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Las doce figuras del mundo

A la memoria de José S. Álvarez

I

El Capricornio, el Acuario, los Peces, el Carnero, el Toro, pensaba Aquiles Molinari, dormido. Después, tuvo un momento de incertidumbre. Vio la Balanza, el Escorpión. Comprendió que se había equivocado; se despertó temblando.

El sol le había calentado la cara. En la mesa de luz, encima del Almanaque Bristol y de algunos números de La Fija, el reloj despertador Tic Tac marcaba las diez menos veinte. Siempre repitiendo los signos, Molinari se levantó. Miró por la ventana. En la esquina estaba el desconocido.

Sonrió astutamente. Se fue a los fondos; volvió con la máquina de afeitar, la brocha, los restos del jabón amarillo y una taza de agua hirviendo. Abrió de par en par la ventana, con enfática serenidad miró al desconocido y lentamente se afeitó, silbando el tango Naipe Marcado.

Diez minutos después estaba en la calle, con el traje marrón cuyas últimas dos mensualidades aún las debía a las Grandes Sastrerías Inglesas Rabuffi. Fue hasta la esquina; el desconocido bruscamente se interesó en un extracto de la lotería. Molinari, habituado ya a esos monótonos disimulos, se dirigió a la esquina de Humberto I. El ómnibus llegó en seguida; Molinari subió. Para facilitar el trabajo a su perseguidor, ocupó uno de los asientos de adelante. A las dos o tres cuadras se dio vuelta; el desconocido, fácilmente reconocible por sus anteojos negros, leía el diario. Antes de llegar al Centro, el ómnibus estaba completo; Molinari hubiera podido bajar sin que el desconocido lo notara, pero su plan era mejor. Siguió hasta la Cervecería Palermo. Después, sin darse vuelta, dobló hacia el Norte, siguió el paredón de la Penitenciaría, entró en los jardines; creía proceder con tranquilidad, pero, antes de llegar al puesto de guardia, arrojó un cigarrillo que había encendido poco antes. Tuvo un diálogo nada memorable con un empleado en mangas de camisa. Un guardiacárceles lo acompañó hasta la celda 273.

Hace catorce años, el carnicero Agustín R. Bonorino, que había asistido al corso de Belgrano disfrazado de cocoliche, recibió un mortal botellazo en la sien. Nadie ignoraba que la botella de Bilz que lo derribó había sido esgrimida por uno de los muchachos de la barra de Pata Santa. Pero como Pata Santa era un precioso elemento electoral, la policía resolvió que el culpable era Isidro Parodi, de quien algunos afirmaban que era ácrata, queriendo decir que era espiritista. En realidad, Isidro Parodi no era ninguna de las dos cosas: era dueño de una barbería en el barrio Sur y había cometido la imprudencia de alquilar una pieza a un escribiente de la comisaría 8, que ya le debía de un año. Esa conjunción de circunstancias adversas selló la suerte de Parodi: las declaraciones de los testigos (que pertenecían a la barra de Pata Santa) fueron unánimes: el juez lo condenó a veintiún años de reclusión. La vida sedentaria había influido en el homicida de 1919: hoy era un hombre cuarentón, sentencioso, obeso, con la cabeza afeitada y ojos singularmente sabios. Esos ojos, ahora, miraban al joven Molinari.

– ¿Qué se le ofrece, amigo?

Su voz no era excesivamente cordial, pero Molinari sabía que las visitas no le desagradaban. Además, la posible reacción de Parodi le importaba menos que la necesidad de encontrar un confidente y un consejero. Lento y eficaz, el viejo Parodi cebaba un mate en un jarrito celeste. Se lo ofreció a Molinari. Éste, aunque muy impaciente por explicar la aventura irrevocable que había trastornado su vida, sabía que era inútil querer apresurar a Isidro Parodi; con una tranquilidad que lo asombró, inició un diálogo trivial sobre las carreras, que son pura trampa y nadie sabe quién va a ganar. Don Isidro no le hizo caso; volvió a su rencor predilecto: se despachó contra los italianos, que se habían metido en todas partes, no respetando tan siquiera la Penitenciaría Nacional.

– Ahora está llena de extranjeros de antecedentes de lo más dudosos y nadie sabe de dónde vienen.

Molinari, fácilmente nacionalista, colaboró en esas quejas y dijo que él ya estaba hartó de italianos y drusos, sin contar los capitalistas ingleses que habían llenado el país de ferrocarriles y frigoríficos. Ayer no más entró en la Gran Pizzería Los Hinchas y lo primero que vio fue un italiano.

– ¿Es un italiano o una italiana lo que lo tiene mal?

– Ni un italiano ni una italiana -dijo sencillamente Molinari-. Don Isidro, he matado a un hombre.

– Dicen que yo también maté a uno, y sin embargo aquí me tiene. No se ponga nervioso; el asunto ese de los drusos es complicado, pero, si no lo tiene entre ojos algún escribiente de la 8, tal vez pueda salvar el cuero.

Molinari lo miró atónito. Luego recordó que su nombre había sido vinculado al misterio de la quinta de Abenjaldún, por un diario inescrupuloso -muy distinto, por cierto, del dinámico diario de Cordone, donde él hacía los deportes elegantes y el football-. Recordó que Parodi mantenía su agilidad espiritual y, gracias a su viveza y a la generosa distracción del subcomisario Grondona, sometía a lúcido examen los diarios de la tarde. En efecto, don Isidro no ignoraba la reciente desaparición de Abenjaldún; sin embargo le pidió a Molinari que le contara los hechos, pero que no hablara tan rápido, porque él ya estaba medio duro de oído. Molinari, casi tranquilo, narró la historia:

– Créame, yo soy un muchacho moderno, un hombre de mi época; he vivido, pero también me gusta meditar. Comprendo que ya hemos superado la etapa del materialismo; las comuniones y la aglomeración de gente del Congreso Eucarístico me han dejado un rastro imborrable. Como usted decía vez pasada, y, créame, la sentencia no ha caído en saco roto, hay que despejar la incógnita. Mire, los faquires y los yoguis, con sus ejercicios respiratorios y sus macanas, saben una porción de cosas. Yo, como católico, renuncié al centro espiritista Honor y Patria, pero he comprendido que los drusos forman una colectividad progresista y están más cerca del misterio que muchos que van a misa todos los domingos. Por lo pronto, el doctor Abenjaldún tenía una quinta papal en Villa Mazzini, con una biblioteca fenómeno. Lo conocí en Radio Fénix, el Día del Árbol. Pronunció un discurso muy conceptuoso, y le gustó un sueltito que yo hice y que alguien le mandó. Me llevó a su casa, me prestó libros serios y me invitó a la fiesta que daba en la quinta; falta elemento femenino, pero son torneos de cultura, yo le prometo. Algunos dicen que creen en ídolos, pero en la sala de actos hay un toro de metal que vale más que un tramway. Todos los viernes se reúnen alrededor del toro los akils, que son, como quien dice, los iniciados. Hace tiempo que el doctor Abenjaldún quería que me iniciaran; yo no podía negarme, me convenía estar bien con el viejo y no sólo de pan vive el hombre. Los drusos son gente muy cerrada y algunos no creían que un occidental fuera digno de entrar en la cofradía. Sin ir más lejos, Abul Hasán, el dueño de la flota de camiones para carne en tránsito, había recordado que el número de electos es fijo y que es ilícito hacer conversos; también se opuso el tesorero Izedín; pero es un infeliz que se pasa el día escribiendo, y el doctor Abenjaldún se reía de él y de sus libritos. Sin embargo, esos reaccionarios, con sus anticuados prejuicios, siguieron el trabajo de zapa y no trepido en afirmar que, indirectamente, ellos tienen la culpa de todo.

»El 11 de agosto recibí una carta de Abenjaldún, anunciándome que el 14 me someterían a una prueba un poco difícil, para la cual tenía que prepararme.

– ¿Y cómo tenía que prepararse? -inquirió Parodi.

– Y, como usted sabe, tres días a té solo, aprendiendo los signos del zodíaco, en orden, como están en el Almanaque Bristol. Di parte de enfermo a las Obras Sanitarias, donde trabajo por la mañana. Al principio, me asombró que la ceremonia se efectuara un domingo y no un viernes, pero la carta explicaba que para un examen tan importante convenía más el día del Señor. Yo tenía que presentarme en la quinta, antes de medianoche. El viernes y el sábado los pasé de lo más tranquilo, pero el domingo amanecí nervioso. Mire, don Isidro, ahora que pienso, estoy seguro que ya presentía lo que iba a suceder. Pero no aflojé, estuve todo el día con el libro. Era cómico, miraba cada cinco minutos el reloj a ver si ya podía tomar otro vaso de té; no sé para qué miraba, de todos modos tenía que tomarlo: la garganta estaba reseca y pedía líquido. Tanto esperar la hora del examen y sin embargo llegué tarde a Retiro y tuve que tomar el tren carreta de las veintitrés y veintiocho en vez del anterior.