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– ¿Está seguro de que no se trata de una coincidencia? -repitió Bond en voz baja.

– A mí no me lo parece. He hecho todo lo que sé, pero no me los he podido quitar de encima. ¿Le dice algo todo eso?

Bond no contestó inmediatamente. Un «cuadro» móvil de vigilancia era una técnica bien probada: un coche delante, otro detrás y otros dos a los lados, siguiendo calles paralelas en las ciudades y pueblos y manteniéndose en contacto para evitar interferencias en los largos trechos de autopista. Estarían conectados por radio, simulando quizá ser taxis y utilizando frases convenidas que parecieran inocuas a la policía o a cualquiera que las captase. Pero en realidad se iban pasando instrucciones precisas respecto al «objetivo». Pero ¿cuál era su propósito? ¿Por qué lo vigilaban? ¿Y precisamente en aquella ruta? ¿No estaría probando M a algunos subalternos novatos? Pero esto último no parecía muy probable.

Pearly conducía con seguridad y confianza, rápido y muy preciso, pasando del carril central al exterior y moviéndose por entre el tráfico como un bailarín.

– Hagamos un poco el tiovivo por entre las casas. ¿Cuál es la próxima salida? -preguntó Bond.

– La diecisiete, jefe. Chippenham a la derecha y Malmesbury a la izquierda.

– ¿Conoce bien estas carreteras?

– Mejor las de Chippenham. Hay allí muchas rutas comarcales, estrechas y difíciles.

– Vamos a marearlos un poco. A obligarlos a que se paren si es preciso.

El tráfico era denso en la autopista, pero, mirando hacia atrás, Bond pudo ver con claridad la forma del Saab gris silueteada por los faros de los otros vehículos, firme en su puesto a un par de coches de distancia.

– ¿Lleva armas? -preguntó a Pearlman.

– No, ¿y usted?

– Sí. Y hay otra pistola en la guantera, una Ruger P85 sólida y eficaz. La he estado probando en el tiro al blanco. Está cargada y hay munición de repuesto. Necesitará las llaves -añadió pasándoselas.

– ¿Cómo andamos con respecto a la ley? -quiso saber Pearlman, como si aquello, aunque no lo preocupara demasiado, tampoco lo tuviera indiferente.

– La verdad es que no lo sé -respondió Bond con el cerebro un tanto confuso calculando las posibilidades. Sólo tres personas del Cuartel General de Regent's Park sabían dónde había estado: M, Bill Tanner, su jefe personal y la fiel Moneypenny. Si aquel seguimiento constituía una operación hostil, la información sólo pudo haber salido de Bradbury Lines. Pero la gente era allí era impenetrable, como un sordomudo, por estar muy imbuida de la absoluta necesidad de mantener el más absoluto secreto respecto a su trabajo. Su vida dependía muchas veces de tener la boca cerrada.

El enlace había aparecido en la distancia y Bond pudo observar, no sin cierto placer, que el BMW situado tres coches más adelante pasaba ante él. Pearlman puso el intermitente en el último momento, aceleró y tomó el acceso de salida, penetrando en el gran óvalo distribuidor luego de cortar el paso a dos coches más lentos y se metió en la carretera de Chippenham. A cosa de una milla más allá abandonó la carretera y pronto aminoró la marcha hasta adquirir la suficiente lentitud como para introducirse por los oscuros caminos comarcales, cuyos árboles y setos aparecían casi negros bajo la luz de los faros.

– ¿Los hemos perdido? -Pearlman murmuró la pregunta al tiempo que frenaba para tomar una curva cerrada.

– No lo sé -repuso Bond volviéndose para mirar hacia la oscuridad que dejaban atrás-. Desde luego, no veo ninguna luz, pero esto no significa nada.

Había participado muchas veces en tareas de vigilancia rutinaria como aquélla y sabía que si era él quien efectuaba el seguimiento, lo primero que hacía era bajar la intensidad de las luces en cuanto se metían por carreteras comarcales. A partir de entonces sólo podía fiarse de la suerte, de un sexto sentido… o del uso de gafas nocturnas para continuar su marcha tras del objetivo. No pudo percibir ninguna luz, pero aun así sintióse presa de cierta y fría inquietud.

Llevaban recorridas unas seis o siete millas por aquellos parajes. Si los vehículos de vigilancia continuaban siguiéndolos, debían dejarse ver de un modo u otro.

Bond miró hacia adelante cuando pasaban como una exhalación por las calles de un pueblo, pudiendo captar como en un destello la expresión sorprendida de algún aldeano junto a la carretera, una cara contraída por el espanto o por la cólera ante lo que consideraban una conducción temeraria. Pero en seguida las caras desaparecían. Luego vieron un pub y en seguida una iglesia. Hubo un brusco viraje hacia la derecha y salieron por el lado opuesto para lanzarse por una larga y recta pendiente.

De pronto Pearly soltó una interjección al tiempo que los frenos chirriaban al ser accionados repentinamente.

Delante tenían dos pares de luces, pero que no venían hacia ellos, sino que fluían desde los dos lados de la ruta.

No obstante lo vertiginoso de su velocidad, Bond pudo darse cuenta de varias cosas. Las luces provenían de la derecha y de la izquierda de un cruce a cosa de veinte metros de distancia. Pero apenas había tomado conciencia de ello, cuando el breve trecho quedó salvado. Dos coches aparecieron: uno a cada lado de la carretera. Pearlman accionó los faros principales y, al dar de lleno sobre aquéllos, pudieron ver que estaban parados, muy juntos, con los capós paralelos, en la clásica formación de bloqueo. Eran un Lotus Esprit rojo y un Audi azul.

Pearlman siguió apretando el freno y desplazándose a la izquierda cuando estaban ya prácticamente encima de los coches, cuyas formas se agrandaban ante el parabrisas. El Bentley tocó el borde de hierba y rebotó cuando se echaba literalmente sobre los otros dos vehículos.

Desde su asiento, Bond observó que había muy poco espacio entre el obstáculo y el giro de noventa grados a la izquierda que Pearlman hizo describir al coche. Pero el sargento manejó el volante como un corredor de rallis al tiempo que se movía en su asiento para utilizar el freno de mano, y sus pies iban de un lado para otro entre el acelerador y el freno.

Los neumáticos del Bentley protestaron chirriando conforme el vehículo patinaba, recuperaba la dirección y adquiría velocidad rozando el seto de la izquierda, pero lograba salir del apuro pasando a unos centímetros del Esprit.

La carretera en la que habían entrado estaba sombreada por una arboleda de aspecto todavía oscuro e invernal, porque ni los brotes frescos ni las hojas primaverales podían apreciarse bajo la claridad de los faros. Era lo mismo que conducir por un túnel recubierto por un andamiaje cuya anchura apenas si permitía el paso de dos coches.

Conforme miraba hacia atrás, pudiendo ver cómo tanto los pilotos del Esprit como los faros del Audi disminuían de tamaño, Bond se agachó instintivamente. En la oscuridad brillaron una serie de leves relámpagos azules y por encima del rumor del Bentley pudo sentir casi más que oír cómo las balas silbaban a su alrededor.

– ¡Caray! -exclamó Pearlman apretando el acelerador y metiendo el coche en una curva a la derecha, con lo que los otros dos vehículos se perdieron de vista-. ¿Cuál es su verdadera misión, jefe? ¿La de servir de conejillo de indias para el Servicio Nacional de Sanidad?

– El Audi vendrá tras de nosotros, Pearly. Habrá que alejarse cuanto antes.

– ¿Y qué cree que estoy haciendo?… ¿Dándome un paseo el domingo por la tarde?

Ahora estaban en terreno descubierto y Bond tenía la seguridad de que las luces del Audi aparecerían en la distancia de un momento a otro. Había sacado la ASP automática y tenía la mano sobre el botón que accionaba el cristal de la ventanilla dispuesto a repeler a sus perseguidores si éstos emergían repentinamente de las tinieblas.

– ¿Tiene idea de dónde estamos? -preguntó mirando hacia fuera, mientras lamentaba no llevar en el coche unas gafas de visión nocturna.