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– ¡Pearly! -gritó Bond.

El fotógrafo del traje oscuro parecía estar a punto de saltar hacia adelante. Pearlman sacó su pistola, pero sin decidirse a disparar. El hombre del SAS permanecía indeciso.

Bond actuó casi sin pensarlo. Impulsado por un reflejo automático, levantó la pistola y disparó rápidamente dos tiros que produjeron una barahúnda de gritos, mientras una oleada de pánico conmocionaba a los reunidos.

La primera bala dio al joven en un brazo, justamente cuando su mano tocaba ya el interior de la chaqueta. La apartó bruscamente cuando la segunda bala le dio de lleno en el pecho. Levantó los pies y cayó de espaldas, mientras Pearlman se abalanzaba hacia él esgrimiendo su arma dispuesto a descargarle el tiro de gracia en el caso de que fuera necesario.

El sombrero de amplias alas había saltado de la cabeza del joven y también su pelo rubio, que no era más que una peluca. El pelo rojizo de Ruth surgió de improviso como un grotesco truco de magia. La joven se retorció una sola vez, pero Bond no la miró siquiera. Había experimentado de pronto una extraña y acuciante sensación.

Volviéndose en redondo, atravesó el grupo de grandes personajes, sumido ahora en la más completa confusión, mientras los hombres del Servicio Secreto y los guardaespaldas se adelantaban para protegerlos. Pero uno de ellos no obró del mismo modo. Un miembro del Servicio de Vigilancia del primer ministro se había separado del grupo. Horrorizado, Bond reconoció a aquel hombre y al momento todos los detalles empezaron a encajar.

El superintendente Bailey había sacado su pistola y se situaba en posición de hacer fuego. Tenía las piernas separadas en perfecto equilibrio y los ojos fijos en su objetivo. El arma, como una extensión de sus brazos, estaba encañonada hacia el primer ministro.

Bond efectuó un movimiento de giro. En aquel instante, y por un momento infinitesimal, lo vio todo claramente, lo supo todo, comprendió por qué Scorpius siempre les había tomado la delantera. Bailey era el traidor. Se encontraba allí en el lugar que normalmente hubiera ocupado el jefe de la sección. Había estado presente en toda aquella operación. Bailey era el secuaz de Vladimir Scorpius.

Mientras las ideas se agolpaban en su mente durante una fracción de segundo, Bond apretó el gatillo dos veces más. El hombre de la Sección Especial no se dio cuenta de que iba a morir y no pudo prever de dónde provenían los tiros. Su cuerpo se estremeció ligeramente y fue a caer sobre unos rosales.

«El último enemigo» quedaba abatido. Bond se guardó la pistola y se reunió con los otros funcionarios del Servicio de Seguridad que intentaban restablecer la calma. De una cosa estaba seguro y era de que los desactivadores de bombas tendrían que enfrentarse a una tarea muy distinta a la suya normal. Porque no era frecuente que tuvieran que librar a un cadáver del peligro de volar por los aires.

– Un trabajo bien hecho, 007. Triste pero…, la verdad, es que no deberíamos tener que insistir en estas cosas.

M no miraba a Bond a los ojos. Habían transcurrido dos días desde el incidente. La prensa estuvo pendiente del caso durante toda la jornada, pero el Servicio Secreto de Inteligencia no fue mencionado en ninguno de sus comentarios. En cambio el Servicio Secreto norteamericano había recibido un trato bastante duro e incluso tuvo dificultades en el Congreso.

Los acontecimientos de la isla de Hilton Head no habían merecido ni una sola línea.

– No. -M parecía inquieto-. De nada serviría seguir comentándolo.

– No, señor -respondió Bond, que parecía desprovisto de su calma habitual.

– Yo en su lugar me tomaría unas vacaciones.

– Sólo tres o cuatro días, si me lo permite.

– Tres o cuatro semanas, si así lo desea.

– Tendré que volver al trabajo lo antes posible, señor.

– Haga lo que mejor le parezca, comandante Bond. Firme la hoja y le daré curso.

– Gracias, señor.

Se levantó y empezó a caminar hacia la puerta.

– James…

– Diga, señor.

– Esa chica, la Shrivenham. La joven Trilby…

– Sí.

– La han traído aquí y Molony le está dando una ojeada. Según él, en pocos días estará fresca como una rosa.

– Me parece estupendo.

– Ha pedido verle… Es decir, si usted lo cree oportuno.

– Mejor dentro de una semana o cosa así. Primero tengo que asistir a un par de funerales en Estados Unidos. Luego, bueno, ya veremos.

– Es una chica adecuada para usted, James. Excelente familia y todo lo demás…

– Sí, sí. Ya lo veo, señor. Pero ahora si quiere perdonarme…

Cuando se marchaba ni siquiera dijo adiós a Moneypenny. Se sentiría mejor cuando hubieran terminado aquellos funerales. Quizá M tenía razón. Tal vez fuera oportuno llevar a Trilby a cenar o algo por el estilo. Estaba seguro de que Harry lo aprobaría.

John Gardner

***