Una mañana, antes de clarear, la oí levantarse. Afuera llovía y el viento soplaba seco, por ráfagas, como un acceso de tos. Temí que se enfermara de algo peor y miré por la ventana. Estaba inmóvil, en el patio, con la cara levantada, abrazando la lluvia. Las costras se le habían desprendido. En vez de las cicatrices le asomó esa piel fina, traslúcida, de alabastro, de la que tantos hombres se iban a enamorar más tarde. No le quedó una estila ni una mancha. Pero ningún milagro es impune. Evita debió pagar su salvación con otros insultos de la vida, otros engaños, otras desdichas.
«Creí que en 1923 ya habíamos cumplido con nuestra deuda de amarguras. 1926 fue, sin embargo, un año todavía peor. Blanca, mi hija mayor, acababa de recibirse de maestra. Yo necesitaba aliviarme de los agobios de la costura y comencé a buscarle trabajo. Temprano, las dos salíamos a golpear puertas en las escuelas de esas desolaciones: San Emilio, El Tejar, La Delfina, Bayauca. Todo era polvo, viento y soles asesinos. Por las tardes, me sentaba en la hamaca del patio, exhausta, con los tobillos hinchados. Se me reventaban las várices y por más que me decía: Quedáte quieta, Juana, ya no caminés más, cada nuevo día trata siempre una esperanza que me obligaba a caminar. Recorrimos esas rutas de tierra cientos de veces, y siempre era inútil. Tuvo que morir Duarte para que se compadecieran de nosotras.
«Sucedió, como tal vez ya dije, un viernes de enero. A eso de la oración oímos un galope. Mala señal, pensé. Cuando se está sufriendo un calor de infiernos y ponen los caballos a correr sólo es para que anuncien una desgracia. Tal cual. El jinete era uno de los peones de la estancia La Unión. Traía la noticia de que Duarte había muerto. Fue al amanecer, dijo. Duarte salía de Chivilcoy hacia Bragado para ver unos campos de maíz y, en la confusión de la entreluz, el Ford que manejaba cayó en la banquina. Se le cruzó un animal, parece. O a lo mejor se durmió en la ruta. No es nada de eso, me dije. A Duarte lo ha matado la tristeza. Un hombre que abandona sus deseos como él los había abandonado, ya no quiere seguir viviendo. Se deja vencer por cualquier enfermedad o se duerme en los caminos.
«Hacía mucho tiempo que yo había dejado de quererlo.
Mi corazón estaba desierto de él y de todo otro amor que no fuera el de mis hijos. Sentí que a mí también la muerte podía alcanzarme en cualquier momento e imaginé la vida atroz de mis huérfanos, esclavizados por pulperos hostiles y por curas dementes. Me ahogó la angustia. Frente al patio, en el dormitorio, había un ropero con un espejo de luna. Allí me vi reflejada, pálida como una sábana, mientras las piernas me desprotegían. Caí dando un grito. Blanca me levantó. El varón, Juan, que en paz descanse, corrió a la farmacia. Quisieron inyectarme un calmante para que durmiera, pero no lo permití. No señor, dije. Si Duarte ha muerto, el lugar de mi familia está con él. Averigüé si lo velarían en La Unión. No, me dijo el peón. Van a enterrarlo en Chivilcoy mañana a la tardecita.
«Sentí el ramalazo de una energía desconocida. A mí siempre fue difícil doblegarme. No me han derrotado las penas ni las enfermedades ni las desilusiones ni la pobreza. Pero en aquel momento yo ni siquiera tenía con qué luchar.
«Compré al fiado unos vestidos de luto y medias negras.
A Juancito le cosí una banda negra en la manga de la camisa. Las chicas mayores lloraban. Evita no. Ella jugaba, indiferente.
«Tomamos un ómnibus de Los Toldos a Bragado y otro que salía al amanecer desde Bragado a Chivilcoy: un viaje de veinte leguas. La vida de adelante estaba oscura, vacía, y no sabía a qué odios tendría que enfrentarme. No me importaba. Mientras mis hijos estuvieran conmigo, me sentía invencible. Ninguno había sido concebido con artimañas ni enredos sino por voluntad del padre que acababan de perder. Yo no iba a permitir que crecieran con la vergüenza de ser nadie, a escondidas, como si hubieran brotado de la casualidad.
«Llegué a la casa de Duarte a eso de las nueve de la mañana. Las campanas del Santísimo Rosario tañían a duelo y en el aire sofocante de Chivilcoy flotaba el polen de las flores. Las coronas fúnebres se divisaban desde lejos. Las habían alineado en la vereda, sobre unos caballetes de cartón morado. En las cintas se leían nombres de escuelas normales, clubes de rotarios, concejales y párrocos que Duarte jamás había invocado en mi presencia.
Aun en el aturdimiento de la llegada, me di cuenta de que yo no reconocía en aquel muerto al padre de mis cinco hijos. Conmigo había sido callado, modesto, sin imaginaciones. Su otra vida lo revelaba, en cambio, poderoso y sociable.
«Alguien debió de reconocernos y avisar que nos acercábamos porque, en la esquina de la casa, nos salieron al paso dos viejos que me dieron mala espina. El más enlutado, con unos bigotes de manubrio, se quitó el sombrero de paja y descubrió una calva sudada.
«-Yo sé quién es usted y desde dónde viene, señora -dijo, sin mirarme a los ojos-. Comprendo su dolor y el de sus hijos. Pero hágase también cargo del dolor que está sintiendo la familia legítima de Juan Duarte. Soy primo hermano del difunto. Le ruego que no se acerque a la casa del duelo. No nos traiga el escándalo.
«No lo dejé seguir.
«-Vengo con estas criaturas desde muy lejos. Ellos también tienen derecho a despedirse de su padre. Cuando hayamos hecho lo que vinimos a hacer, nos iremos. Quedesé tranquilo. No habrá ningún escándalo.
«-Creo que no me entiende -insistió el primo. Sudaba mucho. Un pañuelo embebido en perfume lo aliviaba-. El fallecimiento ha sido repentino y la viuda está muy alterada. Saber que ustedes han entrado en su propia casa no le hará ningún bien. Le aconsejo que vayan a la iglesia y recen ahí por el eterno descanso de Juan. Y por caridad, tome este dinero para comprarle algunas flores.
«Me tendió un billete de cien pesos, que en esa época era una barbaridad. No me digné contestarle. Lo aparté con la mano y seguí caminando. Al advertir mi resolución, el otro viejo sonrió de costado y preguntó, desdeñoso:
«-¿Éstos son los bastardos?
«-Los de su madre -respondí, marcando con fuerza el su, para devolverle el insulto-. Y los de Juan Duarte. Así son las cosas. Todos, para el ladrón, son de su condición.
«No pude avanzar sino unos pocos pasos. De la casa salió una joven poco mayor que Blanca. Tenía los ojos marcados por el estrago del llanto y los labios pálidos. Se abrió paso entre las coronas fúnebres con tal ímpetu que dos o tres cayeron de los caballetes. Estaba encrespada. Pensé que iba a golpearme.
«-¿Cómo se atreve? -dijo. Hemos sufrido toda la vida por su culpa, señora. Vayasé de aquí, vayasé. ¿Qué clase de mujer es usted, Dios mío? Qué falta de respeto.
«Yo no perdí la calma. Pensé: es una hija de Duarte. También ella, a su manera, se ha de sentir desamparada.
«-Por respeto al difunto he venido hasta aquí -le dije-. Mientras vivió, fue un buen padre. No veo por qué las cosas deben ser de otro modo ahora que está muerto. No les haga a mis hijos el mal que ellos no le harían a usted.
«-¡Vayasé ahora mismo! -me contestó. No sabía si atacarme o largarse a llorar.
«Quién sabe por qué se me representaron en aquel momento la estación de trenes donde había esperado a Duarte tantas veces en vano, la carreta de mi padre avanzando entre los espejismos de los campos secos, el parto de mi primera hija, la cara de Evita desfigurada por las quemaduras. Entre tantas imágenes encontré también la de un caballero flaco y pálido. Estaba vestido de negro y se había acercado sin que nos diéramos cuenta, al amparo de la contraluz. Creí que era otro personaje de mis recuerdos, pero no: estaba de pie en la realidad de ese día tan distinto a mí, inmóvil, presenciando el arrebato histérico de la joven que era, de hecho, media hermana de mis hijos. El caballero flaco le puso las manos sobre los hombros y con ese gesto simple le apagó el odio, o por lo menos se lo contuvo.