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Hirsch alzó los hombros, como si fuera a darle la razón, pero luego añadió:

– Eso no es del todo cierto. Mañana a primera hora voy a salir si el tiempo lo permite, lo cual es una condición básica en la Antártida.

Michael se subió a un taburete del laboratorio y se limpió de la manga unos copos de nieve.

– ¿De veras? ¿Y adónde vas?

– A rebuscar en el armario de Davy Jones [9] -repuso el científico, haciendo un floreo para dar dramatismo a la respuesta.

– ¿Vas a bucear?

– Eso pretendo. No veo por aquí ningún sumergible, ¿y tú?

– ¿Y qué vas a buscar?

Era una pregunta estupenda para la cual no había una respuesta fácil. Había llegado hasta aquellas tierras olvidadas por Dios por ese motivo.

– Hay quince especies de peces antárticos capaces de sobrevivir en condiciones donde ninguna otra es capaz -contestó, eludiendo de forma deliberada el binomio de latinajos del sistema de Linneo-. Pueden vivir a oscuras en aguas heladas durante cuatro meses. No tienen escañas ni hemoglobina.

– Dicho con otras palabras, su sangre es…

– … incolora, exactamente. Son de un blanco traslúcido incluso las branquias, y más aún, disponen de una especie de anticongelante natural, una glicoproteína o glucoproteína, una biomolécula compuesta de carbohidratos que impide la formación de cristales en el sistema circulatorio de esos peces.

– ¿Y vas a conseguir ejemplares de esos peces?

Resultaba evidente por el tono de voz de Michael que consideraba el asunto un tanto estrafalario, siendo suaves, pero Darryl estaba acostumbrado a semejante reacción.

– Atraparlos no es muy difícil, la verdad. Cuando nadan se mueven despacio, y se pasan la mayor parte del tiempo en el fondo del mar a la espera de algún pez más pequeño que nade muy lentamente o de algún desventurado krill antártico, un pequeño crustáceo similar al camarón.

– ¿Cómo reaccionarían si yo merodeara por esas aguas?

– ¿Quieres acompañarme? -inquirió el biólogo. El rostro del periodista dejaba claro que hablaba en serio-. ¿Sabes bucear?

– Tengo certificados de buceo en tres continentes -contestó Michael.

– Deberé verificarlo con Murphy y asegurarme de que está todo en orden.

– No te molestes -repuso el reportero, saltando del taburete-. Yo me haré cargo.

Wilde salió de la estancia antes de subirse siquiera la cremallera del anorak. Hirsch se preguntó si había hecho bien en invitarlo o si había cometido un despropósito. ¿Tenía Michael la menor idea de dónde se estaba metiendo?

Michael lo sabía perfectamente. Se sobreponía de inmediato cada vez que se le presentaba un nuevo reto o el menor atisbo de vacilación, a veces lo confundía con el instinto de preservación, pues era un adicto a la adrenalina y sabía que en aquellos momentos no había mejor antídoto contra la depresión, que de forma sutil siempre estaba allí presente. Si dejaba sueltos los pensamientos, por muy peregrinos que estos llegaran a ser, siempre acababa en el mismo destino: la cordillera de las Cascadas y Kristin. Sólo era capaz de hallar un poco de paz auténtica cuando se entregaba a algún desafío extremo o se las arreglaba para engañar a sus pensamientos y llevarlos en otra dirección.

La noche anterior se había descubierto cayendo a un abismo sin fondo y había hecho acopio de coraje para llamar al móvil de la hermana menor de Kristin. Aunque se hallaba en un mundo apartado, la base disponía de una potente conexión por vía satélite, cortesía del ejército de Estados Unidos, y era bastante buena, dejando a un lado algún que otro siseo de la estática y una demora significativa.

– ¿Telefoneas desde el Polo Sur? -preguntó Karen, asombrada.

– No exactamente, pero estoy bastante cerca.

– ¿Y hace un frío pelón?

– Sólo cuando sopla el viento, o sea, casi siempre.

Sobrevino un silencio, mientras las palabras recorrían el largo viaje hasta ella. Entretanto, ambos se preguntaron qué decir a continuación. Michael rompió el silencio y le preguntó:

– ¿Dónde estás ahora?

Karen se echó a reír. Maldición. Su risa se parecía demasiado a la de Kristin.

– No te lo vas a creer, pero estoy en una pista de hielo.

Michael la visualizó en el acto.

– ¿Estás en el Skate & Bake?

Era un café situado en los aledaños a la pista de hielo. La conexión se perdió y cuando volvió Karen estaba terminando:

– … chocolate caliente y una caña de crema.

La imaginó vestida con un grueso jersey de ochos y sentada en una mesa de bancos corridos.

– ¿Estás sola o te pillo con una cita interesante?

– ¡Qué más quisiera yo! Me he traído un libro sobre el juez William Hubbs Rehnquist. Ésa es mi cita interesante.

No le sorprendió ni un ápice. Karen era una joven rubia tan guapa y brillante como Kristin, pero siempre había tenido un punto de persona solitaria, e incluso aunque había muchos hombres que le pedían una cita, y algunas veces la conseguían, nunca salía con ninguno por mucho tiempo. Los libros parecían ser la muralla tras la cual salvaguardaba su intimidad, una forma de capear cualquier posible enredo emocional.

Conversaron un rato sobre sus clases y sobre si había tenido o no tiempo de asistir al servicio de asesoramiento jurídico, antes de que ella llevara la conversación al relato de aventuras durante el viaje de Michael hasta Point Adélie. Él le describió detalles sobre el trayecto a bordo del Constellation y de cómo había conocido a Darryl Hirsch y a la doctora Barnes. Cuando le describió el choque del albatros contra la pantalla de la torreta, ella exclamó:

– Ay, no, ¡pobre bicho!

Michael rió de mala gana. Kristin habría reaccionado exactamente del mismo modo: alarmándose más por el ave que por las personas involucradas en el accidente.

– ¿Y no te preocupa mi integridad? -inquirió, simulando cierta exasperación.

– Oh, sí, eso también, por supuesto. ¿Estás bien?

– Sobreviví, pero la teniente resultó herida, y tuvieron que evacuarla de vuelta a la civilización.

– Uf, qué mal rollo. -Se produjo una pausa, o tal vez fue una simple demora a causa de la lejanía-. Me preocupas de verdad, Michael. No te metas en nada demasiado peligroso.

– Jamás lo hago -contestó, y se arrepintió al instante, ya que eso los conducía al único tema de conversación que habían estado evitando, y a la única ocasión donde había dejado que sucediera algo estúpido y peligroso.

Karen debía de sentir algo parecido también, porque dijo:

– No hay muchas novedades respecto a Krissy, me temo…

Él ya se lo esperaba.

– Mis padres están muy esperanzados con la nueva estimulación y el programa de revitalización. Hacen sonar trozos de madera cerca de sus oídos y le encienden linternas cerca de los ojos. Encienden y apagan, encienden y apagan, y así. Lo peor de todo es cuando le ponen una gota de salsa de tabasco en la lengua. Ella odiaba el tabasco, lo sé de buena tinta. Lo hacen para ver si la traga o la escupe.

– ¿Y lo hace?

– No, y aunque los médicos y las enfermeras los animan para que sigan intentándolo, cero que lo hacen sólo para que tengan la sensación de estar haciendo algo.

A pesar de los miles de kilómetros de distancia, Michael fue capaz de apreciar la enorme carga de pesar y resignación que había en la voz de la joven. Karen no era una sentimental simplona ni una beata, pues aunque los señores Nelson eran luteranos y asistían a los oficios religiosos con regularidad, sus hijas habían abandonado esa fe hacía mucho tiempo. Kristin había desafiado a sus padres abiertamente y todos los domingos por la mañana salía a navegar con el kayak o a practicar el alpinismo en algún sitio. Por el contrario, Karen siempre había actuado con tacto y mano izquierda hasta que ellos dejaron de pedirle que asistiera y ella abandonó las excusas. El mismo abismo se había generado con el espinoso asunto de Kristin. Sus padres seguían en sus trece a pesar de los resultados de todas las pruebas mientras que Karen examinaba con suspicacia los TAC, discutía los últimos hallazgos de los médicos sin pelos en la lengua y sacaba sus propias conclusiones.

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[9] Legendario (y monstruoso) protagonista de las leyendas piratas que se apoderaba de cuantos marinos caían al mar.