Raimundo se detuvo en seco.
– Fue en ese momento que encontramos el pan y el agua -dijo-. A las veinte y veinticinco. Ahora quién sabe si podremos volver.
Encontré un ascético relato sobre la partida de la familia Masa en el diario Democracia, pero los pormenores de la travesía completa, narrados con lo que entonces se llamaba «lenguaje poético», están en el último número de octubre de Mundo Peronista. Pasé algún tiempo rastreando a los hijos de Raimundo Masa y estuve a punto de encontrar al mayor, llamado también Raimundo. Había trabajado unas pocas semanas en la gomería Norma, situada en el camino de Ramallo a Conesa, y luego -supe- había emigrado al sur. Pero el sur en la Argentina es todo: el vasto mundo de Raimundo, como explica un poema de Drummond de Andrade. La tarde en que conversé con los muchachos de la gomería Norma cayó un veloz crepúsculo sobre los campos. Los gallos se confundieron de naturaleza y soltaron un canto que nunca se apagaba. Me dijeron que Raimundo les había referido la misma historia de las revistas, pero que a fuerza de atormentarlo para que les diera más detalles, él acabó por no saber si se trataba de un milagro, de un sueño o sólo de un deseo.
En aquella época de los grandes récords, la gente estaba llena de deseos, y Evita se hacía cargo de que todos se cumplieran. Evita era una enorme red que salía a cazar deseos como si la realidad fuera un campo de mariposas.
No volví a tener noticias de los Masa hasta que me recluí en una aldea de New Jersey y continué la escritura de este libro. Un mediodía de enero, después de completar una página, salí a buscar mi correspondencia. Entre la parva de folletos de propaganda desentonaba un sobre cuadrado, enviado desde Dolavon, Chubut, donde nadie que yo conociera tenía mi dirección. El remitente sólo se daba a conocer por sus iniciales, RM, y me enviaba una lista de veinte récords peronistas. Copio algunos, para dar una idea del insólito documento:
22 de febrero, 1951 / Héctor Yfray / Récord mundial de permanencia en bicicleta: 118 horas y 29 minutos / «Con el deseo de llegar hasta Evita para expresarle mi admiración».
25 de marzo, 1951 / «La hermosa Evelina» /Para batir el récord de ayuno establecido por Link Furk (22 días a dieta de agua). La competidora desapareció en un temporal / «Con la idea de que Evita sea vicepresidenta y para combatir el agio y la especulación».
22 de agosto, 1951 / Carlos de Oro / Récord de vueltas alrededor del obelisco de Buenos Aires: empezó a las 23:30; se detuvo el 30 de agosto, por un paro cardíaco / «Con el propósito de seguir caminando hasta que Evita acepte integrar la fórmula presidencial».
6 de abril, 1952 / Blanca Lidia y Luis Angel Carriza / Raid de rodillas dando vueltas a la Plaza de Mayo. Empezaron la prueba a las 5.45 y se detuvieron a las 10:30 porque la señora Carriza tenía la rótula al descubierto / «Para pedir por la salud de Eva Perón».
No sabía a quién agradecer el regalo y sentí cierta angustia durante el resto de la semana, mientras avanzaba en la escritura. Ese domingo, uno de mis hermanos llamó por teléfono para decirme que nuestra madre había muerto días atrás en el otro extremo del continente. «Ya la enterramos», dijo. «No tendría sentido que vengas». Protesté porque no me habían avisado antes.»Perdimos tu número de teléfono», me respondió. «Nadie podía encontrarlo. Hicimos una larga búsqueda. Todos lo habían perdido. Fue como si estuvieras dentro del cerco de un maleficio.»
Colgué temblando, porque llevaba días sintiéndome exactamente así, llagado por la perfidia de un maleficio desconocido.
Acaso por el desconsuelo en que me sumió aquella muerte, comenzaron a invadirme unos mareos nocturnos que los médicos no sabían cómo curar. Desde la medianoche hasta el amanecer los planetas daban vueltas en mi cabeza y yo volaba de uno a otro, sin gravedad ni instinto de pertenencia, como si fuera un nómade sin rostro y no encontrara un aire al que aferrarme. Si lograba dormir, escribía en sueños pentagramas en blanco cuyo único signo era la cara de Evita en el lugar de las claves; a lo lejos sonaba el cielo entero de la partitura, pero yo jamás lograba saber cómo era, por más que afinara el oído. Uno de los médicos diagnosticó, tras dos semanas de exámenes, un cuadro severo de hipertensión, que trató de aplacar con Procardia, Tenormin y otras pastillas cuyos nombres he olvidado. Los mareos, sin embargo, sólo cesaron cuando abandoné la escritura, a fines de ese mes.
Cada vez que intentaba salir de viaje a cualquier parte caían nevadas feroces que obligaban a cerrar los aeropuertos y las rutas principales. En la obstinación del encierro, empecé a escribir de nuevo: entonces salió el sol y cayó sobre New Jersey la bendición de una primavera temprana. Fue por esa época cuando recibí el segundo sobre cuadrado desde Dolavon, Chubut, con el nombre completo del remitente, Raimundo Masa. Había esta vez una carta manuscrita, firmada con letra infanticlass="underline" «Si usted me andaba buscando, ya no me busque. Si usted va a contar la historia, tenga cuidado. Cuando empiece a contarla, no va a tener salvación». Ya había oído antes esa advertencia y la había desdeñado. Era tarde ahora para echarme atrás.
En el sobre venían también unos recortes quebradizos con artículos del Coronel publicados como «primicia mundial exclusiva» en el diario El Trabajo de Mar del Plata entre el 20 y el 25 de septiembre de 1970, una semana antes de su muerte. Los cuatro primeros artículos, firmados con seudónimo, narraban el secuestro del cadáver y algunos detalles menores de lo que el Coronel llamaba «Operativo Ocultamiento». En el último se exponía el nombre verdadero del autor -Carlos Eugenio de Moori Koenig- y se revelaba la existencia de tres copias idénticas al cuerpo, enterradas con nombres falsos en Rotterdam, Bruselas y Roma. La verdadera Evita estaba, decía el texto, en un campo a orillas del río Altmühl, entre Eichstátt y Plunz, al sudeste de Alemania. Sólo una persona conocía el secreto -no se informaba quién- y esa persona se lo llevaría a la tumba. La afirmación era tan drástica que parecía una confesión. Me impresionó saber que los artículos habían sido escritos en el hospital, ya sobre el filo de la muerte. Peor me sentí, sin embargo, al leer el seudónimo que había elegido el Coronel para los cuatro primeros. Los firmaba lord Carnavona, con el nombre del arqueólogo inglés que despertó a Tutankamón de su descanso eterno y pagó esa osadía con la vida.
No iba a dejar que las supersticiones me arredraran. No iba a contar a Evita como maleficio ni como mito. Iba a contarla tal como la había soñado: como una mariposa que batía hacia adelante las alas de su muerte mientras las de su vida volaban hacia atrás. La mariposa estaba suspendida siempre en el mismo punto del aire y por eso yo tampoco me movía. Hasta que descubrí el truco. No había que preguntarse cómo uno vuela o para qué vuela, sino ponerse simplemente a volar.
4 RENUNCIO A LOS HONORES, NO A LA LUCHA
El único deber que tenemos con la historia,
es reescribirla.
OSCAR WILDE, El crítico como artista
En algún momento de 1948, Evita aceptó el consejo de Julio Alcaraz, el famoso peluquero de las estrellas en la edad dorada del cine argentino, y empezó a decolorarse el pelo, en busca de un rubio sentador que le marcara las facciones. A la segunda o tercera sesión se le quemaron las puntas y, corno debía salir corriendo a inaugurar un hospital, quiso que se las recortaran. El peluquero prefirió resolver el problema peinándola hacia atrás, con la frente despejada y un gran rodete aferrado a la nuca con horquillas. Esa imagen de medalla, que nació por obra de la casualidad y del apuro, persiste en la memoria de la gente como si todas las demás Evitas fueran falsas.