Cerró la puerta en cuanto llegó a su dormitorio. Del otro lado de la cortina llegaban los suaves ronquidos de Darryl, tendido en la litera inferior. Las nuevas ropas de ambos ocupaban el suelo. Michael ajustó el estor negro para cubrir la abertura que hacía las veces de ventana, apagó la luz y se subió a su cama, donde reposó la cabeza sobre la alfombra de relleno de espuma de la cabecera. Un sesgado rayo del frío sol se colaba todavía en la habitación. Ajustó las cortinas y ya estaba medio grogui para cuando volvió a reclinar la cabeza sobre la almohada. Ocho horas después se despertó en la misma posición que se había dormido y por vez primera en ocho meses no fue capaz de recordar ni una sola de sus pesadillas. Se sintió profundamente aliviado.
La Escuela de la nieve era obligatoria para todos los novatos de la base. Estaba supervisada por un joven desgarbado llamado Bill Lawson. Se cubría la cabeza con un pañuelo de algodón al estilo de los bucaneros. Michael llegó a la conclusión de que el tipo había visto demasiadas veces Piratas del Caribe. Era un civil a sueldo de la Marina cuya manera de dar clase era todo un seminario de autoestima. Cuando Michael fue el primero en demostrar que era capaz de encender una fogata frotando dos piedras, dijo:
– Chachi, continúa por ese camino, Michael.
Luego, cuando Hirsch levantó una tienda de campaña en menos de diez minutos, Lawson se despachó con un «Dabuten, Darryl».
Hubo más de un «dabuten» cuando vio que éste era capaz de desmantelar y guardar el equipo sobre la cesta del trineo en menos tiempo aún.
Charlotte parecía cada vez más malhumorada, pues no ganaba ninguna de las pruebas de supervivencia. Estaba acostumbrada a ser la alumna estrella, eso resultaba obvio, y tampoco acogió de buen grado las lecciones sobre hipotermia y congelación, pues eran temas que ya dominaba ampliamente. Mientras Lawson hablaba, ella miraba fuera, a las planicies heladas que rodeaban la base por tres puntos cardinales y el dentado contorno de los picos de las Montañas Transantárticas. La cadena montañosa era de un color marrón turbio allí donde los vientos implacables se habían llevado la nieve. Pareció más desdichada todavía cuando Lawson anunció que iban a pasar la noche a la intemperie.
– ¿Dentro de una tienda…? No es que mi habitación sea gran cosa, la verdad, pero al menos, gracias a Dios, tengo una cama.
Lawson fingió tomárselo de buen humor, o tal vez, caviló Michael, el tipo era impermeable a cualquier brote de pesimismo.
– No, no. Nada de tiendas. Cada uno va a construir su propio iglú.
Wilde llegó a pensar por un segundo que Lawson iba a ponerse a dar palmas de alegría.
– Bueno, si es así como se hacen las cosas en el Polo Sur… -empezó a decir Darryl.
– Polo -le rectificó de inmediato Lawson-, Polo a secas.
Ninguno de los tres alumnos terminó de comprenderle.
– Aquí abajo nadie dice el Polo Sur, ni siquiera el Polo -les explicó-. Esa expresión os significa como turistas, como novatos. Por ejemplo, decid: «Vamos al Polo la semana próxima», y así pareceréis auténticos veteranos.
Mientras todos intentaban vocalizar la nueva locución, Lawson extrajo de su mochila cuatro dentadas sierras de nieve y procedió a entregárselas antes de hacer una demostración del modo en que se sacaban del suelo los bloques de hielo y nieve. Lo hacía como si estuviera cortando un pastel de boda. Luego, continuó con una demostración sobre el mejor modo de apilar los bloques uno sobre otro, aunque ligeramente en voladizo, a fin de conseguir algo similar a un tosco domo. Cuando terminó y se detuvo a admirar su pequeño Taj Mahal, Lawson sudaba copiosamente a pesar de que estaban bajo cero.
– ¿No se ha olvidado de algo? -preguntó Charlotte.
– La puerta, ¿no? -repuso Lawson con una sonrisa, dejando entrever unos dientes de tono perlado-. Sólo me estaba tomando un respiro.
Entonces se puso a escarbar en el suelo, como si fuera un castor, con la ayuda de una sierra, una pala y a menudo con las manos enguantadas. Conforme excavaba, echaba hacia atrás esquirlas de hielo, grumos de nieve y algún que otro guijarro a tal velocidad que parecía un astillador de madera. Bill Lawson construyó un túnel estrecho y poco profundo ante la mirada atónita de Michael. El pasaje discurría por debajo de la nieve y luego subía hasta desembocar dentro del iglú. Dejó a un lado la pala, se tendió de vientre y se metió en el túnel, donde su cuerpo desapareció por completo, botas incluidas, al cabo de un segundo. Wilde se acuclilló junto a la abertura del túnel y gritó:
– ¿Va todo bien ahí dentro? ¿Cómo está…?
– Más a gusto que un gorrino en un charco.
A juzgar por la cara de Charlotte, daba la impresión de sentirse como si fuera ella la que estuviera en el charco.
En cuanto salió a la superficie, el profesor los convenció con zalemas para que empezasen a preparar su propio iglú cada uno. Insistía en que hicieran todos los pasos del trabajo manual sin ayuda de nadie, aunque guiaba cada uno de sus movimientos.
– Tenéis que saber cómo hacerlo y creo que sois capaces de lograrlo -insistía observando por encima de ellos cómo cortaban los bloques de nieve-. Tal vez esto pueda suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
La proximidad de la muerte se estaba convirtiendo en una referencia de lo más habitual en Point Adélie, caviló Michael.
Esa noche, en vez de recuperar fuerzas con una buena cena en el comedor, se acurrucaron tras el muro de hielo construido con los materiales sobrantes y dando gracias a Dios por las ropas de abrigo que el NSF había dejado en sus armarios. Cenaron unas raciones facilitadas por el jovial Lawson. No llevaban la delatora etiqueta MRE, [8] pero Michael albergaba la sospecha de que eran obra de los mismos «restaurantes de postín» que avituallaban al ejército norteamericano. Miró el plato: podía apreciar con la vista que era filete de vaca con patatas, pero si cerraba los ojos ya no estaba tan seguro de ser capaz de identificarlo por el sabor. El instructor les pasó una bolsa en cuanto dieron buena cuenta de aquella cena fría y rápida a fin de que envolvieran y metieran en ella todos los restos.
– No podemos dejar ningún resto aquí afuera. Los hombres debemos llevarnos todo lo que traemos.
La base estaba colina abajo, a cosa de un kilómetro, junto a la orilla del mar de Weddell. Apenas era visible, y eso que sus luces blancas seguían encendidas a pesar de la permanente luz solar. Charlotte las estaba mirando como si fueran las luces de París. Cuando el viento soplaba en su dirección podía escuchar débilmente los aullidos de los perros de tiro en las perreras.
– ¿Seguro que no podemos pasar allí la noche? Quiero decir, ahora ya sabemos construir un iglú -insistió ella-. ¿Debemos dormir dentro?
Lawson asintió con la cabeza.
– Eso me temo. Yo sólo cumplo órdenes de arriba. Desde que el probeta ese, disculpe, me refería al geólogo de Kansas, se extravió ahí fuera y la palmó, Murphy exige que todos los novatos pasen un día completo entrenándose en la Escuela de la nieve.
Darryl se puso de pie y se frotó los brazos para entrar en calor.
– Vale, ¿dónde duerme cada uno? Uno de los dormitorios tendrá que ser mixto.
– Tienes razón -repuso el instructor, que conservaba la flema con independencia de la naturaleza de la queja formulada, por muy obvia que fuera-. Hice la primera algo más grande. ¿Por qué no la compartes conmigo, Michael?
Cada uno de ellos tomó del trineo un saco de dormir con relleno sintético y se dieron las buenas noches. Mientras esperaba a que Lawson, linterna en mano, se abriera paso por el túnel, el reportero reparó en Charlotte, que, envuelta en su gran parka verde, esperaba a que Darryl se introdujera en el interior del otro iglú.
– Al menos ahí dentro no se va a marear -bromeó Michael.