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¿Y qué podía hacer ella? La casa o la libertad de Tim. El problema era que no confiaba en que su hermano cambiase. ¿Pero cómo iba a dejar que lo metieran en la cárcel?

– Es imposible -le dijo.

– No, en realidad es muy fácil.

– Para usted, claro. ¿Quién es usted, el hombre más malvado del planeta?

Él se irguió entonces. Si no hubiera estado mirándolo fijamente no se habría dado cuenta de la repentina tensión en sus hombros.

– ¿Qué ha dicho?

– Tal vez podamos encontrar otra solución, un compromiso. A mí se me da bien negociar -lo que quería decir era que se le daba bien negociar con niños difíciles, pero dudaba que Duncan apreciase la comparación.

– ¿Está usted casada, señorita McCoy?

– ¿Qué? -Annie miró alrededor, asustada-. No, pero todos mis vecinos me conocen y si me pusiera a gritar vendrían inmediatamente.

– No estoy amenazándola.

– Ah, qué suerte tengo. Pero está aquí para amenazar a mi hermano, que es lo mismo.

– Dice que es profesora de primaria… ¿desde cuándo?

– Es mi quinto año. ¿Por qué?

– ¿Le gustan los niños?

– Soy profesora de primaria, ¿usted qué cree?

– ¿Toma drogas? ¿Ha tenido problemas con el alcohol o alguna otra adicción?

Al chocolate, pensó ella, pero en realidad la adicción al chocolate era una cosa de chicas.

– No, pero yo…

– ¿Alguno de sus ex novios está en prisión?

Annie lo miró, furiosa.

– Oiga, que está hablando de mí y estoy aquí mismo.

– No ha respondido a mi pregunta.

Annie se dijo a sí misma que no tenía por qué hacerlo, que su vida no era asunto de aquel extraño. Pero se encontró diciendo:

– No, por supuesto que no.

Él se apoyó en la encimera, cruzando los brazos sobre el pecho.

– ¿Y si hubiera una tercera opción? ¿Otra manera de salvar a su hermano?

– ¿Y cuál sería?

– Faltan cuatro semanas para Navidad y me gustaría contratarla para las fiestas. A cambió, olvidaré la mitad de la deuda de Tim, lo enviaré a una clínica de rehabilitación y haré un programa de pagos por el resto del dinero, que Tim pagará cuando salga de la clínica.

Todo eso sonaba demasiado bueno para ser verdad.

– ¿Qué tengo yo que valga ciento veinticinco mil dólares?

Por primera vez desde que entró en la casa, Duncan Patrick sonrió y eso transformó su rostro por completo, dándole un aspecto juvenil y muy atractivo.

Y también poniéndola a ella muy nerviosa.

– No estará hablando de sexo, ¿verdad?

– No, señorita McCoy. No quiero acostarme con usted.

Annie se puso colorada hasta la raíz del pelo.

– Sé que no soy una chica muy sexy… -empezó a decir. Duncan enarcó una ceja-. Soy más bien la mejor amiga -siguió ella, deseando que se la tragase la tierra-. La chica a la que los hombres le cuentan cosas, no con la que se acuestan. La que presentan a sus madres.

– Exactamente -dijo él.

– ¿Quiere presentarme a su madre?

– No, quiero presentarle a todos los demás. Quiero que sea mi pareja en todos los eventos sociales a los que debo acudir durante las fiestas. Usted le demostrará al mundo que no soy un canalla sin corazón.

– No lo entiendo -murmuró Annie, perpleja-. Podría usted salir con quien quisiera.

– Sí, pero las mujeres con las que quiero salir no resuelven el problema. Usted sí.

– ¿Cómo?

– Es usted profesora de primaria, cuida de su familia… es una buena chica y eso es lo que yo necesito. A cambio, su hermano no irá a la cárcel -dijo él.

– Pero yo…

– Annie, si me dices que sí, tu hermano tendrá la ayuda que necesita -la interrumpió Duncan entonces, tuteándola por primera vez-. Si me dices que no, irá a la cárcel.

– Pero eso no es justo. No está jugando limpio.

– Yo siempre juego para ganar. ¿Cuál es tu decisión?

Capítulo Dos

Mientras Duncan esperaba la respuesta, Annie tomó una silla y la colocó frente a la nevera. Luego se subió a ella para sacar un paquete de cereales con fibra del armario y de él sacó una bolsa llena de bolitas de color naranja.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó él, pensando que el estrés le había hecho perder la cabeza.

– Sacando mi chocolate de emergencia. Vivo con tres mujeres y si cree que algo de chocolate duraría más de cinco minutos en esta casa, está muy equivocado -Annie se echó un puñado de bolitas en la mano y volvió a cerrar la bolsa.

– ¿Por qué son de color naranja?

Ella lo miró como si tuviera dos cabezas.

– Son M &M de Halloween. Los compré a primeros de noviembre, cuando estaban a mitad de precio -contestó metiéndose una bolita en la boca.

Muy bien, aquello era muy extraño, pensó Duncan.

– Antes estabas tomando una copa de vino. ¿Ya no la quieres?

– ¿En lugar del chocolate? No.

Llevaba un jersey ancho de color azul, a juego con sus ojos, y una falda que le llegaba por la rodilla. Iba descalza y… tenía unas margaritas diminutas pintadas en cada uña. Aparte de eso, Annie McCoy no llevaba ni gota de maquillaje, ni joyas, sólo un reloj barato en la muñeca. Tenía el pelo rizado, de un bonito tono dorado, que caía sobre sus hombros. No parecía una mujer muy preocupada por su aspecto.

Y le parecía muy bien. El exterior se podía arreglar, lo que a él le preocupaba era el carácter. Por lo que había visto, era una persona compasiva y generosa. En otras palabras, una ingenua. Mejor para él. En aquel momento necesitaba una persona así para que los del consejo de administración lo dejasen en paz hasta que pudiese retomar el control.

– No has respondido a mi pregunta.

Annie suspiró.

– Lo sé, pero no he respondido porque sigo sin saber qué quiere de mí.

Él señaló las sillas que rodeaban la mesa de la cocina.

– ¿Por qué no nos sentamos?

Era su casa, debería ser ella quien lo invitase a sentarse. Aun así, Annie se encontró apartando la silla. Debería ofrecerle también un caramelo de chocolate, pero tenía la impresión de que iba a necesitarlos todos.

Duncan Patrick se sentó frente a ella y apoyó los codos en la mesa.

– Soy el propietario de una empresa… Industrias Patrick.

– Dígame que es un negocio familiar -suspiró Annie-. Lo ha heredado, ¿verdad? No será tan egocéntrico como para haberle puesto su nombre, ¿no?

Él tuvo que disimular una sonrisa.

– Veo que el chocolate te da valor.

– Un poco, sí.

– Heredé la empresa cuando estaba en la universidad. Era una empresa pequeña y la convertí en una corporación multimillonaria en quince años.

Pues qué suerte, pensó ella. Pertenecer al dos por ciento de la población que había sacado un sobresaliente alto en la reválida no era precisamente impresionante comparado con sus millones.

– Para llegar tan lejos y tan rápido he tenido que ser despiadado -siguió él-. He comprado empresas y las he fusionado con la mía para modernizarlas y conseguir beneficios.

Annie contó los caramelos que le quedaban. Ocho bolitas de cielo.

– ¿Esa es una manera amable de decir que se dedica a despedir gente?

Él asintió con la cabeza.

– Al mundo empresarial le encantan las historias de éxito, pero sólo hasta un punto. Ahora todos me consideran un monstruo y estoy teniendo mala prensa últimamente, así que necesito contraatacar.

– ¿Y por qué le importa lo que la gente diga de usted?

– A mí no me importa, pero al consejo de administración sí. Tengo que convencer a todo el mundo de que soy… una buena persona.

Annie tuvo que sonreír.

– Y no lo es, ¿eh?

– No.

Tenía unos ojos inusuales, pensó ella. El gris daba un poquito de miedo, pero resultaba atractivo. Si no fuesen tan fríos…