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– Creía que te había dicho que podía volver sola -dijo, incapaz de contener una sonrisa.

– Solo quería asegurarme de que estabas bien -Rafe se apoyó sobre el lateral del coche y esbozó una media sonrisa-. ¿Lo estás?

Keely notó que la sangre se le calentaba y las mejillas se le encarnaban. Era su oportunidad:

– ¿Me acompañas dentro a tomar algo?

– Solo si no lleva alcohol -dijo y Keely rió.

– Por mí, perfecto -contestó, dándose una palmadita en el estómago.

– Aparco y entro a buscarte.

– Puedo aparcarle yo el coche, señor -se ofreció el aparcacoches.

Rafe asintió con la cabeza, le dejó las llaves y se unió a Keely. Le puso la mano en el talle en un gesto posesivo inesperado. Sus dedos provocaron otra descarga de electricidad en la columna de Keely, pero, aunque estaba nerviosa, no se sentía mal como durante el resto del día. Se sentía… emocionada, pletórica de expectativas. Le gustó que volviera a tocarla un hombre.

Uno de los empleados del hotel les abrió la puerta. Entraron y se encaminaron hacia el bar. El vestíbulo del Copley Plaza era tan majestuoso como el resto del hotel, uno de los más elegantes de Boston. Keely había decidido darse el lujo de pasar una noche allí, teniendo en cuenta el motivo tan importante que la había llevado a Boston. Pero quizá era el destino el que se había encargado de tomar tal decisión, ya que, por lo general, se habría dejado guiar por su naturaleza práctica y habría elegido la habitación más barata del motel más cercano.

El Bar Plaza era un lugar agradable, amueblado con sillas y sofás cómodos, mesas para la intimidad. De fondo, un pianista de jazz tocaba suavemente mientras Rafe la conducía hacia un sofá, para dirigirse a continuación a una camarera. Después de susurrarle algo al oído, aceptó y se retiró.

Keely se sentó y él tomó asiento también, colocando un brazo sobre el respaldo del sofá con naturalidad.

– Se está a gusto -comentó ella, recostándose ligeramente, hasta que el hombro le rozó el brazo-. ¿Habías estado antes?

– En reuniones de trabajo -Rafe asintió con la cabeza-. ¿Las habitaciones están bien?

– Son muy elegantes.

La camarera reapareció con las bebidas. Puso sendas copas de champán sobre la mesita de café, sirvió el líquido burbujeante y colocó después un plato de plata con nata y fresas junto a las bebidas.

Keely sonrió tras tomar una de las copas y dar un sorbo.

– Una cosecha excelente -dijo-. ¿Francés, verdad?

– Pensé que te gustaría -Rafe probó su copa-. Bueno, cuéntame algo de ti, Keely McClain. ¿A qué te dedicas cuando no vomitas encima de los zapatos de los demás?

– Hago tartas -contestó Keely antes de saborear una fresa.

– ¿Tartas?, ¿se puede vivir haciendo tartas?

– Por supuesto. Nunca faltan bodas, cumpleaños, ni inauguraciones. Y los diseños de mis tartas me han concedido cierto prestigio. Es como un negocio familiar. Tenemos una repostería en Brooklyn. ¿Y tú a qué te dedicas?

– Nada tan interesante -contestó al tiempo que su dedo jugueteaba con un mechón del pelo de Keely-. Soy empresario. Compro y vendo edificios. ¿Sabes? Me encantan las tartas.

– Entonces tendré que hacerte una -respondió y se arrepintió del ofrecimiento. Actuaba como si fuese a volver a verlo después de aquella noche. Aunque, por otra parte, ¿por qué ocultar sus deseos? Se sentía atraída hacia Rafe Kendrick y no debía tener miedo de hacérselo notar-. ¿De qué te gustan? No, espera, deja que adivine… Normalmente se me da muy bien… Está claro que una tarta amarilla resultaría demasiado ordinaria para ti. La mayoría pensaría que te gusta el chocolate, pero el chocolate le gusta a todo el mundo y tú no sigues la corriente. Tampoco te pega el coco, demasiado de moda… Sí, definitivamente, eres un hombre plátano.

– ¿Un hombre plátano? -preguntó Rafe entre risas.

– Un hombre al que le gustan las tartas de plátano -explicó ella-. Un poco exótica, pero sin excesos. ¿He acertado?

– La verdad es que sí -reconoció Rafe-. Ahora mismo tengo dos tartas de plátano en el congelador.

– Después de probar mi tarta de plátano – Keely coqueteó con la mirada-, no volverás a tomar una tarta congelada.

– Estoy deseándolo -murmuró Rafe. Hundió una fresa en la nata y se la ofreció. Un largo silencio se hizo entre los dos. Le clavó los ojos en la boca y Keely contuvo la respiración, por miedo a moverse, sin saber qué decir. ¿Qué hacía aburriéndolo con sus tartas? De ese modo, ¿cómo pretendía que se interesara en ella un hombre como Rafe?

Dio un mordisco a la fresca mientras intentaba encontrar algo ingenioso con que romper el silencio. Pero fue inútil. Rafe se acercó, muy despacio, hasta posar la boca sobre la de ella y se olvidó de cualquier intento de conversación.

Fue un beso increíblemente sensual, le rozó los labios, con sabor a nata y fresas, y los retiró. Keely tragó saliva. ¿Qué se suponía que debía hacer? Reprimió el impulso de rodearle el cuello y tumbarlo sobre el sofá. Sería agresivo, pero le impediría seguir cotorreando sobre sus tartas. Quizá pudiera hacer algún comentario sobre el beso, pero le daba miedo que se le trabara la lengua.

De modo que se limitó a sonreír. Y relajarse. Dejó de pensar tanto en lo que estaba haciendo y la conversación continuó con suavidad. La sorprendió la facilidad con la que Rafe iba de un tema a otro. Le iba haciendo preguntas personales, pero nunca insistía si le daba una respuesta vaga. Keely no comentó nada sobre su nueva familia. Habría resultado demasiado complicado y ni siquiera estaba segura de lo que sentía al respecto.

Tal como había sospechado. Rafe Kendrick era un hombre de mundo. Había estado en Europa y en Oriente y cuando le habló de su reciente viaje a Londres e Irlanda, Rafe recordaba haber estado en el círculo de piedra que Keely había visto, de un viaje que había hecho hacía algunos años. Pasaron de los viajes a los libros y de ahí a la pintura, a la música. Antes de darse cuenta, el pianista había dejado de tocar y las luces del bar habían ido encendiéndose.

– ¿Qué hora es? -preguntó mirando a su alrededor.

– Las dos pasadas -contestó Rafe tras consultar el reloj.

– ¿De la mañana?

– Parece que va siendo hora de echar el cierre -Rafe se levantó y le ofreció una mano-. Venga, te acompaño a tu cuarto.

Keely se obligó a sonreír. Era entonces o nunca. Si quería seducirlo, era el momento de pasar a la acción. En algún lugar, entre el vestíbulo y la habitación, tendría que encontrar la forma de volver a besarlo, tendría que asegurarse de que la idea pasara por la cabeza de Rafe para no tener que insinuarse ella. Y los doce años de educación en un colegio católico de niñas no eran una ayuda precisamente.

Mientras andaban por el vestíbulo, Rafe no posó la mano en su espalda. Sino que entrelazó los dedos con los de ella. Keely supuso que le diría adiós en los ascensores, pero la siguió adentro. Keely pulsó el botón de la planta once y fijó la atención en los números que parpadeaban mientras subían.

Cuando las puertas se abrieron, salió, luego se detuvo, preguntándose si se despedirían allí. Rafe miró en ambos sentidos y Keely lo tomó como la pista de que la acompañaría a la habitación.

– Estoy en la 1135. Por aquí -dijo y echó a andar. El corazón le latía con tanta fuerza que le costaba respirar. ¿La besaría?, ¿debía invitarlo a pasar? ¿Qué esperaría Rafe de ella?, se preguntaba confusa-. Esta es -añadió y se apoyó contra la puerta.

– ¿Cuándo te vas? -le preguntó él, clavándole la mirada al tiempo que la rodeaba por la cintura.

– Mañana. Tengo que volver a Nueva York.

– ¿Hay algo que pueda decir para convencerte de que te quedes otra noche? Me gustaría cenar contigo mañana. Por la mañana tengo que volar a Detroit por cuestiones de trabajo, pero estaré de vuelta a las seis.