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– Supongo que puede decirse así -Rafe se encogió de hombros-. Sí, te estoy dando un ultimátum: o yo o tu familia. Eres una mujer adulta, Keely. Toma una decisión. Voy a ducharme. Espero una respuesta cuando salga.

Rafe salió de la cama y caminó desnudo hasta el cuarto de baño. Keely oyó el agua correr, pero no estaba dispuesta a dar por zanjada la discusión. Entró en el cuarto de baño y se plantó delante de la mampara de la ducha.

– Mi madre me ponía muchos ultimátums y no le servían de nada. Cuando alguien me dice que tengo que hacer algo, suelo hacer lo contrario.

– Eso mismo me dijo tu madre -contestó él por encima del ruido del agua-. Dijo que si se oponía a nuestro matrimonio, lo más probable era que siguieras adelante con la boda.

– ¿Ahora te dedicas a conspirar con mi madre?

– Aceptaré la ayuda de cualquier aliado de tu familia -dijo Rafe, asomando un segundo la cabeza-. Si tuvieras perro, intentaría hacerme amigo de él también.

– Esto es algo entre tú y yo -respondió Keely.

– Justo lo que yo digo -replicó él. Luego volvió a la ducha y subió el volumen de la radio a prueba de agua que tenía dentro, poniendo fin a la conversación.

Keely salió del cuarto de baño, empezó a recoger su ropa y la guardó de mala manera en la mochila.

Sí, habían tenido esa discusión una y otra vez desde que Rafe le había propuesto que se casaran. Y no, no había hecho nada por cambiar la situación con su familia, a pesar de haber aceptado su proposición. Todo eso era cierto. ¡Pero no se merecía un ultimátum!

Lanzó la mochila sobre la cama y regresó al baño. Luego se metió en la ducha sin quitarse la bata siquiera. Apagó la radio y le habló con seriedad:

– Si de verdad me quisieras, me darías más tiempo.

– Y si de verdad me quisieras tú, no necesitarías más tiempo.

– No voy a discutir más contigo -dijo Keely-. No estás siendo razonable -añadió mientras se disponía a salir de la ducha.

Pero Rafe la agarró por un brazo y la puso bajo el agua. La apretó contra los azulejos de la pared y apretó las caderas contra las de ella. La seda se ciñó a su piel, realzando las sensaciones del agua caliente y el contacto con Rafe.

– Puedo besarte, quitarte esa bata y hacerte el amor aquí y ahora. Pero no cambiaría nada. No me vas a querer más que ahora mismo. Así que decide. ¿Es suficiente?

– No lo sé -contestó Keely.

– Supongo que ya es una respuesta.

Pero en un intento desesperado, bajó la boca y le dio un beso feroz, casi de castigo, al tiempo que le abría la bata con los dedos. El agua los empapaba mientras Rafe cambiaba hacia el cuello, los pechos, el ombligo.

Keely echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos. Lo quería más de lo que había podido imaginar jamás. Y estaba loca si creía que podría renunciar a eso y no arrepentirse el resto de la vida. Pero la oposición familiar pesaría sobre el matrimonio y Keely se preguntaba si los viejos resentimientos no acabarían saliendo a la superficie algún día. ¿Y si nunca llegaban a aceptarlo?

Rafe le agarró las piernas y se las subió alrededor de la cintura. Luego, muy despacio, la penetró. Keely enredó los dedos por su pelo mojado y arqueó la espalda mientras él se movía en su interior.

– Dime que no puedes vivir sin mí -murmuró ella.

– No viviré sin ti -contestó Rafe con la respiración entrecortada.

Satisfecha con la respuesta, Keely se abandonó al deseo. El agua seguía cayendo, llenando la ducha de vapor, contribuyendo a crear un mundo donde lo único que importaba era la pasión. Y cuando por fin explotó en su interior, Keely suspiró, segura de que Rafe sería el único hombre al que amaría de verdad.

– Volvamos a la cama -susurró ella, mordisqueándole el lóbulo de una oreja.

Rafe se apartó, la devolvió al suelo con suavidad. Luego apoyó la frente contra la de ella y cerró los ojos.

– Vuelve a casa, Keely. Y no regreses hasta que hayas tomado una decisión.

La sacó de la ducha y volvió a encender la radio. Keely abrió la boca, preparada para retomar la discusión una vez más. Pero luego sacudió la cabeza y volvió al dormitorio despacio. No harían más que dar vueltas y vueltas otra hora más y no solucionarían nada. Ella quería más tiempo y él no estaba dispuesto a dárselo. A veces se sentía como si fuera una cuerda y cada bando tirara de ella exigiéndole lealtad y desgarrándola en el proceso.

– ¿Se ha cansado? -murmuró irritada-. ¡Pues más cansada estoy yo! Me casaré con él cuando esté preparada y ni un segundo antes.

Se puso los vaqueros y el jersey sobre el cuerpo todavía mojado. El reloj y el anillo de pedida estaban en la mesilla de noche. Agarró el reloj, pero dejó el anillo donde estaba. No debería haberlo aceptado, al menos hasta haber solucionado las cosas con su familia. Y no volvería a ponérselo mientras Rafe no cediera un poco.

Terminó de vestirse. Agarró la mochila, el abrigo y el bolso y fue hasta la puerta. Pero antes de abrir se miró la mano. Llevar el anillo la había hecho sentirse segura, como si nadie pudiera romper lo que compartían.

Pero no era el anillo lo que cimentaba aquella relación. Sino el amor que se profesaban. Por desgracia, sus sentimientos no eran tan radicales como los de Rafe. Para ella no se tras taba de una decisión de todo o nada. Unos meses atrás no había nadie en su vida más que su madre. Y, de pronto, tenía un padre, seis hermanos y un prometido que la quería. Todos estaban esperando a que formara parte de sus vidas. No debería verse obligada a elegir.

Por fin abrió la puerta, pulsó el botón de ascensor. Cuando llegó al vestíbulo del edificio, el portero la saludó:

– Buenos días, señorita Quinn.

– Buenos días -Keely se obligó a esbozar una sonrisa radiante.

– ¿Le llamo a un taxi?

– Sí, por favor. Voy a la estación sur. El portero pulsó un botón de su teléfono pidió un taxi mientras Keely tomaba asiento en un bonito sofá situado junto a la entrada. Contuvo las ganas de subir a recoger el anillo. Por fin, salió a la ventisca y entró en el taxi, empeñada en no rendirse a sus miedos… ni al ultimátum de Rafe.

Mientras el taxi avanzaba por las calles nevadas del centro de Boston, Keely miró por la ventana la mañana tan desapacible que hacía. Siempre se había dejado guiar por los impulsos, pero de pronto tenía cosas demasiado preciosas que perder y necesitaba tomarse su tiempo. Si Rafe la quería, esperaría. Y si no la quería, mejor descubrirlo antes que después de la boda.

Keely llegó al restaurante de Manhattan diez minutos tarde. La recepcionista la acompañó a la mesa en la que la esperaban Olivia, Amy y Meggie. La había sorprendido la invitación. Se preguntaba si las tres mujeres habrían viajado desde Nueva York nada más que para comer con ella o si se les había ocurrido invitarla después de estar allí por algún otro motivo. Olivia había insistido en pasar el día de compras, de modo que Keely había aceptado y había sugerido un buen sitio para comer.

– Perdonad el retraso -se disculpó mientras se sentaba. Agarró la servilleta de su plato y la desdobló sobre el regazo-. Me ha costado horrores conseguir un taxi. Debería haber venido en metro. ¿Habéis pedido ya?

– Acabamos de pedir la primera botella de vino -dijo Olivia-. Nuestras sobremesas suelen durar hasta bien avanzada la tarde. Y dado que hemos decidido pasar la noche en Nueva York, puede que esta se alargue hasta bien entrada la noche.

– ¿Hacéis esto hace mucho? -preguntó Keely, intrigada por la camaradería que existía entre las mujeres de sus hermanos.

– Empezamos Olivia y yo -dijo Meggie después de dar un sorbo de vino-. Y cuando Amy y Brendan empezaron a salir, la añadimos al grupo. Y ahora que eres una Quinn, pensamos que quizá te gustaría apuntarte también.