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La puerta se abrió. Una pareja salió, dejando escapar algunas voces, que se perdieron en la noche. Entró, con la vista clavada en el hombre mayor todavía. Entonces oyó que un cliente gritaba el nombre de Seamus y el hombre canoso levantaba una mano para saludar a quien lo llamaba desde un extremo oculto de la barra.

Keely tomó conciencia de la situación:

Seamus era un hombre de carne y hueso, no una fantasía. El estómago se le revolvió, se agarró a la barandilla y bajó los escalones a todo correr. Apenas se había alejado unos pasos cuando la náusea la desbordó.

– Mierda -maldijo justo antes de agacharse.

Luego se apoyó contra un coche e intentó respirar hondo con la cabeza entre las piernas. Si quería llegar a encontrarse con su padre y sus hermanos, ¡tenía que controlar los nervios! Ya no era una niña confundida. Ni una adolescente con sentimiento de culpabilidad. No estaba desinflando las ruedas de la bicicleta del padre Julián, ni tirando un tomate podrido contra el colegio, ni fumando a escondidas. Se merecía poder reunirse con su familia sin aquel tormento.

Se retiró del coche, pero la cabeza le empezó a dar vueltas. Cerró los ojos. -Respira -se dijo-. Respira.

Rafe la vio mientras bajaba por la calle hacia su coche. Se paró, se giró a mirarla y vio que no había nadie más en la calle. Aunque no le preocupaba su propia seguridad, una mujer sin compañía era un objetivo mucho más vulnerable.

Se había apoyado en un coche, estaba agachada, abrazándose las rodillas. Se acercó despacio y se paró delante de ella:

– ¿Estás bien?

Keely levantó la cabeza, lo miró a los ojos. Por un momento. Rafe se quedó sin respiración. Había esperado encontrarse con una de las mujeres del bar. Pero esa mujer… esa chica, para ser fiel a su aspecto, no era del tipo de las que rondaban el Pub de Quinn. No iba en vaqueros, llevaba una chaqueta de piel negra, una falda, negra también, que enseñaba una parte generosa de su pierna y una camiseta que se ceñía a sus curvas.

La luz dura de las lámparas iluminaba su piel impecable, sin exceso de maquillaje ni pintalabios. Y el color del pelo, húmedo por la lluvia, no parecía teñido.

– ¿Puedo ayudarte?

Keely estiró un brazo, abrió la boca como si fuese a hablar. Pero luego emitió una especie de gemido y vomitó sobre los zapatos italianos del desconocido.

– Maldita sea -murmuró-. Maldita, maldita sea. Lo siento mucho. No… no ha sido mi intención.

Sorprendido por aquella respuesta, Rafe no pudo sino sacar un pañuelo del bolsillo. Desde pequeño, su madre le había enseñado que un caballero debía llevar siempre un pañuelo encima, consejo que nunca había entendido… hasta ese momento. Uno nunca podía saber cuándo le vomitaría encima una mujer hermosa.

Keely se incorporó despacio, aceptó el pañuelo, se limpió los labios.

– No sé qué me pasa -murmuró.

– ¿Quizá has bebido una de más? -sugirió Rafe.

– No. Son… nervios.

– Entiendo.

– En serio, llevo un tiempo revuelta. No estoy comiendo bien, duermo muy poco. Y entre los antiácidos y el café… parece que toda la tensión se me va al estómago -Keely hizo una pausa-. Claro que no sé por qué te aburro con esto.

– ¿,Te llamo un taxi? -le ofreció Rafe.

– No, estoy bien -Keely negó con la cabeza-. Mi coche está en esta misma calle.

– Me temo que no puedo dejarte hacer eso -dijo él.

– ¿Hacer qué?

– Conducir -contestó Rafe-. O me dejas que te llame a un taxi o me dejas que te acompañe a dondequiera que vayas.

– Estoy perfectamen…

– Venga, aquí hace frío -atajó Rafe-. Podemos esperar el taxi en mi coche.

Se agachó, le tomó la mano y se la puso en el brazo. Luego echaron a andar despacio. Cuando llegaron a su Mercedes, desconectó la alarma y le abrió la puerta del acompañante. Keely dudó.

– No voy a hacerte nada -dijo él-. Si quieres, podemos esperar aquí fuera. O volver al bar.

– ¡No!, ¡al bar no! -contestó Keely. Sintió un escalofrío y, por un momento, pareció que volvería a vomitar.

– Agacha la cabeza -le sugirió él al tiempo que le ponía una mano en la espalda y la empujó con suavidad hasta que Keely se dobló. Luego sacó el móvil y marcó el número del departamento de seguridad de Kencor-. Soy Rafe. Envíenme un coche al Pub de Quinn… Ya está, vendrán en seguida. Toma, para los nervios -añadió, después de colgar y ofrecerle una botella de agua del interior del coche.

– Gracias -dijo ella, todavía doblada.

– ¿Cómo te llamas?

– Keely -contestó justo antes de enderezarse para dar un sorbo de agua-. Keely McClain.¿Y tú?

– Raphael Kendrick -se presentó-. Rafe.

– Raphael. como el artista -Keely dio otro sorbo y respiró profundo-. En fin, muchas gracias, Raphael. Pero ya estoy mucho mejor. Creo que puedo volver al hotel por mi cuenta.

– He pedido que manden un coche.

– Pero, ¿cómo recuperaré el mío? -contestó ella.

– Yo me ocupo de eso. ¿Dónde te alojas?

– En el centro. En el hotel Copley Plaza.

– ¿Y qué hacías en esta parte de la ciudad? Este barrio está lejos del Copley Plaza.

– Quería ver a alguien -contestó Keely. Había desviado la mirada, pero volvió a clavarla en los ojos de Rafe-. ¿Y tú?

– Nada, estaba tomando una copa en el Pub de Quinn.

– ¿De veras?, ¿vas mucho por ahí?

– No, no mucho -dijo Rafe sonriente mientras se paraba un segundo a contemplarla. Dios, era preciosa. Cuanto más la miraba, más bella le parecía. No solían atraerlo esa clase de mujeres, medio bohemias. Pero, por alguna razón, estaba fascinado con el color de sus ojos, esa nariz respingona, la curva de sus ojos, el modo en que el pelo cortito se le rizaba por los lados.

No era alta, apenas mediría metro sesenta y cinco, y estaba seguro de que podría rodearle la cintura con las manos. Tenía el pelo enmarañado y húmedo por la lluvia, como si acabara de salir de la ducha y se lo hubiera intentado peinar con los dedos. Y tenía unas facciones perfectas, delicadas, desde la punta de la nariz a esa sonrisa sugerente. Aunque parecía más joven, supuso que tendría veintitrés años, veinticuatro como mucho.

– Bueno, ¿por qué no me cuentas a qué has venido a Boston, Keely McClain?

– Asuntos personales -contestó-. Familiares.

– Suena misterioso.

– En realidad no lo es -respondió ella-. Puedo volver sola. De verdad, no estoy borracha y ya me encuentro mucho mejor.

Rafe no quería dejarla marchar. Pero debía reconocer que no parecía bebida, solo un poco mareada. Trató de buscar alguna razón para que se quedara, pero, en algún momento durante esos últimos minutos, había perdido la capacidad de pensar con claridad.

– Está bien -accedió-. Pero prométeme que si vuelves a sentirte mal, pararás.

– No creo que pudiera hacer otra cosa.

– ¿Dónde tienes el coche? Te acompaño – Rafe le agarró una mano tras apuntar Keely calle abajo. Anduvieron despacio y, al mirarla de reojo, la sorprendió mirándolo a él también-. ¿Qué? -preguntó.

– No sé. Es que eres… muy atento. Creía que no quedaban hombres así en el mundo. Ya sabes, caballerosos.

– Me has vomitado en los zapatos -dijo Rafe-. ¿Qué iba a hacer?, ¿seguir andando?

Keely puso una mueca de vergüenza, se ruborizó.

– Los zapatos. Perdona. Te conseguiré otros iguales. ¿Dónde los compraste?

– No hace falta.

– Sí -insistió Keely-. No podrás ponértelos más.