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El biólogo tenía pensado efectuar una docena larga de diferentes combinaciones sanguíneas; luego, las guardaría en probetas cuidadosamente marcadas y las conservaría a temperatura estable en el frigorífico. Su intención era comprobar la evolución cada cierto tiempo, y estaba a punto de repetir las pruebas cuando alguien aporreó la puerta del laboratorio.

Hirsch la abrió y Michael entró pisando fuerte. Sus botas húmedas hicieron un ruido como de succión cuando pisó la estera de goma.

– ¿Te apetece un refresco?

– Muy gracioso -replicó Michael, sacudiéndose la capucha para quitarse la nieve acumulada en ella.

– No estaba de guasa. -Darryl se acercó al minifrigorífico, sacó un botellín de extractos vegetales, lo descorchó y lo depositó sobre la mesa de trabajo-. ¿Dónde has estado?

– En Stromviken.

Sólo había una razón para ir allí, y el biólogo la sabía.

– ¿Lo encontrasteis?

Michael vaciló, pues Darryl quería saber demasiado.

– ¿Estaba vivo?

El recién llegado eludió la respuesta y se concentró en bajar la cremallera de la parka y doblarla encima de un asiento cercano.

– Olvídate de las órdenes de Murphy -le instó el pelirrojo-. Al final, va a tener que decírmelo de todos modos, ya lo sabes. ¿Quién más de por aquí sabe hacer un análisis de sangre?

– Lo hayamos vivo, pero no vino por las buenas -contestó Michael-. Resultó herido y ahora Charlotte se ha hecho cargo de él.

– Pero ¿está herido de mucha gravedad?

– Charlotte piensa que es una contusión leve y un rasguño en la cabeza.

– Así pues, ¿está en la enfermería? -concluyó el biólogo, listo para salir a la carrera y tomar nuevas muestras de sangre.

– No, en el almacén de la carne.

– ¿Otra vez estamos con ésas…?

– Murphy no quiere poner en riesgo a nadie de la base.

Aunque a regañadientes, Hirsch acabó por conceder la razón al jefe O´Connor. Después de todo, había visto a Ackerley en acción y nadie sabía qué podía ocurrir si reunían a Eleanor con esa otra alma en pena, que presumiblemente padecía la misma enfermedad que ella. Podía desembocar en una alianza de mil demonios.

– Bueno, ¿y qué tal va? -preguntó Michael, con un tono demasiado a la ligera para ser natural.

– ¿Qué tal va el qué?

– La cura. ¿Has encontrado algo que ayude a Eleanor?

– Si vienes a preguntarme si me las he apañado para resolver uno de los mayores y más desconcertantes enigmas hematológicos en el espacio de, oh, vaya, unos pocos días, la respuesta es no. A Pasteur le llevó su tiempo, ¿vale?

– Disculpa -replicó Michael.

Darryl se arrepintió de haberse mostrado tan cortante.

– Pero estoy haciendo progresos y tengo algunas ideas.

– Eso está genial -repuso Michael, visiblemente animado-. Tengo fe en ti. ¿Sabes?, creo que me voy a tomar una soda.

– Sírvete tú mismo.

Michael se acercó a la nevera, tomó un frasco y permaneció dando sorbos junto al tanque donde estaba el Cryothenia hirschii.

– Tengo fe, sobre todo porque se me ha ocurrido una idea descabellada -confesó al fin sin volverse a mirar a Darryl.

– Estoy abierto a sugerencias -replicó el biólogo mientras tapaba otro vial y lo rotulaba-, aunque no tenía ni idea de que éste fuera tu campo.

– Y no lo es. Mi idea era que Eleanor pudiera subir conmigo al avión de suministros.

– ¿Qué…?

– Si tú encuentras una cura o al menos una forma de estabilizar su condición -respondió Michael, volviéndose-, yo podría tutelar su regreso a la civilización.

– Su lugar no está en un avión -contestó Darryl-. Lo suyo es permanecer en cuarentena, eso o el CDC. [18] La chica tiene en la sangre una enfermedad con… serios efectos secundarios, digámoslo así. -Al pelirrojo le bastó mirar de refilón a Michael para ver lo poquito que le había gustado la frase- Esta mujer es de acceso prohibido. Eso lo sabes, ¿no?

– Por Dios, claro que sí -contestó el periodista; la simple sugerencia le había ofendido.

– Y ahora tenemos un segundo paciente con idéntico problema, por si lo has olvidado. Dime, ¿también planeas llevártelo contigo?

– Si tenemos una solución, sí -contestó Michael, aunque con mucho menos entusiasmo. Le dio un buen trago a la botella de soda-. En tal caso, sí lo llevaría.

– Es una locura -le censuró Darryl-. El avión tiene prevista su llegada dentro de nueve días. ¿La verdad? Creo que en él sólo vas a volver tú. Michael pareció abatido, pero resignado a lo inevitable, como si supiera que había probado suerte con un globo sonda lleno de agujeros.

– Lo que podrías hacer es hablar con Charlotte para que me dejara sacarle sangre a… ¿Cómo has dicho que se llamaba ese tipo…?

– Sinclair Copley.

– Pues eso, al señor Copley, y lo antes posible. Y ahora, en vez de distraerme con ideas estúpidas, deberías irte al sobre y echar un sueñecito. Tal vez mañana te despiertes con alguna ocurrencia más decente.

– Gracias. Seguro que algo invento.

– No veo el momento de oírlo -repuso Darryl, que ya había vuelto a su trabajo.

Michael debía hacer otro alto en el camino antes de irse a dormir. Joe Gillespie le había dejado tres llamadas cada vez más urgentes, y él lo había estado evitando. Había pospuesto esa conversación por un buen montón de razones. ¿Qué iba a decirle…? ¿Cómo iba a contarle que los cuerpos encontrados en un iceberg se habían descongelado al fin y se habían dado a la fuga? ¿Que ahora estaban vivos, y de hecho, encerrados bajo llave? Oh, sí, eso era fácil de vender en comparación con lo de Danzing y luego lo de Ackerley… ¿Cómo podía revelarle que los muertos habían revivido, chiflados, eso sí, por culpa de alguna enfermedad desconocida que los había transformado en protagonistas de una versión antártica de La noche de los muertos vivientes?

No dejaba de darle vueltas hasta dónde podía contarle sin que su editor pensara que se le habían aflojado todos los tornillos de la cabeza. Y entonces, ¿cuál sería la reacción de Gillespie? ¿Lo notificaría a la central de la NSF para que lo evacuaran de forma inmediata, tal y como estaba estipulado, o intentaría contar con el jefe de la estación? Y claro, ése no era otro que Murphy O’Connor, cuya última frase sobre el tema había sido:

– Lo que aquí sucede, aquí se queda.

Michael telefoneó a casa del editor por el teléfono vía satélite con la esperanza de que le saliera el contestador automático, pero Gillespie descolgó apenas hubo sonado el primer timbrazo.

– Espero no haberte despertado -dijo Michael, haciéndose oír por encima del débil eco de la estática.

– ¿Michael…? -contestó Gillespie prácticamente a voz en grito-. ¡Por Dios, mira que eres difícil de localizar!

– Sí, bueno, las cosas han estado patas arriba por aquí abajo.

– Espera un segundo, déjame apagar el equipo de música…

Michael bajó la mirada hasta el bloc de notas situado sobre la encimera. Alguien había garrapateado a Santa Claus encime de un trineo y lo cierto es que lo había hecho bastante bien. Eso le hizo recordar las navidades del año anterior. Kristin le había regalado una pequeña tienda de campaña y él a ella una guitarra acústica que jamás iba a tener tiempo de aprender a tocar.

– Bueno, cuéntame, ¿por dónde va la historia? -preguntó Gillespie, otra vez al otro lado de la línea-. Quiero que el departamento de diseño se ponga con la portada y la maquetación lo antes posible, y en cuanto tengas algo escrito, y no me importa lo poco pulido que esté ese borrador, quiero leerlo. -Hablaba tan deprisa que las sílabas se montaban unas sobre otras-. ¿Cuáles son las últimas novedades que tenemos sobre los cuerpos atrapados en el hielo? ¿Se han descongelado? ¿Has descubierto algo sobre su identidad?

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[18] Center for Disease Control and Prevention (Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades), agencia federal norteamericana encargada de proteger la salud y la seguridad de la población civil.