»Mis ojos, empañados por la nerviosidad de la hora, retuvieron una escena que ni Lorusso. A Zarlenga me lo medio tapaba el Napoleón, pero a esa carnudita Juana Musante la devoré a mis anchas con la visual; estaba con el batón colorado y las babuchas con rosetones y yo me tuve que apoyar en uno de los 0,95. Limardo, cargado de amenazas como una nube, ocupó el centro del escenario. Quien más, quien menos, nadie dejó de comprender en ese momento que el Imparcial iba a cambiar de patrón. Ya nos corría un hilo frío por la espalda con el estampido de las cachetadas que Limardo iba a sacudirle a Zarlenga.
»En vez, tomó la palabra, que siempre es impotente ante el misterio. Habló con su pico de oro, y dijo cosas que todavía me fermentan el seso. En tales ocasiones el orador suele resultar un solemne turiferario, pero Limardo, sin tanto voulez vous, atropelló derecho viejo y se mandó unas parrafadas al uso nostro sobre la desavenencia de la discordia. Dijo que el matrimonio era una cosa tan unida que había que cuidar de no separarla, y que la Musante y Zarlenga tenían que darse un beso delante de todos, para que la clientela supiera que se querían.
»¡Usted lo viera a Zarlenga! Ante un consejo tan sano, se quedó como embalsamado y no sabía qué línea de conducta seguir; pero la Musante, que tiene la pensadora bien puesta, no es sujeto propicio para embuchar esas fiorituras. Se levantó como si le hubieran impugnado la carbonada. Ver esa grela tan grandiosa y tan enojada sobró para que si me descubre un facultativo me manda como por un tubo a Villa María. La Musante no anduvo con paños tibios; le fajó al rusticano que se ocupara de su matrimonio, si lo tenía, y que, si volvía a meter el hocico, se lo iban a rebanar como a chancho. Zarlenga, para cerrar el debate, reconoció que el señor Renovales (ausente a la sazón por Quilmes Bock en confitería La Perla) había estado en lo cierto al querer expulsar a Tadeo Limardo. Le ordenó que saliera como chijete, sin consultar que ya eran las ocho pasadas. El pobre iluso de Limardo tuvo con apuro que hacer la valija y paquete, pero las manos le temblaban enteramente y Simón Fainberg se brindó a coadyuvar; a río revuelto, el rusticano perdió una cortaplumas de hueso y un peto de franela. Al rústico los ojos se le preñaron de lágrimas al mirar por última vez el establecimiento que le dio techo. Nos dijo adiós con el movimiento de la cabeza, entró en la noche y se perdió, rumbo a lo desconocido.
»Con los primeros gallos del otro día, Limardo me despertó, portador de un mate de leche que impulsivamente insumí, sin exigirle rendición de cuentas de cómo había regresado al hotel. Ese mate de persona expulsada todavía me quema la boca. Usted me dirá que Limardo se manifestó como un anarquista al desacatar de ese modo la orden de su hotelero, pero hay que ver también lo que significa privarse de un recinto que le ha costado tanto dolor de cabeza a los propietarios y que ya es una segunda naturaleza.
»Mi arrebatada participación en el mate me había puesto cola de paja; así que preferí reducirme en la piecita, dando parte de enfermo. Cuando me aventuré al pasillo, a los pocos días, uno de los farristas me anotició que Zarlenga había ensayado hasta la puerta la expulsión de Limardo, pero que éste se tiró al suelo y se dejó patear y golpear, dominándolo con la resistencia pasiva. Fainberg no me confirmó el dato, porque es un egoísta que todo se lo guarda, para no tenerme al corriente de la chismografía más necesaria. Yo me sonrío, causa de mi cuña fenómeno con los 0,95, pero esa vuelta no abusé, porque el mes anterior ya les había tirado la lengua. Mi experiencia personal es que le habilitaron a Limardo, con la instalación de una cama jaula y un cajoncito de kerosene, el depósito de escobas y enseres de limpieza, que hay debajo de la escalera. La ventaja era que podía escuchar todo lo que hacían en el cuarto de Zarlenga, porque no lo separaba más que un tabique de tabla, fulerongo. El damnificado resulté yo, porque las escobas, luego de inventariadas y numeradas, las mudaron a mi piecita, y Fainberg puso en juego el maquiavelismo para que las ubicaran de mi lado.
»Berretines de la naturaleza del hombre: Fainberg, en punto a escobas, se revela un fanático rutinario; en punto a la concordia del hotel, embrolla a los farristas y a Limardo, para que hagan las paces. Como el litigio de la pintura colorada del gato ya estaba relegado al olvido, Fainberg tuvo que refrescar la memoria de los beligerantes, enconándolos con el abuso cáustico de las jodas y de la pifia. Cuando el único problema era averiguar si estaban por tirarse con los botines o patearse calzados, Fainberg los consiguió distraer con ese tema de los vinos-remedio, que hay que embromarse y confesar que domina fácil, porque días antes el doctor Pertiné le deslizó un prospecto para que correteara botellas y medias botellas de Apache (gran vino sanitario aprobado por el doctor Pertiné). Yo siempre he dicho que no hay como el alcohol para conciliar los espíritus, aunque absorbido con exceso la dirección del Nuevo Imparcial tiene que proceder. El hecho es que con el cuento de que unos eran tres y el otro estaba armado, Fainberg les hizo comprender que la unión era la fuerza y que, si querían brindar, les facilitaba a precio irrisorio el líquido elemento. El pichinchero que todos llevamos adentro los vendió: abonaron doce botellas y al doblar el codo de la octava eran el Cuarteto Curdela. Los farristas, que son el egoísmo en su tinta, no hicieron caso de que yo rondara con un vasito, hasta que el rusticano intervino diciendo en broma que no me desairaran a mí, porque él también era un perro. Yo aproveché la risa espontánea, para mandarme sin asco un trago que más bien resultó una gárgara, porque uno tarda en aclimatarse al vinito, que después le prometo es un verdadero jarabe y la lengua del consumidor viene gorda, como si hubiera dado cuenta de una olla de almíbar. Fainberg, con la afición que le tenía al Banco de Préstamos, también se interesaba en armas de fuego y dijo que, si le habían cobrado a Limardo un precio de cortar la meada, por el bufoso que portaba en el cinto, él podía conseguirle otro igual a precio de retazo. Si ya la charla presentaba un signo inequívoco de animación, usted se puede figurar los contornos que asumiría cuando el Gran Perfil se mandó ese globo. Había tantos pareceres que ni partición amistosa. Según Paja Brava, adquirir armas nuevas era prontuariarse de arriba; un farrista se reveló patriota decidido del Tiro Suizo versus el Tiro Federal; yo me dejé caer con la puya de que las armas las carga el diablo; Limardo, que estaba deformado con la bebida, dijo que se había venido con el revólver porque estaba siguiendo un plan para matar a un hombre; Fainberg contó el caso de un ruso que no le quiso comprar un revólver y lo asustaron la víspera con uno de chocolate.
»Al otro día, cosa de no parecer un indiferente, me fui arrimando a la plana mayor del hotel, que sabe congregarse a la fresca en el primer patio para consumir unos mates y preparar su plan de batalla. Se trata de batimentos en forma, donde el pensionista más cogotudo recoge una lección a cambio de algunas verdades y de que lo descubran espiando y lo dejen como Meccano desarmado. Ahí estaba la misma Trinidad, como dicen los tres farristas: Zarlenga, la Musante y Renovales. La circunstancia de que no mosquearan medio me animó. Me aventuré con toda naturalidad y para que no me sacaran cortito les prometí un chimento bomba. Les conté como si no tuviera un pelo en la lengua el batuque de la reconciliación sin dejar en el tintero el revólver de Limardo y el vino-remedio de Fainberg. Viera la cara de naranja amarga que me pusieron. Yo, por un si acaso, volví grupas, no fuera algún cuentero a decir que voy con historias a la dirección, defecto que no está en mi carácter.