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– Pero nadie que pueda cuidar del niño en tu ausencia -la interrumpió-. Ni siquiera tienes coche, Randi, y no puedes caminar sin cojear. Serías una presa fácil para quien pretende quitarte de en medio. Si quieres que te maten, eso es asunto tuyo; a fin de cuentas eres una mujer adulta y tomas tus propias decisiones; pero también eres madre.

– Slade…

– Ese niño depende totalmente de ti, porque ni tiene padre ni quieres decirnos quién es. Debes seguir con vida, Randi. Tienes que hacerlo por él.

– No me digas lo que tengo que hacer con mi vida.

– Desde mi punto de vista, sería mejor que tu hijo permaneciera aquí, en el rancho, entre gente que lo quiere. Tiene a sus tíos, a sus primos y a Juanita. Y dudo que tengas nada en contra de ella, porque nos crió a todos.

– No estoy segura de que eso hable en su favor.

– Sea como sea, el niño estaría a salvo en el rancho. ¿Por qué diablos quieres volver a una ciudad llena de desconocidos?

Randi agarraba el volante con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos.

– Porque es el sitio donde vivo.

– Sola. Y sin niñera.

– No sé, tal vez tengas razón… -admitió al fin, aparentemente angustiada-. Había pensado que, si volvía a Seattle, tal vez recuperaría la memoria. Todavía hay muchas cosas que no recuerdo, muchas lagunas que necesito llenar. Tengo que encontrar la forma de superar mi amnesia y recobrar mi vida.

Slade se preguntó si estaría siendo sincera. Todo parecía indicar que sí, pero Randi era una actriz magnífica y ya lo había engañado con anterioridad.

– ¿Recuerdas haber despedido a Larry Todd? -le preguntó.

Ella lo pensó durante un momento, suspiró y sacudió la cabeza.

– No. Y no me imagino despidiendo a Larry.

– Pues lo hiciste, y se enfadó mucho contigo. Thorne tuvo que hablar con él y convencerlo para que volviera con nosotros. Es un buen hombre, y ha sido el capataz del rancho durante años. ¿Por qué querías que se marchara?

– Ojalá lo supiera, Slade -respondió, frunciendo el ceño-. Desgraciadamente, hay muchas cosas que no recuerdo.

La música de la emisora de radio cambió en ese momento. Empezó a sonar una canción romántica, y Randi la quitó enseguida.

– ¿Tampoco recuerdas nada del libro que escribías?

Randi volvió a suspirar. Los limpiaparabrisas iban de un lado a otro, limpiando la nieve que caía.

– No, ya te lo he dicho… pero estoy segura de que siempre quise escribir un libro. Esto es desesperante, Slade. Mis recuerdos están envueltos en una niebla tan densa que no permite ver casi nada. Tengo que ir a casa, comprobar los archivos de mi ordenador, ir al despacho y…

– Dime qué recuerdas exactamente.

– Que saliste con Jamie Parsons.

Randi le lanzó una mirada de humor y Slade sonrió. Aunque su hermanastra fuera todo un problema, también era encantadora cuando quería.

– Bueno, bueno… no me refería a mi vida amorosa. ¿Qué recuerdas, Randi?

– Imágenes borrosas, desenfocadas. Y no creas que me acuerdo particularmente de tu relación con Jamie; es que recuerdo casi toda nuestra infancia y nuestra adolescencia. Me acuerdo de mamá y papá, de vosotros y de los problemas que me buscaba cuando salía en moto o a montar a caballo. Pero después de eso, sólo hay niebla.

El locutor de la emisora de radio dio el parte meteorológico.

Nieve, nieve y más nieve.

Lo normal en el invierno de Montana.

– Recuerdo algunas cosas recientes -continuó ella, mientras pasaban ante la antigua estación de ferrocarril-. Me acuerdo de mi trabajo en el Clarion; de mi jefe, Bill Withers, y de algunos de mis compañeros… sobre todo, de Sara y de Dave.

Slade reconoció los nombres. Bill Withers era el director del Clarion; Sarah Peeples, el crítico de cine del periódico; y Dave Delacroix, un columnista de la sección de deportes.

– ¿No te acuerdas de Joe Paterno?

Ella se mordió el labio e intentó recordar. Los campos habían quedado atrás y estaban entrando en Grand Hope por el puente que cruzaba el río Badger.

– Creo que también trabaja para el periódico, pero no recuerdo nada más.

– Es un fotógrafo que trabaja por su cuenta. Estuviste saliendo con él.

– Oh…

– Sí, oh.

– Ya veo que me has estado investigando. ¿Qué esperabas? ¿Que te confesara que es el padre de mi hijo? -le preguntó.

– Sólo intento ayudar.

Randi no dijo nada. Pero a continuación, cuando Slade mencionó los nombres de Brodie Clanton y Sam Donahue, ella alzó los ojos en gesto de desesperación. Brodie Clanton era abogado, y Sam Donahue, un vaquero.

– Hazme caso, Slade, no intentes trabajar nunca de detective privado. Eres tan sutil como un transporte de mercancías.

Randi detuvo el coche delante del salón de belleza Bob y Weave, aparcó en un sitio libre, salió de la furgoneta y se guardó las llaves.

– Y hablando de detectives privados, asegúrate de decirle a tu amigo Striker que le he contado todo lo que sé, absolutamente todo. Y que si recuerdo algo más, me pondré en contacto con él.

Randi caminó hasta la entrada de la peluquería. El establecimiento estaba lleno de mujeres en distintos estados de renovación. Una de las clientas tenía la cabeza echada hacia delante, mientras su esteticista correspondiente le afeitaba el vello de la nuca; otra tenía la cabeza llena de rulos, e incluso había una que llevaba papel de aluminio y que parecía una extraterrestre.

– Te esperaré en el pub Grub -dijo él.

– Cuando volvamos a vernos, seré una mujer completamente nueva.

– Mientras te mejoren… -declaró Slade, sonriendo.

– Lo intentaré. Pero mejorar la perfección es muy difícil.

Slade soltó una carcajada. Randi abrió la puerta de la peluquería y entabló conversación con Karla Dillinger, que además de ser la dueña del local también era la hermana de la prometida de Matt. Karla, que llevaba el pelo entre rubio y rojizo, miró a Slade como si lo considerara la encarnación del mal. Aunque Kelly Dillinger se iba a casar con uno de los McCafferty, era evidente que la peluquera tenía sus reservas al respecto. Cuando Slade le guiñó un ojo, ella se ruborizó y se apartó rápidamente del escaparate.

Él se metió las manos en los bolsillos y se alejó. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando se fijó en un coche azul que estaba aparcado delante de la inmobiliaria local. Supo que era el utilitario de Jamie Parsons, y no tardó en comprobar que su antigua novia estaba dentro, sentada frente a una mujer rubia.

Consideró la posibilidad de entrar, pero no se le ocurrió ninguna excusa. En ese momento, vio que Jamie se levantaba y se colgaba el bolso del hombro. Ella debió de verlo, porque se puso tensa y adoptó un gesto de desaprobación.

Tras despedirse del agente inmobiliario, salió a la calle.

– McCafferty, tengo la sensación de que me estás siguiendo… -dijo sin preámbulos.

Slade no se molestó en sacarla del error.

– ¿En serio?

Jamie se acercó a su coche y lo abrió con el mando a distancia.

– ¿Qué quieres ahora? Y no me vuelvas a hablar del pasado, porque ya hemos discutido ese asunto.

Ella lo miró con una sonrisa fría y profesional, pero no engañó a Slade; en su expresión había algo más, una emoción que intentaba ocultar sin demasiado éxito.

– Sólo estaba paseando.

– Ya.

– Acabo de dejar a mi hermana en la peluquería y me dirigía a tomar una cerveza en el pub cuando he visto tu coche.

– Y has decidido esperarme.

– Exacto.

Slade se apoyó en el utilitario y miró a un par de adolescentes que llevaban mochilas en la espalda y se estaban lanzando bolas de nieve. Los dos jóvenes desaparecieron inmediatamente, entre risas.

– Jamie, te comportas como si te estuviera acechando…

– Espero que no, porque hay leyes contra ese tipo de cosas.