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A comienzos de siglo, la Guardia Civil cuenta con más de 18.000 hombres repartidos en 18 tercios, más dos comandancias en las islas. En Madrid y en Barcelona se establecen dos nuevas comandancias de caballería, agrupando los escuadrones de las comandancias anteriores. Pese a lo dicho en el párrafo anterior, estas fuerzas a caballo seguirán haciéndose más que necesarias en las dos capitales para contribuir al mantenimiento del orden público, ante la incapacidad para la tarea de las nuevas fuerzas policiales, todavía en estado incipiente.

En cuanto a su estructura orgánica, el paso del Valeriano Weyler por el ministerio de la Guerra supuso la supresión de la dirección general, con lo que el ministro, cuyo imperioso carácter apenas cabía en su escueta humanidad (de menos de metro y medio de estatura), buscaba someter al cuerpo por completo a su autoridad, reduciendo la excesiva autonomía que según su criterio había alcanzado con los sucesores de Ahumada. La medida fue revertida el 30 de mayo de 1902, con el Real Decreto que puso a la firma de Alfonso XIII el nuevo ministro de la Guerra del gabinete Silvela, Arsenio Linares, y por el que se restablecía la Dirección General de la Guardia Civil. Poco después se incorporaba como su titular Camilo García de Polavieja, el antiguo capitán general de Filipinas, militar prestigioso y el más condecorado de su época, todo un espaldarazo por parte del régimen al vapuleado cuerpo, aunque su gestión, más bien rígida, no le granjeó demasiado aprecio entre sus subordinados. Más simpatías recibió su sucesor Vicente Martitegui, director general de 1903 a 1905, y más aún el sustituto de este, el teniente general Joaquín Sánchez Gómez, antiguo ayudante del general Romualdo Palacio y por tanto buen conocedor del cuerpo. Su gestión abarcó un lustro, hasta 1910, caracterizado por la inestabilidad y los cambios de gobierno continuos entre los liberales, cuyo nuevo líder era Segismundo Moret, y los conservadores, que tras la muerte de Francisco Silvela y el desgaste definitivo de Fernández Villaverde pasó a liderar el abogad-mallorquín y ex liberal Antonio Maura.

Uno de los desafíos que tuvo que enfrentar la Guardia Civil en torno al cambio de siglo fue el resurgimiento, en el terreno que le era más propio la España rural, del casi olvidado bandolerismo. Un fenómeno que no carecía de conexiones con la política de la época. El bipartidismo canovista había evolucionado sin apenas disimulos a un régimen caciquil y corrupto, basado en las elecciones amañadas, para las que era crucial el concurso de los jerifaltes locales, afanosos artífices y muñidores del reiterado pucherazo electoral (expresión que surge del acto de romper el puchero de barro en el que se depositaban los votos, a guisa de urna). Procuraban los caciques controlar férreamente a la población, labor en la que se valían de la Guardia Civil, algunos de cuyos individuos, bien por someterse al mandato del poder, o por las ventajas particulares que les procuraba estar a bien con los notables, se avenían a servirles, abriendo así un nuevo foco de impopularidad para el cuerpo. En su célebre biografía del torero sevillano Juan Belmonte, Manuel Chaves Nogales ofrece un ilustrativo ejemplo de hasta dónde podían llegar a empeñarse los guardias civiles en la defensa de los intereses de los oligarcas. Recuerda Belmonte cómo se las gastaban con los torerillos que como él se infiltraban en las fincas para torear a las reses bravas sin permiso del dueño: «La cosa más seria que hay en España, según dicen, es la Guardia Civil y pronto tuvimos ocasión de comprobar su fundamental seriedad los pobres torerillos que íbamos a Tablada para aprender a torear. Con los guardias civiles no había dialéctica ni cabían bravatas. Se echaban el máuser a la cara y disparaban […] A un muchacho le metieron en el pecho un balazo».

Pero contaban los caciques con otros auxiliares, aún más expeditivos, y en la más ancestral tradición española. Matones que allí donde no llegaba la persuasión por la promesa de favores, o el recurso a la autoridad encarnada por la Benemérita, completaban con la extorsión y el crimen la labor de convencimiento del electorado. Quedaban luego estos sujetos ociosos entre elección y elección, y para subvenir a sus gastos en tal periodo se dedicaban a amenazar y expoliar por cuenta propia. Nada nuevo bajo el sol. Y, tampoco fue una novedad, en esta industria se toparon, como sus antecesores, con los guardias civiles, o por lo menos con aquellos que seguían creyendo en el cumplimiento de los deberes de protección general que se les habían encomendado, antes que en los beneficios de ser serviles con los poderosos.

Acción famosa fue el desmantelamiento del garito de juego de Peñaflor (Sevilla), donde con complicidad de personas influyentes y bien conectadas, un procurador llamado Juan Andrés Aldije y apodado el Francés, en combinación con otro sujeto de mote Manzanita, atraía a incautos jugadores acaudalados a los que mataban y enterraban después de desvalijarlos. La perseverancia del cabo Atalaya, del puesto de Peñaflor, permitió hallar en diciembre de 1905 los cuerpos enterrados en el huerto del Francés y detener a los dos asesinos, que fueron ajusticiados. Otro famoso delincuente que cayó fruto del celo de los beneméritos fue el bandido de Estepa apodado Vivillo, que fue extraditado desde Argentina, donde se había refugiado, para responder de múltiples robos de caballerías y de un homicidio, aunque por falta de pruebas acabaría quedando en libertad y regresando a morir al otro lado del Atlántico. O el malagueño Luis Muñoz García, más conocido como el Bizco de Borge. Este último, a quien se acusaba de la muerte de dos guardias civiles, y a quien se atribuía por obra de su defecto ocular prodigiosa puntería, fue objeto de una batida en toda regla, que culminó con su muerte en enfrentamiento con la pareja del cuerpo compuesta por los guardias José Sánchez y Cristino Franco.

Pero sin duda el más famoso de estos bandidos terminales fue el también estepeño Francisco Ríos González, alias Pernales, cuyas acciones llevaron a algunos, por última vez, a tratar de hacer reverdecer el mito del bandolero romántico. Con tan solo 1,49 metros de estatura, pero duro como el pedernal y de mirada fría como el hielo, el Pernales empezó su carrera con un intento de secuestro, en la persona del hijo de un hacendado de Estepa. Apresado por la Guardia Civil, las mañas de su abogado le valen la absolución judicial. Cuando recobra su libertad, se asocia con otros dos compinches y se presentan en un cortijo de Cazalla, donde roban 12.000 pesetas, amarran al cortijero y uno tras otro y en su presencia violan a su mujer. El teniente Verea, de la Guardia Civil, logra detenerlos, pero tres días después se fugan de la cárcel de Sevilla. Los beneméritos, inasequibles al desaliento, reanudan su búsqueda. El Pernales se presenta en el cortijo Hoyos el 25 de marzo de 1906 para buscar al apodado el Macareno, antiguo cómplice de su tío, otro bandido estepeño llamado el Soniche, a quien el Macareno había traicionado. Según se cuenta, el Pernales amarra al traidor a un árbol y le da lenta muerte a cuchilladas, mientras fuma con parsimonia un habano. Su fama corre como la pólvora por la comarca.

En adelante, al Pernales le basta con presentarse en los cortijos para que sus dueños, aterrados y sin mediar palabra, le entreguen mil pesetas, que es lo que les pide, aparte de comida en alguna ocasión. Por su parte, da generosas propinas a los pastores, para que le avisen de los movimientos de la Guardia Civil. Las críticas que el gobierno empieza a cosechar por su inoperancia frente al bandolero llevan al refuerzo del dispositivo para su captura con guardias de otras provincias. El Pernales y su cómplice, el Niño de la Gloria, han de cambiar de aires para eludirlos. En la tarde del 30 de mayo de 1907 intentan perpetrar un atraco entre Alcolea y Villafranca, en la provincia de Córdoba. Esa misma noche el sargento Moreno Collantes, acompañado de dos guardias, se los tropieza y entabla tiroteo en el que cae muerto el Niño de la Gloria y resulta herido Pernales, que sin embargo logra escapar.