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Él notó el pinchazo de los dientes en su cuello.

– Perdóname -susurró ella.

Antes de que él tuviera ocasión de preguntar la razón ella le clavó los dientes en la yugular, donde notó una sensación de humedad deslazándose cuello abajo. ¿Era su sangre? Wilde intentó gritar y le extrañó el sonido estrangulado y sofocado que emitió. Entonces se puso a dar patadas a diestro y siniestro para liberarse de la ropa de cama.

Le puso las manos encima y empezó a empujar.

Oyó un chirrido estridente de las cortinas al descorrerse…

… y percibió un fogonazo de luz en la cara.

Él le dio otro empujón para echarla de la litera…

– ¡Michael! -bramó una voz-. ¡Despierta, por el amor de Dios! ¡Michael, despierta!

Él siguió empujando con las manos, pero otras se le habían agarrado bien.

– ¡Soy yo, Darryl!

Se asomó fuera de la litera.

Las luces estaban encendidas y el pelirrojo le sujetaba las manos con fuerza.

– Estabas teniendo una pesadilla. -El pulso le martilleaba las sienes, pero al menos dejó de mover las manos-. La madre de todas las pesadillas, diría yo -añadió el biólogo mientras Michael empezaba a calmarse y a respirar con más sosiego.

Miró hacia abajo. Las sábanas y las mantas estaban enrolladas alrededor de sus piernas y la almohada había ido a parar al suelo. Se llevó la mano a un lado del cuello. Al retirarla, los dedos estaban pringosos, sí, pero no era sangre, sino sudor.

– Menuda potra has tenido de que haya vuelto -le advirtió el biólogo, echándose hacia atrás-. Podría haberte dado un infarto.

– Un mal sueño, supongo que sólo era una pesadilla -repuso Michael con voz ronca.

– No hablo en broma -replicó Darryl, soltando un prolongado suspiro; se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla de noche-. ¿De qué rayos iba el sueño?

– No me acuerdo -mintió Wilde, que recordaba cada detalle.

– ¿Ya lo has olvidado?

El interpelado dejó caer la cabeza sobre la almohada y miró con aire ausente el techo.

– Sí.

– A propósito, me pareció oírte mencionar en nombre de Eleanor.

– Ajá.

– Pero no lo juraría. -Darryl tomó una toalla de detrás de la puerta y dijo-: Vuelvo en cinco minutos. No me importa cómo lo hagas, pero no te duermas.

Michael permaneció allí tendido, otra vez solo, a la espera de recuperar el ritmo normal de la respiración y de que se le pasaran las últimas secuelas del pánico.

Entretanto, en su mente, recreaba la larga melena de Eleanor cayendo sobre sus pechos níveos y sus rojos labios húmedos abiertos, pues aún querían más…

CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

23 de diciembre, 22:30 horas

– TENGO SED -DIJO SINCLAIR en voz alta.

Franklin se levantó del cajón donde estaba sentado, tomó un vaso de papel con una pajita dentro y se lo tendió para que bebiera.

El cautivo esposado sorbió el líquido con verdadera ansia. Tenía la garganta reseca, pero no era agua lo que deseaba, bien lo sabía él.

Copley estaba sentado al borde del catre en un almacén, rodeado por ingenios mecánicos del tamaño de una caja de betún capaces de emitir ondas de calor esporádicamente incluso a pesar de que él no era capaz de detectar el carbón o gas que alimentase ese fuego.

En verdad se trataba de una era de prodigios.

Tenía un dolor persistente en la coronilla, allí donde el fragmento de la bala le había hecho un rasguño en el cuero cabelludo, pero por lo demás estaba de una pieza. En torno al tobillo izquierdo llevaba unos grilletes improvisados consistentes en una cadena enganchada a la tubería de la pared y fijada con un candado.

Había una gran mancha rojiza en un lateral de la estancia atestada de cajas. Sólo podía ser sangre. ¿Solían interrogar allí a los prisioneros o hacían algo aún peor?

Trató de entablar conversación con el guardia, pero aparte de sonsacarle su nombre, Franklin, sus intentos habían resultado estériles. Llevaba puestas en los oídos unas cosas conectadas a unos cordelitos y resguardaba la cabeza detrás de una revista con una chica medio desnuda en la portada. Sinclair tenía la impresión de que Franklin temía a su prisionero, lo cual era de lo más lógico, ya puestos, y también que le habían ordenado no dirigirle la palabra, pero iba a ser un gran placer saldar la cuenta por lo del chichón de la cabeza si se le presentaba la ocasión.

El tiempo transcurrió despacio.

Desde su posición veía sus ropas, pulcramente apiladas en un cajón propiedad de un tal Dr. Pepper, [19] fuera quien fuese el fulano, ya que le habían privado de su atuendo a favor de un pijama de franela ridículo y un montón de mantas.

Se moría de ganas por levantarse, apoderarse de sus ropas e ir en busca de Eleanor. Ella se hallaba en algún lugar de ese campamento, y él tenía la intención de encontrarla.

Pero ¿y qué harían después? Era correr hacia un callejón sin salida. ¿Cuáles eran sus posibilidades, allí, abandonados en el confín de la tierra? ¿Adónde iban a huir? ¿Y por cuánto tiempo lograrían seguir libres?

Recordó haber visto barcos en la factoría ballenera. Uno de ellos, el albatros, era muy grande, y jamás podría botarlo y dirigirlo por sí solo, pero también los había más pequeños, como los botes de madera destinados a la caza de ballenas; tal vez estuvieran en condiciones de navegar después de haber efectuado unas cuantas reparaciones, pero claro, Sinclair no era marinero y estaban rodeados por el más peligroso de los océanos. Su única oportunidad consistía en hacerse a la mar cuando hiciera buen tiempo y confiar en que los encontrara y los rescatara algún barco con el que se cruzaran.

Daba la impresión de existir algún comercio, por lo que si él y Eleanor conseguían hacerse con ropas modernas y urdir alguna explicación plausible, podrían conseguir abordar otro barco y ser llevados de nuevo a la civilización, donde se perderían entre la gente que no los conocía ni llegaría a saber jamás su terrible secreto.

Sinclair confiaba en que su astucia natural les permitiría salir adelante una vez llegados a ese punto. La necesidad había hecho de él un virtuoso de la improvisación.

El metal chirrió al rozar sobre el hielo cuando se abrió la puerta exterior y un golpe de aire frío se coló en el interior, refrescando el calor sofocante generado por los pequeños calefactores. El preso reconoció al recién llegado en cuanto hubo terminado de quitarse los abrigos, los guantes y las gafas. Sinclair conocía a ese hombre, Michael Wilde, tras su encuentro de la herrería. Le había parecido un tipo bastante razonable, pero él seguía resuelto a no confiar en nadie.

Traía en la mano un libro encuadernado con tapas de cuero negro ribeteadas de dorado.

– Se me ocurrió que le gustaría recuperarlo -dijo Michael.

Pero Franklin saltó como un resorte para interceptarlo.

– El jefe ha dicho que no le demos nada. No sabes qué puede y qué no puede usar.

– Sólo es un libro de poesía -le explicó Wilde, dejando que lo examinara.

Franklin frunció el ceño.

– Parece muy antiguo -observó, pasando las páginas.

– Lo más probable es que sea una primera edición -admitió Michael, que lanzó una mirada a Sinclair mientras se lo entregaba.

– Es obra de un hombre llamado Samuel Taylor Coleridge -dijo Sinclair, aceptando el tomo con torpeza, al tener las muñecas engrilletadas-, y hasta donde sé, el libro jamás ha hecho daño a nadie.

Michael admitía la necesidad de todas esas precauciones, pero al mismo tiempo le avergonzaban.

– Eso me ha parecido -repuso Michael, y recitó los versos de la primera estrofa que recordaba haber estudiado en el colegio-: El Kublay Kahn en Xanadú / un altivo palacio para su deleite mandó alzar / por donde el río sagrado Alfa / cavernas inalcanzables para el hombre cruzaba / camino de un mar donde no hay sol. -Luego, dijo-: Me temo que eso es cuanto recuerdo de la poesía.

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[19] Famosa marca de refrescos.