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– Espera, espérame -le dijo a Eleanor, aunque dudaba si ella era capaz de oírle.

Le levantó la cabeza de la improvisada almohada, una loneta rellena de trapos, y le llevó la botella a los labios.

– Bebe -la instó, pero ella siguió sin responderle. Ladeó la botella hasta verter el líquido en sus labios, que se volvieron rosas, recuperando cierta semblanza de vida-. Bebe.

Sinclair percibió su respiración en el dorso de la mano. Inclinó aún más la botella hasta que un hilillo sonrosado le corrió por la barbilla y se acumuló en torno a un broche de marfil que llevaba colgado al cuello. La mujer sacó la punta de la lengua, como si buscara alguna gota suelta, y Sinclair sonrió.

– Sí, eso es -la animó-. Toma más, más.

Y así lo hizo ella, que abrió los ojos al cabo de un par de minutos y alzó la mirada hacia el teniente con expresión confusa, donde se entremezclaban el arrepentimiento extremo con una sed aún mayor. Él sostuvo la botella con firmeza hasta que ella hubo absorbido todo. La mirada de Eleanor fue menos borrosa y se normalizó su respiración. Él colocó su cabeza sobre la almohada cuando tuvo la impresión de que había tomado bastante; lo vomitaría todo si bebía más.

Colocó el corcho en su sitio y ocultó la botella debajo del montón de sábanas.

– Debo ver al capitán. No me entretendré mucho.

– No -imploró ella con un hilo de voz-. Quédate.

Él le estrechó la mano. ¿Eran imaginaciones suyas o estaba ya más tibia al tacto?

– Háblame -le pidió.

– Y eso voy a hacer, hablaré sobre… sobre los cocoteros altos como la catedral de San Pablo… -Ella esbozó un atisbo de sonrisa-. Y sobre la arena blanca como la tiza de Dover…

La referencia a los blancos acantilados de Dover era uno de los latiguillos privados de ambos, lo arrastraban como una cancioncilla popular, y se lo decían en murmullos el uno al otro de continuo en momentos menos duros que aquel trance.

Él retiró el taburete de la puerta y apagó la lámpara a fin de conservar el aceite restante antes de salir del camarote. Un solitario haz de luz penetraba en el pasillo desde la cubierta superior, pero le bastó para abrirse camino hasta los escalones.

Hacía frío bajo cubierta, pero era mucho más intenso en el exterior, donde el viento soplaba como un fuelle: succionaba el aire de los pulmones y los llenaba con una ráfaga de aire gélido. El capitán Addison permanecía al timón, abrigado por varias capas de ropas, la última de las cuales era una lona de vela desgarrada. A los ojos del oficial de caballería sólo era un corsario que le había extorsionado hasta obtener tres veces el precio del pasaje suyo y de Eleanor. El hombre percibía la desesperación y no tenía escrúpulo alguno a la hora de explotarla.

– Ah, teniente Copley -anunció-. Confiaba en que pudiera hacerme compañía.

Algo más se escondía debajo de esa petición, Sinclair lo supo en cuanto miró a su alrededor: las olas del mar, encrespado y salpicado por grandes bloques de hielo, y el cielo nocturno que en esas latitudes tan meridionales irradiaba una inalterable relumbre similar al destello del estaño; dos marineros montaban guardia, uno en cada extremo de la cubierta, en previsión de la aparición de algún iceberg infranqueable o con espolones; otro tripulante, el vigía, permanecía encaramado en lo alto del mástil, en el nido del cuervo. El avance del barco era moroso e inseguro, y dependía del capricho de los vientos que azotaban las pocas velas que aún seguían desplegadas. La nave barloventaba entre el flamear del velamen, cuyos chasquidos sonaban como descargas de fusilería.

– ¿Qué tal va su esposa?

Copley se acercó, deslizando las botas sobre la resbaladiza superficie de la cubierta.

– El buen doctor -continuó Addison- me ha dicho que no mejora.

El capitán había atado por debajo de la mandíbula una cinta deshilachada de color carmesí con la cual sujetaba el tricornio a la cabeza.

Sinclair sabía que si había algo en lo que él y Addison estaban de acuerdo era en la falta de credibilidad del médico de la nave. De hecho, todos los ocupantes del barco entraban en la categoría de gente poco digna de fiar, pero era la única nave en la que ellos podían embarcarse de forma inmediata y sin responder a ninguna pregunta.

– Está algo mejor, ahora descansa -contestó.

Addison asintió con gesto caviloso, como si le preocupara, y se ensimismó en la contemplación del encapotado cielo sin estrellas.

– Los vientos siguen soplando en nuestra contra. Acabaremos en el Polo si no cambiamos pronto de rumbo. En la vida había visto un vendaval semejante.

Copley leyó entre líneas el verdadero significado de la frase: la tripulación atribuía ese tiempo adverso a la presencia a bordo de los misteriosos pasajeros. Para empezar, se consideraba que traía mala suerte la presencia de una mujer en un barco, y el hecho de que Eleanor tuviera un aspecto tan desmejorado, además de su palidez espectral, sólo servía para empeorar las cosas. Al principio, Sinclair había intentado entrar a formar parte de la vida cotidiana de la tripulación con objeto de convertirse en asiduo, en un pasajero amigable, pero no hubo modo material de llevar a cabo ese propósito, así de simple, se lo impedían las necesidades de Eleanor y las condiciones impuestas por su propia enfermedad, aquella oculta dolencia. Incluso los dos tripulantes de cubierta, Jones y Jeffries si no andaba equivocado con los nombres, le miraban con malicia no disimulada desde debajo de sus capuchas de lana y a través de los andrajos de protección de la cara.

– Cuénteme otra vez qué clase de negocios tenía usted en Lisboa, teniente.

Ellos habían reservado los pasajes en Portugal.

– Son asuntos diplomáticos de naturaleza muy sensible; no puedo desvelarlos ni siquiera ahora -repuso Sinclair.

El viento volvió a soplar con energías renovadas y agitó los jirones de la vela con que se envolvía el capitán, azotándole en las piernas mientras sostenía la rueda del timón con ambas manos. Miró a Sinclair, bañado por la extraña luminosidad de aquel cielo nocturno. Parecía un daguerrotipo desprovisto de color, reducido a sombras y tonalidades de gris.

– ¿Fue allí donde su esposa cayó enferma?

La plaga había asolado la ciudad hacía apenas unos años, el teniente lo sabía.

– La afección de mi mujer no es contagiosa, puedo garantizárselo. Es un desorden interno que atenderemos en cuanto lleguemos a Christchurch.

Sinclair percibió cómo uno de los marineros, Jones, lanzaba a Jeffries una mirada de interpretación inequívoca: ‹Si es que alguna vez llegamos a Christchurch›. Ese interrogante también acechaba al teniente Copley. ¿Habían llegado tan lejos, y con semejante premura, sólo para morir en los mares helados?

Un repentino golpe de viento arrastró las siguientes palabras de Addison e hinchó las velas, haciendo chirriar los mástiles, pero trajo consigo una visión de lo más extraña: un ave gigantesca planeando en el cielo, un albatros. Sinclair jamás había visto uno, aunque supuso que debía de ser uno de esos pájaros gracias a los versos del delicioso poema de Coleridge. El ave de vientre blanco y largo pico rosáceo se mantuvo suspendido sobre sus cabezas con las alas de puntas negras extendidas y una envergadura alar de unos tres metros, según el cálculo del teniente. El albatros mantuvo un porte de imperturbable serenidad a pesar de lo tumultuoso del firmamento, descendió y voló alrededor de los mástiles, dando bordadas en las invisibles corrientes de aire sin grandes movimientos, más allá de una leve agitación de las patas.

– Un gony -observó Jones, usando el término acuñado por la marinería para referirse al albatros errante o viajero.

Jeffries asintió de forma apreciativa. El albatros era símbolo de buena suerte y sólo traía desgracias para quienes intentaban hacerle daño.