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Desoyendo la amenaza, los anarquistas y socialistas forman el sábado 24 el comité de huelga, con el apoyo del abogado lerrouxista Emiliano Iglesias, que se había hecho célebre por su defensa del pedagogo anarquista Ferrer i Guárdia, imputado como instigador del frustrado regicidio de Mateo Morral. Iglesias se muestra poco proclive a la implicación directa del partido radical al que representa. Los socialistas, representados por Fabra Rivas, no quieren una huelga violenta, «con atracos a bancos», como llegan a proponer los anarquistas. Pero finalmente serán estos los que impongan sus pretensiones. El lunes 26, los piquetes toman la ciudad y obligan a toda la población a adherirse al paro. El gobernador cumple su amenaza y ordena a la caballería de la Guardia Civil que cargue contra los huelguistas. Los guardias, procurando dosificar la fuerza, aunque nadie atiende sus advertencias, logran poner en funcionamiento los tranvías. El ministro de Gobernación, Juan de la Cierva, que por ausencia de Maura es además jefe del gobierno en funciones, fuerza una junta de seguridad que acaba con la dimisión del gobernador. Se declara el estado de alarma y toma el mando la autoridad militar, el general Santiago. Sus fuerzas son escasas, y muchas unidades simpatizan con los reservistas reacios a marchar a África. Los agentes del cuerpo de Seguridad son aún menos fiables: una sección completa, con sus dos oficiales, desaparece en los primeros instantes, abandonando su armamento. Queda pues sola, como fuerza de choque, la siempre socorrida Guardia Civil.

Lo que sigue adquiere pronto tintes catastróficos. El general Santiago ordena la paralización del restablecido servicio de tranvías. Los anarquistas han colocado barricadas por toda la ciudad y han conseguido multitud de armas (muchas de ellas, al adoptar las autoridades militares la errónea disposición de armar a los obreros del parque de Artillería, que se pasan a los huelguistas). Pronto empiezan las quemas de conventos, y los guardias civiles, única fuerza que realmente puede plantar cara a lo que ya es manifiestamente una revolución, ha de multiplicarse para proteger los edificios gubernamentales, puntos neurálgicos como las centrales eléctricas y de gas, atacar en combinación con los zapadores las barricadas que obstruyen las calles y tratar de amparar a los religiosos sobre los que se ceban las iras de las masas revolucionarias. El general Santiago dicta un bando advirtiendo que se hará fuego sin previo aviso contra los revoltosos, pero ello no hace menguar el fervor violento de estos. Los combates se prolongan durante tres días, hasta que la llegada de refuerzos enviados por el gobierno, incluidos nuevos contingentes de la Guardia Civil concentrados de otras comandancias, fuerza la rendición de los sublevados. La contumaz barricada de Robadors, en las Atarazanas, cae al asalto. Otras muchas las echarán abajo, tras deponer las armas, los mismos paisanos que las habían levantado, conminados a ello por las triunfantes fuerzas del orden. Otra humillación para añadir a la cuenta de agravios de los barceloneses, pero es de entender que aquellos guardias no estuvieran dispuestos a asumir ellos, tras haber hecho el esfuerzo que supusieron los combates, aquel más que penoso y desagradable trabajo.

La presión gubernamental lleva a que los elementos más combativo; se retiren al bastión de Poblé Nou, donde al entrar los guardias civiles, para tratar de reducirlos, se encuentran con que las terrazas están llenas de francotiradores. Hay que limpiarlas una por una, y en la refriega muere el teniente Gabaldón y caen gravemente heridos tres guardias. En El Clot resisten los últimos núcleos, hasta que el general Bandreis, al mando de un fuerte contingente de guardias civiles, logra doblegarlos. La revolución barcelonesa ha quedado sofocada. El balance: 296 heridos y 104 muertos entre la población (entre estos, seis mujeres y cuatro religiosos de ambos sexos) y 124 heridos y ocho muertos entre los miembros del ejército y los agentes de la autoridad. La Guardia Civil tuvo dos muertos y 49 heridos. Pero siendo trágico, quizá no es este el peor daño que se deriva para la Benemérita de los acontecimientos de aquella desdichada semana de julio, sino la brecha casi irreparable que se ha abierto entre ella y la ciudadanía. El pintor Ramón Casas lo dejó magistralmente plasmado en su famoso óleo La carga (1899), donde un guardia civil a caballo parece hacer esfuerzos para que su montura no pise a un obrero caído en el suelo durante la disolución de una manifestación; aunque también hay lecturas mucho menos amables, que apuntan a la altivez del benemérito, desde su ventajosa posición, sobre el indefenso manifestante que ha rodado por el suelo. Véalo el lector por sí mismo, y saque la interpretación que prefiera.

El fusilamiento de Francesc Ferrer i Guardia el 13 de octubre, en la fortaleza de Montjuíc, tras su fulminante detención el mismo 31 de agosto, acusado de ser el cerebro de la revolución, vino a rematar el estropicio. Ferrer i Guardia, que acababa de regresar a Barcelona procedente de París y Bruselas, donde había tratado de refundar su Escuela

Moderna tras ser absuelto de la acusación de complicidad en el atentado de Mateo Morral, no tenía nada que ver con la huelga. El escritor Anatole France afirmó en una famosa carta abierta:»Su crimen es el de ser republicano, socialista, librepensador; su crimen es haber creado la enseñanza laica en Barcelona, instruido a millares de niños en la moral independiente, su crimen es haber fundado escuelas». En París y otras ciudades de Europa hubo manifestaciones contra el gobierno español. Antonio Maura, el liberal que con sus ideas regeneracionistas se había incorporado a los conservadores con el proyecto de «hacer la revolución desde arriba», quedaba convertido en el vil represor de la sempiterna revolución desde abajo. Y solo era el comienzo.

Los años que siguieron, en efecto, fueron de constante deterioro de la situación. A finales de ese año 1909, que además de los acontecimientos de Barcelona registró el desastre del Barranco del Lobo, primer descalabro serio de la nueva aventura bélica marroquí, sustituyó a Maura el liberal Segismundo Moret. A este lo desplazaría en febrero de 1910 el nuevo líder de los liberales, Canalejas, con el que Alfonso XIII, aconsejado por el también liberal conde de Romanones (persona de su confianza, con quien compartía negocios y cacerías), jugó a reproducir el esquema Cánovas-Sagasta, previendo su futura alternancia con el momentáneamente quemado Maura. Y no dejó Canalejas de atacar algunas de las raíces del mal, como el odiado impuesto sobre los consumos, procedente del siglo anterior, que suprimió, o las desigualdades en el servicio militar, derivadas de la posibilidad de las clases pudientes de librarse de hacerlo pagando un sustituto, que eliminó con su nueva ley del servicio militar obligatorio. Pero las reformas económicas fueron insuficientes para calmar el profundo descontento popular, y la reforma militar no impidió que a África, esto es, a la guerra (que tras la costosa victoria de 1909 se reabriría en 1911 con la llamada campaña del Kert contra el caudillo rifeño El Mizián) siguieran yendo solo los humildes. Los hijos de familias acomodadas, mediante el sistema de cuotas, cumplían el servicio militar en la península. El establecimiento en 1912 del protectorado hispano-francés sobre Marruecos, que implicaba el envío al país norteafricano de nuevos contingentes de tropas y hacía surgir en el horizonte la posibilidad de ulteriores sacrificios, dada la poca disposición de los naturales de las agrestes regiones del Rif y el Yebala a acatar la autoridad de los españoles, no vino sino a agravar el rechazo a la impopular aventura colonial.

Por todo ello no es de extrañar que la presidencia de Canalejas (aunque este fuera un político capaz, que hizo por superar la falta de sintonía que sentía por la figura regia para mejorar las cosas) resultara en extremo agitada. Le tocó vivir innumerables huelgas, al calor de la campaña promovida por republicanos, socialistas y anarquistas para erosionar el régimen a cuenta de la torpe inculpación y ejecución de Ferrer i Guardia, y que de paso servía para desprestigiar también a la justicia militar, sin duda poco idónea para gestionar la conflictividad política del país, pero que una y otra vez tenía que resolver sobre ella. De un lado, la mayoría de las algaradas se producían bajo estados de excepción, con vigencia de la ley marcial; por otro estaba la llamada Ley de Jurisdicciones, gestada en 1906 por el general Luque y Coca (por cierto, republicano confeso) y que encomendaba a los tribunales militares el enjuiciamiento de los delitos de opinión (injurias y calumnias) dirigidas contra el ejército o cualquiera de sus cuerpos. Huelgas generales hubo en Madrid, Barcelona, Zaragoza, Vizcaya, incluso llegó a amotinarse la tripulación de un barco de guerra, la fragata Numancia. Pero lo más grave estuvo en los pueblos. En Canillas de Aceituno, en la serranía de Málaga, intentaron linchar a un recaudador de impuestos, que corrió en seguida a refugiarse a la casa-cuartel. Cuando el cabo comandante del puesto quiso parlamentar con la multitud, fue gravemente herido. Sus dos compañeros presentes en la casa-cuartel lograron salvarlo por los pelos y defendieron el puesto hasta que llegaron refuerzos. En Penagos (Santander), el cabo Vicario acude con tres guardias a rescatar a la corporación, rodeada por un millar de paisanos furiosos. Cuando va a dirigirse a ellos, lo rodean, le quitan el fusil y lo matan a quemarropa. Sus tres hombres se hacen fuertes en la casa consistorial, pero pronto solo queda uno de ellos, el guardia Malpelo, en condiciones de hacer fuego. Rodilla en tierra, y dispuesto a vender caro su pellejo, enfrenta solo a la muchedumbre que forman los agresores, causándoles cuatro muertos y disuadiéndolos del asalto.