Выбрать главу

– Y no puedo hacer nada por impedírtelo -dijo Fiona-. Aunque te lo contara todo, irías de todos modos.

– Entonces, ¿por qué no me lo cuentas? Fiona cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

– Fue hace mucho, muchísimo tiempo. En otra vida.

– ¿Y nunca has intentado ponerte en contacto con ellos en todos estos años?

– Te estaba protegiendo -explicó Fiona-. Creía que mi matrimonio había terminado. Sabía que Seamus no cambiaría nunca. Cuando me fui, no pensé que sería para siempre. Había pensado volver después de que nacieras. Pero entonces me resultó todavía más difícil marcharme de Nueva York. Tenía un buen trabajo. Había puesto los cimientos para construir una nueva vida contigo.

– Pero tus hijos… ¿cómo pudiste?

– ¿Te crees que no me costó dejarlos? -los ojos de Fiona se llenaron de lágrimas-. Pensé que Seamus maduraría si se veía obligado a responsabilizarse de los niños durante un tiempo, si tenía que asegurarse de pagar las facturas y cuidar de la casa. Mantuve el contacto con un vecino durante un tiempo, nada más que para asegurarme de que los niños estaban bien. No quería irme. Pero estaba atrapada. Me los habría llevado, pero yo no habría podido sacarlos adelante y Seamus sí. Yo nunca había trabajado hasta que empecé en la repostería.

– Me pasé toda la infancia inventándome historias sobre mi padre -dijo Keely-. Era un héroe, un hombre valiente que había fallecido de forma trágica. Tuve que inventarme su vida en vista de que no me contabas nada.

– ¿Habrías sido más feliz sabiendo la verdad? Tu padre era un pobre pescador irlandés, que se pasaba la mayoría del tiempo en un bote maloliente. En casa no hacía otra cosa que beber y emborracharse. Se gastaba a las apuestas casi todo lo que había ganado. Yo me alegraba cuando tenía que volver al mar.

– Y supongo que nunca volviste a casarte porque nunca dejaste de quererlo -Keely soltó una risilla suave.

– Soy católica y el divorcio no era una opción.

– ¿Sigues casada? -preguntó asombrada Keely.

– Sí. Aunque no sé lo que habrá hecho tu padre. Quizá tenga otra esposa. Supongo que eso lo convertiría en un bígamo.

Keely bajó la mirada hacia la tarta y se dio cuenta de que le estaba quedando irregular y chapucera. Soltó un exabrupto, agarró la espátula y aplastó todo el diseño para empezar otra vez desde el principio.

– Tengo que ir -murmuró-. Tengo que saber quiénes son.

– ¿Aun a riesgo de que te rompan el corazón? Por favor, Keely, no conviertas esto en una fantasía romántica -la advirtió Fiona-. Lo más probable es que fuera un desastre.

– Pero quizá no lo sea. Quizá se alegren de conocerme -contestó Keely y ambas guardaron silencio durante unos segundos.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó por fin la madre.

– Les he pedido a Janelle y Kim que se ocupen de los encargos de esta semana. Tú tendrás que encargarte de las tartas de Wilkinson y Marbury. En principio, no creo que tenga que estar más de un día o dos fuera.

– Entonces necesitarás esto -Fiona se llevó una mano al bolsillo, sacó una cadena con una joya incrustada y se la ofreció a su hija.

– ¿Qué es esto? -preguntó Keely mientras examinaba el collar.

– Me la regaló mi madre el día de la boda. Pertenece a la familia McClain desde hace generaciones. Es una joya especial, el símbolo irlandés del amor. El corazón representa la fidelidad; las manos, la amistad, y la corona, la lealtad. Estaba esperando a que te casaras para dártela – Fiona hizo una pausa-. Seamus conoce este colgante. Si se lo enseñas, sabrá de dónde viene… En realidad, abandoné a tu padre por este colgante -añadió, soltando una risa leve.

– ¿De verdad?

– Acababa de volver a casa después de dos meses en el mar. Estaba borracho y había perdido casi toda su paga apostando en el pub. Tomó el colgante y lo llevó a una tienda de empeño para seguir apostando. Dijo que necesitaba recuperar el dinero que había perdido. Antes de irme de Boston, convencí al dueño de la casa de empeños para que me permitiera comprárselo a plazos. Tardé tres años -Fiona miró hacia el colgante-. Esa es la clase de persona que era tu padre… puestos a decir la verdad.

– Quizá haya cambiado -dijo Keely-. La gente puede cambiar.

– Y quizá siga igual -replicó la madre.

– Supongo que no lo sabré hasta que lo encuentre -contestó Keely después de guardarse el collar en el bolsillo del mandil.

Fuego se giró hacia la tarta y examinó su estado con ojo crítico. De pronto, comprendió que no tenía paciencia suficiente para prepararla. Toda vez que había decidido ir a Boston en busca de su familia, quería hacer las maletas y salir cuanto antes. Sintió una pequeña náusea, pero logró controlarla. Era lo bastante valiente como para hacer frente a lo que quiera que pudiera ocurrir en Boston.

Solo entonces estaría en condiciones de decidir quién era: una McClain o una Quinn.

Un viento helador azotaba la cara de Keely mientras bajaba por la acera, mojada por la lluvia, con las manos guardadas en los bolsillos de la chaqueta y los ojos clavados en el suelo, unos metros por delante de los pies. Casi le daba miedo levantar la cabeza. Miedo de encontrarse con aquello que había ido a buscar.

Hacía frío para estar a principios de octubre y la tensión que se respiraba en el aire presagiaba el estallido de una tormenta desagradable en cualquier momento. Lo que no la había disuadido de su propósito de ir a Boston.

Desde que había vuelto de Irlanda hacía más de una semana, Keely había soñado con ese día, no había parado de darle vueltas a la cabeza y de estudiar los mapas que había desdoblado sobre la cama. Había calculado el tiempo que tardaría en conducir de Nueva York a Boston y otra vez de vuelta.

Le habría gustado salir al día siguiente de regresar de Irlanda, en cuanto su madre le había dicho que Seamus Quinn estaba en Boston. Había localizado su dirección por Internet y había estado a punto de llamarlo por teléfono. Pero se había frenado, obligándose a no actuar impulsivamente. Por una vez, quería pensar antes de precipitarse en un viaje que podía resultar peligroso.

Hasta ese momento su vida había estado plagada de decisiones impetuosas y actos impulsivos que luego le habían pasado factura. Como cuando una amiga la había desafiado a robar dinero del cepillo de la Iglesia. Había soltado una moneda de veinte céntimos y se había embolsado un billete de cinco dólares. Pero la anciana que estaba sentada a su lado la había pillado. Keely había estado limpiando los baños de la Iglesia durante seis meses para pagar por ese pequeño desliz.

Por no hablar de cuando se había apropiado del tambor de un grupo que tocaba en un garaje sórdido y el dueño la había atrapado mientras huía a la carrera. Tenía dieciséis años y Fiona la había castigado otros seis meses sin salir de casa por aquella aventura detestable. Y no hacía ni un año que había acabado en el calabozo por pegarle un puñetazo a un policía que estaba deteniendo a un vagabundo que vivía en el callejón pegado a su apartamento. La broma le había costado una fianza cuantiosa y estrenar expediente de antecedentes penales.

Pero el viaje a Boston, aunque arriesgado, no podía considerarse temerario. No tenía otra opción más que ir. Solo al llegar allí pensó en lo fácil que sería darse la vuelta, volver a casa y retomar su vida de siempre. Pero, a pesar de la fuerza con que le latía el corazón, la curiosidad la empujaba hacia delante.

Fiona solía decir que el pasado, pasado estaba, pero el pasado que Keely se había creído no había sido sino una mentira, un invento urdido para aplacar las preguntas de una niña curiosa. Su padre estaba vivo y tenía seis hermanos. Keely exhaló un suspiro tembloroso, se giró y miró calle abajo.