un lugar donde imperaba más la inteligencia, donde las cosas cotidianas eran mucho mejores y las naciones solucionaban sus diferencias elevando el tono de voz, pero sin apelar a las armas.
Se permitió disfrutar de un rayo de esperanza, una sensación a la que estaba muy poco acostumbrada.
Estar sentada al piano había sido una sensación tan estupenda, tan normal. Había disfrutado mucho acariciando las teclas con los dedos. Era como si hubiera recuperado todas las clases de piano impartidas por la mujer del reverendo, tocando en el salón con las ventanas abiertas de par en par mientras en cocker de la familia perseguía a algún conejo en el amplio prado circundante. La señora Musgrove hacía un pedido fijo a una tienda de música en Sheffield, y ésta le enviaba una selección de partituras populares dos veces al año. De ese modo Eleanor llegó a conocer y enamorarse de tantas y tantas baladas y canciones antiguas como The Banks of the River Tweed y Barbara Allen.
Michael también parecía haber disfrutado con la canción. Su rostro era el de un hombre sensible, aunque algo le acechaba. Él tenía su propia tragedia, una que había dejado algún tipo de secuela, y quizá fuera ese el motivo de que hubiera elegido acudir a un lugar tan solitario. Nadie habría elegido por propia voluntad un destino como aquél, sino que en cierto modo el lugar le había escogido. Se preguntó qué le habría ocurrido o de qué recuerdos podía estar huyendo. Ella no recordaba haberle visto un anillo de casado y no había mencionado a ninguna esposa en el tiempo que habían pasado juntos. No sabría decir por qué, pero le pegaba ser soltero.
Ay, cuánto echaba de menos la luz del sol, pero una luz de verdad, no una imitación, esa luz del sol cálida y dorada como el sirope que le bañara todo el cuerpo. Había vivido en las sombras toda una eternidad, huyendo con Sinclair de un pueblo en otro, sin demorarse demasiado en ningún lugar para que nadie descubriera su secreto. Habían viajado desde Scutari hasta cruzar los Cárpatos para llegar a la soleada Italia, donde ella asomaba la cabeza por la ventana del carruaje para disfrutar todo lo posible del sol mediterráneo. Solía sugerir a Sinclair que se detuvieran un tiempo en alguno de aquellos parajes, pero en cuanto él percibía en los lugareños un interés mayor del normal en la joven pareja inglesa, él insistía en ponerse de nuevo en camino. Copley vivía con el temor constante de que hubieran descubierto su deserción y repetía a menudo que esperaba que su padre sólo oyera hablar de su desaparición en el campo de batalla de Balaclava.
En cuanto a ella, no sabía qué temía más, si no ver nunca más a su familia o verla y que ellos adivinaran que había cambiado de un modo inenarrable.
En Marsella, Sinclair localizó a un viejo amigo de la familia mientras daban un paseo por los muelles y la arrastró hasta la tienda de un artesano para evitar ser detectado. Cuando el comerciante le preguntó qué deseaba, el antiguo teniente le contestó en un perfecto francés, al menos hasta donde ella era capaz de apreciarlo, que estaba interesado en… lo primero que vio: un broche de marfil con borde de oro que el hombre tenía en la mesa de trabajo.
El hombre lo alzó a fin de que se viera bien a la luz de la ventana. Eleanor quedó maravillada al ver la perfección con que estaba hecho ese camafeo con un tema clásico: Venus saliendo de entre las olas.
– ¿Podríamos haber elegido un tema mejor que la diosa del amor?
– Es una maravilla -respondió ella en voz baja-, pero ¿no deberíamos guardar el dinero que nos queda?
– Combien d’argent? [16] -preguntó Sinclair, y abonó la factura sin rechistar.
Ella nunca llegó a saber el origen de sus fondos, pero lo cierto es que siempre disponían del dinero necesario para viajar al siguiente destino. Sospechaba que Sinclair se hacía pasar por quien no era ante los viajeros ingleses con quienes se encontraban y les pedía sumas a cuenta, y luego aumentaba esa cifra apostando las cantidades prestadas en las mesas de juego.
Al llegar a Lisboa, alquilaron una habitación en lo alto de un pequeño hotel con vistas a la fachada almenada de Santa María la Mayor. El redoble de campanas parecía un reproche constante y Sinclair, tal vez intuyendo por dónde iban los pensamientos de su compañera, le preguntó:
– ¿Y si nos casamos ahí?
Eleanor no supo qué responder. Se sentía maldita de tantas formas que le sobrecogía la perspectiva de entrar en una iglesia y hacer unos votos sagrados, por mucho que le hubiera gustado estar debidamente casada, pero el criterio de su compañero se impuso.
– Vayamos a echar un vistazo por lo menos. De todos modos, la iglesia es preciosa.
– Pero nunca conseguiremos la ayuda de un cura… No con todas las mentiras que deberíamos contarle.
– ¿Y quién ha hablado de un cura? -se mofó Sinclair-. De todos modos, ellos hablan portugués. Si quieres, podemos ponernos delante del altar y formular nuestros propios votos. Dios va a poder oírlos perfectamente sin necesidad de ningún intermediario papista, suponiendo, claro está, que exista un Dios que los oiga.
Profirió un sonido despectivo que dejaba claro sus muchas dudas al respecto.
Así pues, ella vistió sus mejores galas, Sinclair se puso su uniforme y juntos del brazo cruzaron la plaza de camino hacia la catedral. Hacían buena pareja y ella podía ver en los ojos de los transeúntes la buena impresión que causaban.
La Sé de Lisboa se había construido durante el siglo XII, aunque los terremotos de 1344 y 1755 habían causado daños de consideración, haciendo necesario llevar a cabo importantes trabajos de reparación y reconstrucción. Los dos robustos campanarios gemelos de estilo románico se alzaban como una fortaleza blanca a cada lado del gran arco de la entrada, encima de la cual descansaba una gran rosetón por cuyas vidrieras de colores se filtraba a la luz del sol, confiriendo un rubor áureo a los enormes pilares del interior.
Había varias capillas privadas en el interior de la catedral; el acceso estaba cerrado al público con verjas de hierro, pero era posible contemplar en todas las tumbas unas figuras de mármol donde los guerreros lucían una cota de mallas.
En una de ellas, Eleanor vio la figura de un noble reclinado; vestía armadura de cuerpo entero y aferraba la espalda con fuerza; estaba protegido por un perro. En otra, una dama vestida de forma clásica leía el Libro de las Horas.