– Se supone que debemos montar en ese helicóptero en menos de una hora, ¿lo sabías? -preguntó ella.
– Sí, me ha informado la tripulación -contestó él, todavía arrodillado a fin de obtener la instantánea deseada-. No llegué a sacar mis cosas del petate, así que estaré listo en tres minutos.
– Lo tuyo es el Trivial, te sabes todas las respuestas -replicó ella-. Bueno, tengo cosas que hacer. Asegúrate de encontrar a Hirsch cuando bajes a por tus cosas. El chico no parece estar en condiciones de mantenerse en pie.
Michael tomó un par de fotografías más mientras Charlotte se dirigía abajo y luego recogió el equipo. Había adquirido el equilibrio de los marineros y era capaz de andar sin problemas a pesar del cabeceo de la nave, pero no le apenaba la partida, pues se consideraba a sí mismo persona non grata desde su garbeo de la noche anterior, y eso por no mencionar la desastrosa visita a la cabina, y se había esmerado en no dejarse ver por los oficiales de mayor graduación. Incluso el contramaestre Kazinski le había mirado como un imán de mala suerte. Cuando ocurrió el accidente, él había hecho por la teniente Healey cuanto se le había ocurrido: la había ayudado a bajar por la escalera como un bombero, lo cual le exigió quedarse fuera y por debajo de ella, y luego volvió a subir para intentar retirar de allí el cuerpo del ave muerta y sellar de algún modo la ventana de la torreta, pero no pudo hacer demasiado: el cuerpo del albatros estaba demasiado clavado en los cristales de la ventana y el filo de la pantalla le había abierto el pecho como un escalpelo, lo cual le indujo a dejarlo tal y como estaba, pues de ese modo al menos había algo que impedía que las ondulantes olas inundaran la torreta otra vez.
No, no iba a lamentar ni un ápice marcharse del barco y llegar a Point Adélie, donde podría empezar en serio su trabajo.
En otros tiempos, el reportero había estado bastante familiarizado con los helicópteros y en cuanto retiraron la lona, pudo ver que el del barco era uno de la clase Dolphin, un aparato consistente de dos motores y un rotor, destinado habitualmente a misiones como interceptar envíos de droga, patrullar sobre los hielos y realizar operaciones de búsqueda y rescate. Estaba pintado de un rojo idéntico al del buque a bordo del que navegaban, una medida de seguridad donde un punto de color podía marcar la diferencia entre el descubrimiento y la supervivencia, o quedar perdido para siempre. Varios tripulantes empezaron a cargar de combustible los depósitos y a preparar el aparato para el despegue mientras otros introducían algunas cajas. Le recordaron el equipo de boxes de una carrera NASCAR, [7] cada uno de ellos atendía su trabajo con la confianza nacida de la práctica sin hablar casi con nadie. Recogió el trípode y el resto del equipo antes de bajar a su camarote.
Darryl se hallaba tendido en la litera, mordisqueando un barra proteica.
– ¿Por qué no vas al comedor y tomas algo caliente? -le sugirió Wilde mientras guardaba la maquinilla de afeitar en una bolsa-. Están preparando hamburguesas.
– No puedo -replicó Darryl.
– ¿no te ves con fuerzas? Bueno, puedo traerte una.
– No puedo porque no como carne. -Michael dejó de empaquetar-. ¿No te habías dado cuenta? -preguntó Darryl.
El periodista pensó en ello y le sorprendió no haber caído en la cuenta con anterioridad. Hirsch había comido frutas, verduras, mucho pan, queso, galletitas, sopa de maíz, tarta de cereza y soufflé de espinacas, pero jamás le había visto probar hamburguesas, chuletas de cerdo ni pollo frito.
– ¿Y desde cuándo…?
– Desde la universidad, en cuanto me especialicé en biología.
– ¿Y qué te llevó a tomar esa decisión?
– Todo -contestó Darryl mientras desenrollaba un poco más la envoltura de la barrita-. Me faltó estómago para interferir en el proceso de la vida en cuanto comencé a estudiarla en serio con todas sus incontables permutaciones y manifestaciones y la vi en su totalidad, y lo que había en común, sin importar que la criatura fuera grande o pequeña.
Michael creyó haberle entendido.
– ¿Te refieres al deseo de vida?
Darryl asintió.
– Todas las especies, desde la ballena azul hasta la mosca de la fruta, luchan con todas sus fuerzas para preservar su existencia, y cuanto más las estudiaba, incluso aunque fueran diátomos unicelulares, más hermosas me parecían. La vida es un milagro, un puto milagro, con independencia de la forma que adopte, y nunca he vuelto a sentirme con el derecho a arrebatarle la vida a ninguna innecesariamente.
El periodista podía compartir ese punto de vista mientras no se viera en la obligación de renunciar a las costillas ni al solomillo, pero seguía sin comprender una cosa.
– ¿Por qué no lo has mencionado antes ni en el comedor ni en la sala de oficiales? Te habrían preparado platos para vegetariano o algo por el estilo.
Darryl le miró durante un buen rato.
– ¿Sabes qué suelen decir los militares y los marineros sobre los vegetarianos? -Wilde jamás se había planteado la cuestión, y Darryl lo notó-. Sería mejor decirles que soy pedófilo.
Michael no pudo contener la risa.
– ¿Y qué vas a decir en Point Adélie? ¿Seguirás intentando mantener el secreto?
El científico se encogió de hombros mientras terminaba la barrita proteica y formaba una bola con el envoltorio.
– Lidiaré con ese problema cuando no quede otro remedio. -Se levantó de la litera y empezó a ponerse un suéter-. En cuanto a los demás científicos, no van a notarlo ni van a preocuparse. -Sacó la cabeza por el agujero de la prenda-. Dale a un glaciólogo un buen trozo de hielo para investigar y le harás el hombre más feliz del planeta. A los científicos les preocupa poco lo que hagas mientras no les estorbes en sus experimentos.
Michael tuvo que mostrarse de acuerdo. Había hecho reportajes a dos tipos de esa clase, un primatólogo en Brasil y un herpetólogo en el suroeste de Estados Unidos. Ambos vivían totalmente abstraídos en sus mundos raros y minúsculos. Debía de haber un buen puñado de ellos en Point Adélie.
Cuando el biólogo terminó de empaquetar sus cosas, ambos arrastraron sus equipajes hasta la cubierta de popa, donde el reportero pudo comprobar que los pilotos ya estaban dentro del aparato y llevaban a cabo una comprobación rutinaria del instrumental de a bordo. El contramaestre Kazinski apareció con el equipaje de la doctora Barnes a cuestas. Ésta caminaba justo detrás, vestida con un abrigo verde de tres cuartos y con las coletas del pelo recogidas con un gran nudo.
El capitán se acercó a ellos poco antes de que subieran al helicóptero. Pareció dirigirse a todos, salvo a Michael.
– En nombre de la guardia costera de Estados Unidos me gustaría desearles lo mejor para el resto de su singladura hasta Point Adélie. Nos alegra haberles sido de ayuda, acudan a nosotros siempre que nos necesiten.
Charlotte y Darryl le dieron las gracias con profusión al tiempo que le estrecharon la mano; al final, el capitán miró directamente a Michael.
– Intente no meterse en líos un día sí y otro también, señor Wilde.
– Espero que la teniente Healey se encuentre bien. ¿Sería tan amable de tenerme al tanto de su mejoría?
– Lo haré -contestó el capitán con un tono que dejaba bien a las claras que no iba a hacerlo.
Aparecieron un par de marineros, recogieron sus equipajes y empezaron a colocarlo en el compartimento de carga.
Purcell desvió la vista hacia el oeste, y luego añadió:
– Mejor será que se pongan en marcha. Vamos a tener más mal tiempo.
Luego, se despidió de los pilotos con la mano y se dio la vuelta para encaminarse de vuelta al puente.
Michael agachó la cabeza y siguió a Charlotte y a Darryl por una puerta lateral; se dejó caer en un asiento al otro lado, junto a una gran ventana cuadrada, donde disfrutaba de una gran panorámica, pues esos helicópteros estaban diseñados para ofrecer la máxima visibilidad. Hacía calor en la cabina, así que se despojó del abrigo y los guantes y se abrochó el cinturón del asiento en el preciso instante en que los pilotos encendieron el rotor y todo el aparato empezó a vibrar en medio de un zumbido. Se puso los cascos para atenuar el sonido. Estaban provistos de un intercomunicador. Un tripulante dio una palmada en un costado del aparato y cerró la puerta de golpe. Había un breve pasillo entre el compartimento de pasajeros y la cabina a través del cual podía ver a los pilotos, Díaz y Jarvis, tal y como le habían dicho los marineros encargados de retirar la lona, mientras encendían los contactos situados encima de sus cabezas y revisaban diales y pantallas de ordenador. Parecía una versión en miniatura del puente del barco.