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– Tranquila -se dijo mientras se miraba al espejo-. Sea cual sea la verdad, saldrás adelante.

Se echó un poco de agua en la cara y se pasó los dedos por el pelo, negro y corto. No había avisado a su madre de que adelantaba la vuelta. Ni siquiera se le había ocurrido hasta ese momento. Una vez que aterrizaran, decidiría cómo abordar a Fiona.

– ¿Señorita? -llamaron a la puerta-. Estamos a punto de aterrizar. Tiene que ir a su asiento.

– En seguida -Keely cerró los ojos, respiró hondo, compuso una sonrisa forzada antes de abrir.

Encontró su asiento segundos antes de que el avión se posara sobre la pista del aeropuerto. La siguiente hora transcurrió en una nebulosa. Estaba agotada física y emocionalmente. Pasó la aduana como una autómata. Al guardar el pasaporte, se preguntó si no estaría entrando en el país ilegalmente. Al fin y al cabo, en realidad no se llamaba Keely McClain, sino Keely Quinn. Luego arrastró el equipaje con un carrito hasta la parada de taxis.

Le indicó la dirección de su casa al conductor, pero un minuto después pensó que sería inútil. No conseguiría pegar ojo hasta haber hablado con su madre.

– No -se corrigió-. Lléveme al 210 de East Beltran, en Prospect Heights. La avenida del Atlántico está en obras, así que vaya por Linden.

Keely se recostó en el respaldo, sabedora de que el trayecto podía ser espantosamente largo si las calles estaban embotelladas. Por suerte no fue así y media hora después Keely bajó del taxi. La pastelería tenía un aspecto muy distinto al de cuando era una niña. Con los años, había modernizado la fachada; en la puerta, en un letrero de diseño, podía leerse: Repostería McClain.

Anya le había vendido el negocio a Fiona después de jubilarse, años atrás. De modo que esta y Keely se habían hecho cargo del negocio. Finalizado el instituto, Keely había ingresado en la Academia Pratt de Bellas Artes para desarrollar su talento artístico como diseñadora y escultora. Y hacía cuatro años que había asumido el peso del día a día en la repostería. Hacía solo un año, tras empezar a despuntar como diseñadora de tartas, se había independizado, trasladándose a un estudio en un barrio de moda de East Village. Pero los preparativos cotidianos de la pastelería seguían llevándose a cabo en Brooklyn.

Fiona iba a la tienda todos los días, sugería diseños de tartas a novias nerviosas y madres exigentes. Keely apenas tenía tiempo para salir de la cocina, donde preparaba tartas suculentas para fiestas de cumpleaños o bienvenidas de empresas, estrenos de películas, inauguraciones de centros comerciales y bodas de la alta sociedad. Había alcanzado su récord el mes pasado, vendiendo una única tarta por tanto dinero como había ingresado su madre durante un año entero trabajando para Anya. No dejaba de sorprenderla lo que podía llegar a pagarse por un poco de harina, azúcar y mantequilla si se le daba una presentación bonita.

Aunque nunca había pensado seguir los pasos de su madre, le encantaba su trabajo. Disfrutaba diseñando coronas de nata para una boda. Pero desde que había salido de Irlanda no había sido capaz de pensar siquiera en el trabajo que la esperaba. ¿Cómo iba a hacerlo después de lo que había pasado?

Después de pagar al taxista, sacó el equipaje del maletero y lo llevó hasta el apartamento de su madre. Cuando encontró la llave, abrió la puerta y dejó sus cosas en el vestíbulo.

Subió las escaleras despacio. Al llegar arriba, llamó con suavidad, empujó. Keely se encontró a su madre de pie, junto a la puerta, con una mano en el pecho.

– ¡Keely!, ¡qué susto me has dado! ¿Qué haces aquí? No volvías hasta pasado mañana.

Le sonó rara su voz. Keely siempre había pensado que su madre tenía acento, pero, comparada con Maeve, apenas tenía un ligero deje irlandés. Fiona se acercó a abrazarla, pero Keely permaneció fría, rígida. Luego dio un paso atrás.

– He estado en Ballykirk -dijo sin más.

– ¿Qué? -Fiona se quedó sin respiración.

– Ya lo has oído -contestó Keely-. Me he acercado a visitar Ballykirk. Me apetecía conocer un poco más de mis antepasados. Pensé que sería interesante. Aunque no imaginaba cuánto.

– ¿Lo sabes? -preguntó Fiona, pálida, llevándose a la boca una mano.

– Quiero que me lo cuentes tú -contestó Keely con rabia contenida-. Cuéntame que murieron todos en un terrible accidente y no soportabas hablar de ellos. Cuéntame que nunca existieron y Maeve Quinn se equivoca. Cuéntamelo, porque son las únicas razones que puedo aceptar para que me hayas mentido todos estos años.

– No puedo -dijo Fiona con los ojos ensombrecidos-. Sería otra mentira.

– Y mentir es pecado, ¿verdad, mamá? Claro que quizá sea por eso por lo que vas a confesarte todas las semanas, para que te perdonen una vida entera de mentiras -Keely tomó aire-. Por una vez, dime la verdad. Necesito saber quién soy.

Luego se dejó caer sobre un asiento mullido, dispuesta a oír la historia de su vida. Y una vez que supiera toda la verdad, decidiría qué hacer a continuación.

Capítulo 2

– ¿Por qué no puedes entenderlo? Toda la vida he creído que era hija única. ¿Sabes lo que se siente? -Keely agarró un molde de confitería y empezó a echar alcorza-. No tengo más familia en el mundo que tú. ¿Qué pasará cuando no estés?

– Muy bonito -murmuró Fiona enarcando una ceja-. Así que ya estás cavándome la tumba.

Keely suspiró mientras vertía la primera capa de merengue italiano sobre la tarta de boda.

– Es para estar enfadada contigo -respondió-. Tengo un padre y seis hermanos y nunca me lo habías dicho.

– ¿Cuánto tiempo vas a seguir así? Hace una semana que volviste de Irlanda. ¿Cuándo vas a perdonarme?

– Cuando me des una buena explicación – contestó Keely-. Quiero saberlo todo: por qué lo dejaste, cómo pudiste separarte de tus hijos, por qué no me lo habías contado. Seguiré preguntándote mientras no seas totalmente sincera.

– Quería evitarte que sufrieras -dijo Fiona-. Tuve mis motivos para dejar a tu padre. Buenos motivos.

– Eso puedo entenderlo. El matrimonio es difícil. Pero, ¿cómo pudiste dejar a tus hijos? Eran pequeños.

Una vez más, como a lo largo de tantas veces en la última semana, Fiona se negó a responder. Al principio, Keely se había enfadado con ella, llenándola de improperios y acusaciones. Luego, con los días, el enojo había dado paso a una fría intolerancia. Pero la frustraba el silencio porfiado de su madre. Keely sabía, por la expresión apenada de su madre, que todavía le dolía recordar. ¡Pero le daba igual! Agarró un molde con crema pastelera y lo lanzó contra la pared. Luego se derramó por el suelo.

– Bonita manera de comportarse -murmuró Fiona.

– Si no me lo cuentas tú, no me quedará más remedio que ir a Boston y descubrirlo por mi cuenta.

– Te sentirás mal -dijo la madre tras respirar profundamente.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¡ Eso no es una razón!

– Ni siquiera saben que existes.

Había susurrado las palabras, pero se le clavaron en el corazón como si fueran puñales. Parpadeó conmovida.

– ¿No… lo saben?

– Me fui de Boston nada más enterarme de que estaba embarazada de ti. Tu padre no se enteró. Me vine aquí para distanciarme un poco y decidir qué quería hacer con mi vida. Nunca volví. Cuando te tuve, te puse mi apellido de soltera en el certificado de nacimiento y empecé a utilizar ese apellido. Anya era la única que sabía la verdad. Así que si te empeñas en encontrarlos, ten en cuenta que no saben quién eres. Y quizá no te crean.

– ¡Tengo derecho a conocerlos! -exclamó Keely mientras se secaba una lágrima de frustración que corría por su mejilla.